Un reto. Un propósito de año nuevo. Una decisión. Lo que se quiera, el caso es que recojo el guante de mi compaterano Pako de escribir, al menos, un post mensual en este espacio durante 2022. Doce meses, doce entradas. O más.
Una vuelta a los orígenes que quiero empezar cultivando aquello que, años atrás, decíamos era el nervio que hilvanaba una cosa que se llamaba blogosfera: la conversación. El pasado 9 de diciembre Nuria (@editora en twitter) escribía en esta red social lo siguiente: “Sé que lo que se lleva ahora son los hilos de twitter y no los posts en un blog, pero bueno, ayer me dio por escribir en el mío sobre la memoria, la no-nostalgia de la infancia y la invención de los recuerdos”.
Yo le contesté, “si saco un rato para escribir lo mío en el blog sobre el tema y recordar cuando hablábamos de que la conversación podía darse entre blogs te hago pingback, o trackback o como fuera aquello. En serio”. Más de un mes después, aquí estamos. Más que una contestación al personalísimo post de Nuria, esto es un turno para hablar de mi relación con la memoria y la nostalgia.
Sucede que soy historiador y podría tirar, no sin titubeos, del hilo teórico de los conceptos de memoria, recuerdo e historia, pero no me apetece nada. Prefiero llevar la contraria un rato y problematizar la caricatura que se ha hecho del concepto de nostalgia. Todo este debate comenzó a cuento de la autora Ana Iris Simón y su exitosa novela Feria, que yo no he leído. El debate se ha quedado viejo y ha vuelto a resurgir varias veces en estas semanas (hasta ha salido un libro que parece tratar el tema). Me lo tomo con calma y sin pasión.
Lo que se ha venido a decir, así, de forma categórica y rotunda, es que la nostalgia es reaccionaria. No es esto nuevo, recuerdo –otra vez la memoria– que mi padre solía llamar nostálgicos a los franquistas. Y tampoco llega vacío de razones: si a la melancolía causada por el recuerdo de aquello que vivimos, o creímos vivir, no le asiste una voluntad de construir solo puede ser paralizante. Por definición, conservadora.
Pero su destilación en tuit es un planteamiento que por vago –en el sentido de perezoso– me resulta plano. Para empezar, todos tenemos nostalgias. La pregunta es, ¿aquello que añoramos nos lastra los pies o los impulsa?
Me resultan igualmente tramposos y torpes dos tipos argumentos muy presentes en el debate de estos días. Por un lado, aquellos que prescinden del presente como tiempo histórico, con sus propias particularidades y se instalan en el todo tiempo pasado fue mejor; por otro, los que, como reacción a los anteriores, se apuntan sin enunciarlo a una especie de teoría lineal del progreso. He leído varias argumentaciones según los cuales no se puede añorar, por ejemplo, el vigor de la organización sindical previa a los procesos de desindustrialización en España porque entonces ciertos indicadores materiales eran peores que hoy. ¿En serio? Menuda mierda de argumento.
No hay utopías sin memorias hiladas por genealogías valientes, sin miradas emocionadas hacia atrás. Esto tiene muchas formas y se nombra de distintas maneras, pero nunca me atrevería a decir que no media nunca la nostalgia.
Este post, aunque es cortito, lo he escrito en distintos arreones. El de hoy –por el día que escribí este párrafo– es chungo. Es un día duro porque alguien que me importa, un gran amigo, lo está pasando muy mal. Con la cabeza más para allá que para acá y los cascos en las orejas, he escuchado decenas de veces, una tras otra, la canción Lo que nos queda, del grupo Maniática.
Hace tantos años que no escuchaba esta canción…No sé por qué se me ocurrió encender la chispa de esos primeros versos que tanto canté en su día: “Me gustaría, que la razón y el corazón / estuvieran siempre juntos”. Pero el verso que de verdad me gusta de la canción es “Me gustaría que estuviéramos siempre juntos. / Luchar del mismo lado, hace duradera la amistad” y es el que me lleva directamente a una atmósfera de camaradería compartida con esa persona que hoy me duele. La vuelvo a escuchar compulsivamente y sé que quedarme colgado en la canción es tener congelada la vida. Es conservador, sí.
Pero también sé que en armazón de solidaridad que sostiene nuestros abrazos hoy y el conjurarse de los chicos del parque de este día, la nostalgia entra en una pequeña porción. Está menos presente que el sabor fuerte que la amistad o que el aroma penetrante de la fraternidad, pero esa añoranza cariñosa que podríamos identificar con algún tipo de nostalgia de nuestros juegos adolescentes es parte indisoluble de lo que somos juntos y cómo nos proyectamos hacia el futuro. De resistir, de revolvernos, de escalar si llegan las fuerzas. Porque podemos emocionarnos con una misma melodía estamos en disposición de construir algo bello y duradero, y no voy a renunciar a ello porque no sea el único camino posible hacia adelante.
P.S.: Mi primer post de 2022 se publica el día que hubiera sido el 74 cumpleaños de Javier Ortiz, el anfitrión de este blog. Le añoramos mucho.
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