Estimado blog, vengo hoy a hablar contigo, orillando el fin de año, para pedirte que me ayudes a aclarar las ideas y a escribir una carta de propósito colectivo. Cada vez que cae una unidad en el contador de la década, uno acostumbra a hacer una lista de buenos propósitos, que viene siempre después de un inventario mal digerido y superficial. Quiero pensar, al menos, que esa es la razón principal por la que nunca conseguimos desarrollar nuestras buenas intenciones: porque, en realidad, son una letanía de ocurrencias accesorias. Este año, querido amigo, voy a hacer un propósito colectivo (uno solo). Quiero que dejemos de ser apologetas de nuestras concesiones.
En tiempos de comunicación enconada, opera un mecanismo mental que nos arrastra hacia la defensa sin matices de la posición en la que uno encuentra más verdad –o que entiende más urgente–. A veces, incluso, sucede al revés y uno escoge la posición que le pone frente a aquellos con quienes, éticamente, no querría esta nunca. Es esta una manera de actuar que me parece inevitable, no creo que podamos despreciar el hecho de decantar los equilibrios de nuestro tiempo, poniendo el peso en el lado de quienes estimamos buenos. El problema es cuando la dinámica de encasillados nos lleva a convertirnos, además de en aliados del bien mayor, en soldados de la literalidad de un discurso destilado en eslóganes que no contempla las concesiones que hicimos a la hora de apoyarlo.
Una pandemia mundial nos ha hecho ceder parcelas de libertad en aras de un bien común: la vida de quienes están alrededor y la nuestra propia. Hemos transigido con momentos prolongados y severos de excepcionalidad legal, de vigilancia policial extrema o de recolección sistemática de datos personales. Es decir, con algunas de las cosas que más detestamos. Pero lo hemos hecho, claro, bajo el convencimiento de que era la única forma a la que teníamos acceso inmediato para responder colectivamente a una situación en la que nos iba la vida. Algunas de estas renuncias, de hecho, ni siquiera nos parecieron razonables en el contexto del achique de agua (la priorización de la economía antes que la salud o ciertos extremos de control policial, por ejemplo). Pero, habiendo gente encasillada en una posición antagónica que entendíamos criminal, dejamos de lado nuestras reticencias y defendimos con vigor el lado que identificábamos en sentido amplio (y aún lo hacemos) con la defensa solidaria de la vida.
Pero resulta, querido blog, que estas defensas monolíticas que hemos hecho no me parecen ya muy útiles, social ni políticamente, a medio plazo. Por un lado, sospecho que en esas renuncias a enunciar posiciones complejas estamos perdiendo el apoyo de mucha gente dubitativa. Ellos, como nosotros, se ven empujados a elegir un bando porque no encuentran espacios matizados en los que poner a prueba sus dudas. Hablando en plata, algunos se terminan de hacer antivacunas porque el enunciado simplificado de lo que es razonable excluye cualquier subrayado de las cesiones.
Por otro lado, querido blog, sin una conciencia clara de a qué cosas estamos renunciando y la capacidad de advertírselo a las élites, esas dimisiones temporales se incorporarán a nuestro día a día. Sin una actitud de cesión vigilante, nosotros mismos estaremos pronto de acuerdo con ello, como nos acostumbramos tras el 11M a que los policías de Atocha porten armamento militar.
Este mecanismo de caer presos de nuestras propias renuncias, por razonables que estas sean, opera en otras muchas situaciones. Si, por ejemplo, gana las elecciones un candidato del arco local izquierdo, frente a un candidato troglodítico y de extrema derecha, todos nos alegramos y celebramos la victoria, como es natural.
Inmediatamente después, llegarán las exaltaciones con memes fotocopiados del Obama de colorines, los detestables cenizos y las exhortaciones a no serlo. En medio de la refriega, uno se viene arriba y lanza piropos y proclamas que luego, quizá, le obligarán a defender esa imagen creada del liberador cuando lleguen las decepciones y la resaca. Porque, en realidad, uno está defendiendo la imagen que ofreció en ese momento a los demás, supongo.
No podemos renunciar a este tipo de renuncias –me doy permiso para el juego chusco de palabras– ni a celebrar que no ganen los malos. Pero, ¿hasta qué punto no acabamos encerrados en la jaula de nuestras celebraciones?
En la siguiente secuencia, amigo blog, triunfa el discurso de la sensatez chantajista. Un martinete educado pero regañón que señala que cualquier petición radical no es sino una invitación a que sigan sufriendo los más débiles, puesto que son las pequeñas reformas las que los mantienen en pie, tambaleándose, en el alambre oxidado de sus vidas. La amenaza constante de que solo el mundo de lo posible evitará la llegada de la extrema derecha (como si no nos opusiéramos a ella nosotros también). Un discurso que te empuja a olvidar que esa celebración inaplazable estaba llena de renuncias que no conviene mencionar y la convicción profunda de que solo abrazados cada día a ellas podremos bajar a nuestros semejantes del alambre.
En fin, amigo, esparrin, confidente, yo este año voy a intentar que todos seamos militantes de defender nuestras renuncias como tales, cuidando de que no se conviertan en parte de nuestro yo más razonable y cínico. Un propósito colectivo hecho desde la individualidad porque uno solo no importa una mierda.
Nota: no sé prácticamente nada de la realidad chilena ni de Gabriel Boric, así que, aunque el comentario puede tener trazas del enésimo reflujo de ola tras su celebrada victoria del otro día, no puedo sino referirme a la orografía de su espuma. Nada, en ningún sentido, opino sobre el candidato en cuestión.
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