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2013/10/01 18:30:54.862000 GMT+2

Yes, we can't? - Sobre la impotencia política

La revista francesa Vacarme publicó en su edición de verano de este año un curioso editorial, a modo de auto-análisis. Trataban de indagar en el sentimiento de impotencia que embarga a la redacción y al medio activista en el que se inserta, tras un año de gobierno social-tecnócrata de François Hollande, superado el alivio por la derrota de Nicolas Sarkozy. Un texto muy extenso pero que resulta de lo más pertinente para los momentos de horas bajas, de reflujos e incertidumbres. La mayor parte de los subrayados y enlaces aclaratorios son míos. 

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Yes, we can't

por Laurence Duchêne, Dominique Dupart, Carine Fouteau, Paul Guillibert, Thibault Henneton, Xavier de La Porte, Carole Peclers, Adèle Ponticelli, Laure Vermeersch & Pierre Zaoui

Apostemos una cosa: pocas veces hemos tenido un sentimiento tan desolador de impotencia política y personal como hoy.  Por lo general, cuando actuamos solemos despreciar este tipo de estados de ánimo. « El Señor se burla de tus pequeños escrúpulos », recordaba San Francisco de Sales a los miembros de su convento. Algunos no dejarán de replicar que no es más que una queja narcisista de pequeños burgueses que no actúan, que no militan, que no creen. Pero tal vez no. Planteémonos si nuestro sentimiento actual de impotencia tiene un poco más de consistencia.

Cierto, después de un año con los socialistas en el poder, es decir, después de un año de negaciones y de abandonos esperados por los cínicos y temidos por los ingenuos, no deja de ser normal: si la derecha es la impotencia impuesta en nuestros cráneos a porrazos, la izquierda es la impotencia interiorizada en nuestros espíritus a golpe de renuncias. Pero hay más que eso. Está la impotencia erigida por los gobiernos de todo tipo en estrategia de gobierno. Está la impotencia teórica o ideológica que nace de la deserción sin precedentes del campo de la alternativa política seria, incluso de la creencia en la acción política pura y dura. Y está todavía la impotencia que producen las nuevas tecnologías del poder — el paro sin miseria total, las guerras sin muertos y sin soldados (al menos al norte del Mediterráneo y del Golfo de México), los desastres ecológicos aplazados sine die (al menos al norte del trópico de Cáncer). Henos aquí embarcados en alternativas imposibles: vomitar nuestra impotencia o vomitar una potencia viril atroz.

En este nivel, resulta difícil distinguir el sentimiento de impotencia de la impotencia real. Y si quedan ganas, descubriremos que este sentimiento, al profundizarse, se aproxima a su contrario: la activación pública y colectiva de una violencia sin control. Porque los más impotentes son los más violentos. Si nuestra apuesta está justificada, si es cierto que nunca nos hemos sentido tan impotentes, subjetiva y objetivamente, entonces hoy hay mucho por lo que temer y mucho que esperar.  De pronto, podríamos esperar que ocurra la inversión dialéctica tan esperada, la que permita contemplar nuevas formas de potencia por venir después de considerar nuestra actual impotencia.

De ningún modo, ya basta, ni hablar de cantar que nuestro único horizonte de impotentes sería el de la potencia reencontrada. Hace falta nombrar este sentimiento de impotencia porque es un medio de compartirla. Hace falta hundirse en este problema de la impotencia política, social, histórica, existencial, metafísica. Más bien intentaremos hacer una investigación. Una investigación sobre la impotencia contemporánea. Cómo se las arregla cada uno con ella y cómo no se las arregla con este sentimiento pegajoso y retorcido: cómo combate, cómo se vale de astucias, cómo se soluciona, cómo se atasca también. Y peor para nosotros si de ahí no sale nada. Y mejor para nosotros si de ahí no sale nada, por lo menos eso querrá decir que acertamos. Peor y mejor si de ahí sale algo. 

¿Para comenzar, cómo nos sentimos?


No muy bien. Casi un poco muertos. Nosotros, en Vacarme, hemos perdido desde todos los puntos de vista. ¿Se ha repensado una fiscalidad más justa? Perdido. ¿Un matrimonio abierto a las parejas del mismo sexo? Ganado, pero sin derecho a la asistencia médica para la procreación (PMA). ¿Legalización razonada y razonable de todas las drogas? Perdido. ¿Licencia global? Perdida. ¿Renta Básica? Ni hablemos. En cambio, ¿reconducciones a la frontera? ¡Estas sí que se producen!

