Hoy en mi trabajo hicieron un minuto de silencio por las matanzas de París. "Hicieron" no porque yo no haya participado a propósito, sino porque a los del turno de tarde no suelen incluirnos en el transcurrir normal del lugar.
Aquello de "si lo que vas a decir no es más bello que el silencio..." El silencio es solemne, serio, misterioso. En él cabe creer ver sugeridos valores e imaginarle miradas sabias. Interiores. Es prestigioso esto de callar en compañía.
Callar juntos es un acto de autoafirmación ritual. Un monólogo simbólico incapacitado para convertirse -las más de las veces- en diálogo (pésame, condolencia si se quiere), en tanto en cuanto el dolorido no está presente. A nivel institucional reafirma a la propia institución (el Estado, la normalidad), y a nivel personal nos confirma a cada uno de nosotros dentro.
No tengo nada contra los actos simbólicos de pertenencia -las fiestas patronales me encantan, de hecho-, ni siquiera tengo nada contra los minutos de silencio, a pesar de que soy de natural receloso de Estados y normalidades.
El alboroto tiene mala prensa. La algarabía, lo vociferante, es disonante y feo. Es, sin embargo, desacato y preámbulo del diálogo también. El bullicio es insumisión, heterogeneidad y vida.
Por probar ¿qué tal un minuto de gritar muy fuerte la próxima vez? Y ponernos a hablar luego.
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