Lo peor, es que sabíamos que todo esto amenazaba con producirse, y aún así, votamos (Vacarme 58, invierno 2012), llamamos a votar en la segunda vuelta por aquellos que suponíamos que iban a traicionar o más bien que iban a ser lo que son, que iban a hacer lo que hacen, es decir, torpedearnos, desarticular la brújula. Este gobierno, con una boca, compadece a la población civil siria, con otra, impide que vengan al territorio Schengen y los mantienen en la muerte. Para los gitanos, es lo mismo. Cortamos la electricidad y reprochamos a los pobres que se iluminen con velas. Si mueren por un incendio, es su culpa. Si mueren, que mueran. Y no hemos terminado. Pero pararemos aquí.

Y nosotros, somos impotentes pero estamos vivos. Podemos echar mano a nuestro viagra espiritual, pero estamos vivos. Eso es la impotencia, una falsa muerte, una muerte del espíritu.

¿Y de dónde viene?

En primer lugar, si hay un lugar donde la impotencia no hace sino hincharse desde hace treinta años es en el ámbito de las decisiones económicas. Se ha convertido en una cantinela: salvar los bancos, de acuerdo, pero por el contrario salvar Florange [la planta industrial de ArcelorMittal] o hacer una revolución fiscal, eso es imposible. La invocación de la impotencia -en nombre de la globalización, de las directivas europeas o de la confianza empresarial, en suma, restricciones forzosamente insuperables- ha servido tanto para justificar una ausencia de voluntad política y de proyecto económico como para marear la perdiz sobre la verdadera cuestión: ¿qué economía queremos?

La tragedia democrática se juega de todas formas aquí: los políticos recurren a las restricciones económicas mientras los economistas mínimamente serios y progresistas hace tiempo que han perdido toda esperanza en toda solución propiamente económica — no solo porque no hay ningún consenso posible sino porque si la economía pretende ser una ciencia, no contiene ninguna norma que dictar sobre lo real común, y corresponde a los políticos decidir lo que quieren. Dicho de otro modo, los políticos se legitiman a partir de una impotencia económica que los economistas no pueden asumir sino como impotencia política. Es el círculo vicioso de los expertos: pedir razones para actuar a quienes están desprovistos de las mismas a priori.

Esto no significa evidentemente que no haya restricciones económicas – la ciencia económica es precisamente la ciencia de esta limitación— sino que lo que está en juego políticamente reposa únicamente — y esencialmente— en la elección de los sujetos, los cuales son los primeros que hacen frente a tales restricciones. Tomemos un ejemplo: cuando los movimientos altermundialistas reclaman una lucha eficaz contra los paraísos fiscales, se les responde que es muy difícil, que será muy largo, que habrá que tener en cuenta la competencia internacional, pero cuando Cameron necesita ingresos fiscales suplementarios, le bastan unos días para imponer a las Islas Caimán (y a otros paraísos bajo soberanía británica) la transmisión de todas las informaciones sobre las cuentas que detentan ciudadanos de ocho países de la Unión Europea. Digan lo que digan, tenemos las impotencias que elegimos.

Esto quiere decir una cosa: la impotencia es una estrategia política.


Sí, la impotencia puede ser muy útil al poder, e incluso una palanca de comunicación gubernamental. Por ejemplo: el derecho de voto de los extranjeros no europeos en las elecciones locales, que forma parte de las reformas que sirven a los intereses de François Hollande a condición de que permanezcan en estado de proyecto.

Basta con escuchar sus ruedas de prensa. El Jefe del Estado no dice: « es una reforma esencial de mi quinquenio, cambiará la vida de centenares de miles de personas que viven aquí, trabajan aquí, pagan sus impuestos, son delegados sindicales en su empresa, o padres de alumnos en la escuela de sus hijos.» Nunca la ha defendido con fuerza, prefiere afirmar que no hay condiciones para llevarla a cabo. El 13 de noviembre de 2012, ante los periodistas, descarta dos medios con los que poder aprobar un texto que modifique la constitución — referéndum y vía parlamentaria — porque serían inoportunos : «presentar un texto con el riesgo de dividir a los franceses para que al final no pueda aprobarse: me niego». La intención es lo que cuenta. Seis meses más tarde, el 16 de mayo de 2013, tampoco es el momento: « sobre todo no quiero dar la impresión de que buscamos utilizar esta cuestión del derecho de voto de los extranjeros antes de las municipales (de 2014) para promover no se qué malentendido », sentencia mientras una reforma constitucional debe ser examinada en julio en Versailles. Otra ocasión desperdiciada: el próximo año, OK, dice, porque «ya no habrá tanta controversia ». El texto se sometará entonces al parlamento ocurra lo que ocurra, prosigue, como si no se desinteresara de repente del asunto.

¿Por qué haber inscrito entonces esta cruz que la izquierda arrastra desde hace treinta años en su programa? Porque el derecho de voto de los extranjeros guarda un poder de seducción ante aquellos que, como Vacarme, llamaban hace poco a ocupar el voto. Y porque hace la función de cortafuegos frente a todos los demás: ¡señoras y señores, vean cómo este poder no cede al buenismo! Este aplazamiento, que se supone aporta la prueba de que este régimen es responsable, es más bien la marca de una incapacidad fingida. La reforma tal vez se haga, pero de momento es más útil tal y como está: inacabada.

Otras cuestiones, en cambio, se mantienen en el silencio. Bajo la alfombra, por ejemplo, los compromisos sobre la política migratoria. Autorizada al más alto nivel del Estado, la palabra xenófoba se despliega por toda la sociedad. Las pocas medidas propuestas para facilitar el acceso a la nacionalidad, poner fin al encierro de las familias, crear un título de residencia plurianual o mejorar la acogida en las prefecturas, son puntuales y no tienen la amplitud necesaria que permitiría invertir la tendencia. Todo sucede como si el gobierno se esforzara porque no sean demasiado visibles. Durante este tiempo, a los extranjeros se les invita a que vuelvan a su invisibilidad. Como a los inmigrantes de larga duración. En un informe increíble, que se entregó al Premier ministro y que está consagrado a la ausencia de una política de integración desde hace treinta años, el consejero de Estado Thierry Tuot llega a evocar incluso una « conspiración de silencio » « Al fin y al cabo, el verdadero peligro (...) es el ensordecedor silencio del hundimiento y del repliegue. Fracaso escolar, paro, insalubridad de la vivienda, segregación espacial, cierre del acceso a la cultura, desestructuración familiar, atentado contra las libertades, en particular de conciencia, salud frágil, esperanza de vida más reducida, discurso violento y acusatorio de los poderes públicos: entonces uno se calla, se sufre aparte, se espera. »Y nosotros ahí, como imbéciles. Hay razones para desesperar.

¿Desesperado, Marx?

Un día de mayo de 1843, a Arnold Ruge, que le pregunta, Karl Marx responde más o menos de esta manera : « No digas que me hago una idea demasiado elevada del tiempo presente, y si a pesar de todo yo no desespero, es porque su situación desesperada es precisamente lo que me llena de esperanza.» Es esta forma de desesperanza positiva o de impotencia reinvertida la que no está todavía lo suficientemente compartida. Al revés, y es una de las razones de su éxito, la impotencia se acomoda muy bien con la esperanza. Esperanza que se aloja en alguna parte en nuestro espíritu, incorregible, a pesar de todo llamamiento a las estructuras que nos revelan cada día su caracter falaz, la esperanza de ver nuestros deseos — biopolíticamente asignados al mero éxito individual — un día satisfechos, aunque sea en los platós de televisión. No estaría tan mal desesperar.

¿Y qué pasa con la vergüenza? Podemos desde luego avergonzarnos de nuestra nación política al margen de todo orgullo nacional, dice todavía Marx a Ruge. Cólera contenida, presta a surgir, la vergüenza es revolucionaria en potencia, llamamiento a una política humana de deseos democráticos — por oposición a la política animal de deseos principescos de Federico Guillermo IV. Cuando critica a Hegel en 1843, Marx insiste en este afecto: el activo dominado debe unir la vergüenza a la miseria. Es necesario enseñar al pueblo a tener miedo de sí mismo, preludio a la realización de una relación de fuerzas que, no dudamos de ello, acabará por volverse a su favor. No es que el proletario y el capitalista sean tan diferentes. Por el contrario, escriben Marx y Engels en la Sagrada Familia, ambos « representan la misma alienación humana ». Si la clase propietaria se siente bien en esta alienación, es porque ve en ella una manifestación de su propia potencia, mientras la otra clase se ve desarmada. Necesitada, todavía no se siente humillada, no está lo suficientemente desesperada. La tarea del teórico debe entonces consistir a proporcionarle las armas de la crítica, que se asienta en su propio sentimiento de injusticia, a fin de que extraiga de ella la fuerza de actuar, a fin de que pueda activarse el concepto de justicia.

Un siglo y medio después de Marx, el sentimiento de injusticia continúa ahí. Queda la constatación de que la convergencia económico-estatal, que las instituciones y la comunicación agotan los recursos humanos, profundizan el abismo que separa los propietarios de los dominados. Y nosotros, teóricos de revista, nos apropiamos entonces del sentimiento de impotencia, preguntándonos, "¿qué hacer?", pero sin acento leninista. Siempre la vanguardia, la que tiene los medios de la reflexión, pero ya no los medios de suscitar el pavor o la adhesión. Al margen del partido, al margen de la « teoría » o de la « escuela », propietarios y dominados al mismo tiempo, al calor de un « cultivo de invernadero para plantas excepcionales », como decía Adorno, que tenía una dichosa confianza en sus capacidades reflexivas, nuestra desesperanza activa permanece sin embargo desesperadamente privada de potencia.

Y si el primer paso consistiera por tanto en admitir nuestra impotencia…

La verdadera potencia, si leemos a Adorno, desde la Dialéctica de la razón hasta la Dialéctica negativa, es aquélla que reconoce la necesidad de su impotencia. No reconocerla, es recaer en la dominación con la cual las Luces quieren romper, es acostarse con el vampiro. Entonces sí, estamos dispuestos a « mancillar el esplendor de [nuestra] interioridad » (como dice Hegel) al contacto de cualquier comunidad social, pero es imprescindible que esta potencia reencontrada al contacto con la sustancia humana inestable se retire enseguida, atemorizada por su propia potencia, por sus sueños de esplendor.

Cuando Marx, censurado en Alemania, se traslada a París, es en busca de un imperativo ontológico — más fuerte que el imperativo categórico kantiano. ¿Qué es lo que legitima la activación del concepto de justicia? ¿Por qué debería ser de manera diferente a como es? ¿En nombre de qué injusticia? ¿De qué alienación? ¿Qué es lo que no funciona con el trabajo, con el hecho de trabajar tal y como trabajamos? La alienación, que señala simplemente la idea de una dependencia del hombre de su medio y de sus afectos, produce la división trabajo/capital más que lo contrario. Hay ahí algo decisivo, antropológico, ontológico. La impotencia que deriva de nuestra alienación fundamental, del género y ser humanos. Si Marx está lleno de esperanza contradictoria en 1844, una pizca naturalista o historicista, Adorno, más de un siglo más tarde y después de la guerra, es más escéptico: « Man is the idea of dehumanization».

Ok, pero hoy, ¿eso cómo se formula?


Digamos que el problema actual puede formularse al menos de cinco maneras.  Bajo su forma más superficial, es el problema de la miseria comunicante del tiempo: mientras estén en la oposición, los políticos nos colman de « yes, we can, yes, we can » y desde que están en el poder se complacen con el « we can una mierda». Este yoyó del regodeo impotente es la miseria de nuestras democracias comunicantes, como hemos visto a propósito del voto de los extranjeros.

Como no obstante la comunicación no inventa nada, ni el mal ni la impotencia, nuestro problema adopta al menos una segunda forma, mucho más real esta vez, aunque igualmente conocida. Esta segunda forma es la que surgió tras los desastres sucesivos de los comunismos y socialismos llamados reales, pero también del desastre de las políticas social-demócratas que siguieron a las mismas. Se expresa por una explosión, tal vez sin precedentes en la historia política moderna, del sentimiento de la impotencia: impotencia cruel de los comunistas y de las revoluciones por un lado (¿nos habremos cargado este hermoso mundo en balde?), impotencia afligida o hipócrita de los social-demócratas, de los republicanos y de los reformistas, por otro lado. A donde quiera que miremos hoy todo parece triste. Nuestros abuelos parecían tener la elección entre al menos tres vías pero no nos legaron sino un atolladero y dos callejones sin salida.

Para no abandonarse a tanta tristeza, podríamos caracterizar esta segunda forma de manera un poco más precisa y más técnica. Así pues, tercera forma del problema: ¿acaso no asistimos desde la caída del Muro de Berlín al final de lo que J. G. A. Pocock denominaba el « momento maquiavélico » ? El momento maquiavélico es ese momento histórico en el que surge un pensamiento republicano que pretende retomar el control en los asuntos públicos: primero en la Italia del siglo XVI, en torno a las figuras de Maquiavelo y Guichardin, después en la Inglaterra del siglo XVII en torno a la figura de Harrington, y luego en la Francia de las Luces y en los nacientes Estados Unidos.

Y es un momento que se constituye esencialmente en torno a tres ejes: primero el eje virtud/fortuna, es decir la idea de que un pueblo y un príncipe virtuoso, en el sentido de enérgico y con talento, pueden cambiar el orden de las cosas y no están sometidos a los dictados de la providencia divina o del dinero; luego, en torno a un claro rechazo de todo pensamiento utópico o idealista — hacer política ya no es soñar, es buscar en serio los medios de su política: potencia de lo real contra impotencia del ideal; en fin, en torno a una apología de la división de la ciudad como garante de la libertad de todos (disenso irreductible entre el pueblo y las grandes figuras en su versión propiamente maquiavelo-republicana; lucha de clases en su versión marxista). Parece como si estos tres ejes estén hoy en vías de un completo hundimiento: el mercado mundial se ha convertido en una fortuna todavía más implacable que la providencia divina de los Antiguos, y toda idea de que pueda someterse a un alma o a un pueblo lo suficiente enérgico y « capaz de poder » parece hoy de lo más cómico; la utopía conoce desde hace años un sorprendente resurgimiento (o la «heterotopía » cuando se es snob y no se ha leído a Foucault, pues este último inventa este término para describir formas de organización social – conventos, misiones jesuitas… — que no tienen nada de particularmente deseable); toda forma de división seria o de lucha de clases parece que ha dejado hoy el lugar a una oposición acartonada entre una derecha descerebrada que se reclama de mayo del 68 para denunciarlo mejor y una izquierda trágicamente blairizada, clintonizada, schröderizada, sarkozyzada.

Esta hipótesis del fin del momento maquiavélico no es solamente un problema histórico y se apoya en un problema casi metafísico: el de nuestra relación con la providencia o la necesidad. Esta sería la cuarta forma de nuestro problema, la del fin posible de lo que podríamos nombrar como el « momento spinozista ». Spinoza se horrorizaba, en efecto, porque el pensamiento de la necesidad pudiera ser interpretado en términos de triste servidumbre y de fatalismo impotente. Por el contrario, para él, y de manera tan natural que no sintió jamás la necesidad de explicarse de verdad, comprender la necesidad en las cosas, de manera ética como política, era siempre y evidentemente un signo de potencia, de alegría, de liberación, de participación en el infinito todopoderoso de la Naturaleza. ¿Todavía somos capaces de articular espontáneamente necesidad y libertad, sistema e invención, es decir, de no percibir ninguna contradicción entre la constatación de nuestra impotencia y la afirmación de nuestras capacidad para liberarnos?  No sé, no sé. A fuerza de ser cautivadoras, las actuales apologías de la alegría, es decir, de su justa potencia bien comprendida, acaban por darnos más bien ganas de estar tristes para siempre.

No podríamos sin embargo tomar este abandono a la tristeza como una simple complacencia. Porque aquí se expresa tanto una quinta formulación de nuestros problema, según la cual la impotencia no sería una deficiencia o un impedimento momentáneo de la vida del espíritu, sino su mismo centro. Para describir esta impotencia radical (a pensar, a escribir, a vivir, a amar) Artaud hablará, en su correspondencia con Rivière, de impoder. Podemos imaginar que inventa esta palabra tan rara (incluso fea) por al menos dos razones: primero, para designar justamente esta falla terrible que abre un precipicio en el corazón mismo del espíritu y que no se tiene que experimentar bajo la orden de una carencia, de una negatividad, de una defección de sus potencias y de las posibilidades como lo sugería el término simplemente negativo de impotencia, sino bajo la orden de una realidad tupida, inapropiable, incurable; y después para acordar, a pesar de todo, una inesperada positividad a esta negatividad pura — la idea de que allí se trata de una instancia de la cual solamente surge todo lo que vale aquí abajo: las obras, los amores, los esfuerzos no valdrían en tanto no constituyan un nuevo poder sino que no hacen sino comentar un impoder mucho más fundamental.  Es un pensamiento al menos un poco más distinguido que el de un Thomas Mann disgustado porque el arte no sea una potencia, sino « apenas un consuelo ». Salvo que al levantar acta del mismo, veríamos a qué juego artero nos sometería el pensamiento político dominante de hoy. Este, al remontarse por lo menos a Benjamin Constant, nos lleva a creer que somos poderosos y libres individualmente pero radicalmente impotentes en el orden colectivo o político. Ahora bien, la verdad sería exactamente la inversa: políticamente siempre podemos cambiar todo, es solo en lo más profundo que experimentamos lo que es la verdadera impotencia metafísica, el impoder. ¿Pero quién sabe eso hoy?

¿Y si fueran los sirios?

Volvamos un poco atrás en el tiempo. En Siria, incluso los que se sentían comprometidos contra al-Asad padre habían terminado por callarse con Bachar. Después de algunos meses de una breve «primavera damasquina », cada sirio sabía por sí mismo que en Siria, de todas maneras, « nada se iba a mover». Todavía el mismo silencio apuntalado sobre una constatación de impotencia — dominaban el miedo, el hábito y la corrupción, pero también una pregunta sin respuesta: ¿a qué se parecería otra política? En una capital, Damasco, a donde llegaban los refugiados de los conflictos de la región, el statu quo aparecía como un mal menor. Luego se produjo un acontecimiento que precipitó al país en la revolución. El 18 de marzo de 2011, en Deraa, quince chiquillos escriben « Bachar lárgate » en la pared y son arrestados. En comisaría, los padres son maltratados y descubren las uñas arrancadas de sus hijos. En pocos días, la ciudad prácticamente se subleva. El diario Libération cuenta lo que pasa el mismo día en Damasco: « El predicador de la Gran Mezquita de los Omeyas se había emabarcado en uno de sus sermones tranquilizadores cuando un joven saltó al púlpito, le arrebató el micrófono y le lanzó: "¿Por qué hablarnos de eso en estas circunstancias? ¡Háblenos más bien de la situación política!” Inmediatamente, los mujabarats (la policía política) se precipitaron para arrestar al perturbador y arrastrarlo fuera del santuario. Inimaginable hacía algunas semanas, el incidente muestra que la muralla del miedo, tras la cual los sirios se habían encerrado durante décadas, comenzaba a desmorornarse.»

La represión suscita los llamamientos de intelectuales que hace tiempo que estaban silenciosos, videos a cara descubierta, meses de lucha pacífica. La contestación gana las zonas rurales, después las ciudades, a través de los campesinos exiliados en los suburbios. El « sistema Asad » agita el habitual trapo rojo « o yo o el caos », el enemigo extranjero, el espantajo jihadista, y bombardea. Se organiza una resistencia civil : coordinadoras locales (CCL), barrio a barrio, para organizar la supervivencia bajo el fuego. Kofi Annan, a cargo del dossier sirio, aboga por un aberrante compromiso con Rusia, China e incluso Irán. Negociaciones que, de golpe, se vuelven evidentemente inaceptables para la oposición siria. El Consejo Nacional Sirio se une a la « Coalición nacional de las fuerzas revolucionarias y de la oposición sirias ». Juntos en el plano internacional, oponen un « no » firme a toda negociación. Esta resistencia que extrae sus energías más profundas de la sociedad siria enlaza con una aspiración reformista rota diez años antes. Sin lirismo, el horizonte revolucionario es simplemente la promesa de una vida normal, asociada a la convicción de que el mantenimiento del régimen, es la muerte. Pero para esto, hará falta matar, y tal vez morir.

¿Y nosotros? ¿Somos todavía capaces de poner nuestras vidas en juego?

De ningún modo tenemos la idea de alimentar en Francia la esperanza de una guerra civil como en Siria, ni glorificar los tiempos de la conscripción, de las grandes matanzas en el campo de batalla y del coraje militar; sin embargo, hay algo que sería bueno examinar y que Grégoire Chamayou, en el excelente libro que acaba de publicar, la llama la « dronización » del mundo. Parece que no tiene nada que ver, pero « vale la pena el rodeo », como suele decirse. Chamayou parte de la constatación que el dron, objeto volador dirigido a distancia, equipado de cámaras y de misiles, se está convirtiendo en el arma de guerra por excelencia. De momento reservada en general a los ejércitos estadounidenses e israelí, está llamado a expanderse: el reciente Libro Blanco sobre la defensa francesa invita a sacar lecciones de la reciente intervención en Malí y de nuestra dependencia de los Estados Unidos para las misiones de vigilancia y de los « ataques selectivos » y a equipar con drones el ejército francés, lo que de momento se ha hecho a cuentagotas. Ahora bien, ¿qué significa el recurso al dron en eso que llamamos sin pestañear « la guerra contra el terrorismo » ? Significa que nuestros países rechazan arriesgar la vida de sus soldados, que golpean al enemigo desde hangares climatizados situados a miles de kilómetros de distancia del objetivo (de paso, parecería que el supuesto síndrome de estrés post-traumático que sufren sus operadores es un gran camelo; como mucho sienten algo parecido a la culpabilidad). Esto significa que nuestros Estados aceptan poner fin a la virtud guerrera por una supuesta eficacia que falta por probar (los drones se equivocan a menudo, matan civiles con regularidad y solo son precisos si se les compara con el bombardeo masivo. Cuando los Estados Unidos quieren hacer realmente un « ataque selectivo », envían comandos, como en el caso Bin Laden).

Chamayou ve dos consecuencias principales a esta "dronización". Una se refiere a la guerra propiamente dicha: el dron provoca una guerra sin lugar (despreciando todo derecho de la guerra, los drones pueden golpear en cualquier parte, incluyendo en los países con los que nosotros no estamos en guerra) y sin fin (y puede decirse que es cierto que tales guerras no pueden ganarse, pero tampoco perderse). Es la segunda consecuencia la que nos interesa aquí: una virtud de la guerra « a la antigua » es que, arriesgando la vida de los ciudadanos, se crean las condiciones de una posible oposición a la guerra. La guerra dronizada lo impide. La guerra con drones nos vuelve a la vez cobardes (no arriesgamos nada) e impotentes (al no arriesgar nada, el Estado duda menos a hacer la guerra, y los ciudadanos ven menos razones de resistirse a la misma). El dron no cambia solamente la guerra, cambia la relación con el Estado. Al reducir al mínimo estricto el compromiso humano en esta situación crítica del contrato entre el Estado y los ciudadanos que es la guerra, nos desposee de una herramienta de resistencia. Al mismo tiempo, contestar la dronización de la guerra (y la automatización por venir porque después de los drones, serán los robots, la única cuestión que queda por saber es si la decisión de tiro seguirá siendo el privilegio del ser humano o si será automatizada) implica preferir las « guerras de antaño », como diría Brassens, lo cual es insoportable. Estamos bastante acorralados. Es decir, que a la incitación a la cobardía que viene de arriba, nos apuntamos con mucho gusto.

Salvo que resulta arriesgado acorralar a la gente.


Una cosa esencial que nuestros políticos tienden a olvidar: la cantinela de la impotencia le da la apariencia de un sentimiento personal, pero es una violencia. Una violencia sorda y progresiva que aprisiona e inmobiliza al individuo. Es como prisionero de su cuerpo. "Pies y puños atados por la fatalidad", rapeaba IAM en 1997 en Demain c’est loin. Con frecuencia la parálisis pretende ser anestesia: la violencia de la impotencia tiene por objetivo de volver al otro incapaz, incapacitarlo. Pero la anestesia rara vez es general. Y la impotencia se transforma en espera. La violencia exterior se convierte en tensión interior, almacenada, a la espera del momento oportuno. O cuando ya no haya más lugar y sea necesario desbordar el vaso. En Los condenados de la tierra Frantz Fanon observó esta tensión en los músculos crispados del colonizado: « Espera pacientemente que el colono rebaje su vigilancia para saltarle encima. En sus músculos, el colonizado siempre está a la espera. (...) La tensión muscular del colonizado se libera periódicamente en explosiones sanguinarias. »

¿Y a qué esperamos para sublevarnos? ¿Hace falta que la vida llegue a ser hasta tal punto indigna para que no tengamos ya más miedo de perderla? Porque hace falta decirlo, la vida de un parado, de un inmigrante sin papeles, no es la que se defiende y se protege. Está la vida por un lado y por el otro las supervivencias, las sub-vidas. Un umbral separa las dos. Es solo una vez que se pasa el umbral de la vida aceptable y digna que la revuelta se vuelve posible. Y todo se invierte: la verdadera vida pasa del lado de los rebeldes y la sub-vida del lado de las gentes saturadas de indignación impotente.

Nuestros cuerpos, tan transparentes a las tecnologías médicas, tan fetichizados, tan estilizados, contabilizan el menor gasto. Temen la muerte. Se proyectan contra las rejas y algunos escudos en Trocadero, bajo el pretexto vulgar de un título de campeón de fútbol, sin otra reivindicación que la de hacer la fiesta, y en seguida se escuchan gritos de escándalo. Allí donde habría que alegrarse, después de todo: alegrarse porque una manifestación espontánea pueda dar lugar a un inicio de relación de fuerzas, que un vuelco sobre la alfombra roja petrodolarizada sea todavía posible. Si eso no nos gusta, meditemos al menos sobre el hecho de que no habría hecho falta mucho, finalmente, para que pasara otra cosa.

¿Entonces qué?

En 1977, Foucault aconsejaba « trabajar por volver cada vez más irritables las epidermis y más rebeldes las sensibilidades, agudizar la intolerancia a los hechos del poder y a los hábitos que los ensordecen, hacerlos aparecer en lo que tienen de pequeño, de frágil, y en consecuencia de accesible ». En estas pocas palabras, se puede decir todo sobre lo que convendría hacer para continuar actuando en período de impotencia. En primer lugar, continuar trabajando, donde quiera que estemos, hagamos lo que hagamos, no hay otra vía: protestar contra la impotencia de los tiempos siempre será la pasión de quienes dejaron de trabajar. Pero luego trabajar sobre todo en la superficie, afinar su sensibilidad. En los períodos de potencia, se trata sobre todo de endurecerse y ponerse la armadura, porque sabemos esencialmente adónde vamos, y el único reto es el de no ceder ante el miedo del combate y de la muerte. Por el contrario, en períodos de impotencia, lo que está en juego es sobre todo no ceder a la ausencia total de sentido y de dirección; velar ante todo por no apagarse, por no perderse en esperas desproporcionadas que, lejos de galvanizar lo que sea, no hacen sino devolverlas a su impotencia. En fin, este trabajo de la sensibilidad no consiste en contentarse con pequeñas tareas, locales y frágiles, sino, por el contrario, en ver que es el conjunto de lo que combatimos o de aquello por lo que nos desconsolamos lo que es también pequeño, frágil y que basta una tontería para cambiar hacia otro régimen ahí mismo donde la víspera no veíamos ninguna salida.

En esta perspectiva, nos gustaría leer estas líneas de Foucault como un llamamiento a no salir del momento maquiavélico ni del momento spinozista, sino a traerlos a su verdad modesta y tenaz. En Maquiavelo, en efecto, la virtud de los grandes hombres políticos, como de los pueblos, consiste no solo en actuar y querer sino también en saber esperar la ocasión, el momento oportuno, el kairós, viviendo al acecho, con los ojos bien abiertos. En Spinoza, la potencia no es sólo afectar, transformar su entorno, sino sobre todo potencia de ser afectado, de ser modificado por su ambiente. En períodos de aguas bajas como el de hoy, es sin duda desde esta segunda forma de acción o de potencia que hay que comenzar y recomenzar una y otra vez: la espera paciente y vigilante de un claro, la sensibilidad por lo que pasa. Lo peor no es nunca la impotencia aparente o actual, sino habituarse a lo intolerable o dormirse en la contemplación desesperada de la ribera de las sirtes.

Escrito por: Samuel.2013/10/01 18:30:54.862000 GMT+2
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Comentarios

Gracias Samuel por acercarnos este magnifico texto.

El Presidente Clinton, a la pregunta del periodista ¿Por qué lo hizo? (refiriendose al "asunto" con su becaria), respondió "Porque podía".Siempre me ha dado escalofrios esa respuesta.

Lo mismo pueden responder  respecto el "asunto" judio, el "asunto" de los chilenos desaparecidos, el "asunto" bosnio, el asunto pateras,el "asunto" refugiados,el "asunto" gitano,muros,gays, ... Los maridos maltratadores solian confesar sobre el "asunto": con la primera bofetada que le dí me asusté pero vi que no pasaba nada y al dia siguiente seguí "porque podía". Esta ha sido la táctica del poder (en toda su extensión individual y masiva) desde siempre y todavía no entendemos que es porque puede.  "No hay verdugo sin la complicidad de su victima."  ¿Impotencia?, ¡no me digan !Pestañea y verás.

 

Escrito por: udsyyo.2013/10/01 22:20:51.534000 GMT+2

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