"Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde conoce toda la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no venza con el desprecio."En la madrugada del lunes 13 de septiembre, a las cinco de la mañana, fuerzas especiales israelíes demolían la aldea beduina de Al Araqib, en el desierto del Neguev (Naqab, en árabe), entre el pueblo beduino de Rahat y la ciudad de Beerseba, al sur de Israel. Es la quinta vez en dos meses. La primera tuvo lugar el 27 de julio, cuando llegaron los buldóceres, también de madrugada, acompañados de mil policías armados. Mil policías frente a trescientos beduinos. Los buldóceres arrasaron entonces decenas de humildes casitas de hormigón y arrancaron centenares de árboles, amparados por una orden judicial de hace 11 años que declara que las construcciones son ilegales. En cuanto se fueron las máquinas y los policías, los beduinos reconstruyeron sus casas con lo que quedaba y como pudieron. La escena se ha vuelto a repetir una y otra vez desde entonces, como una maldición, aunque cada vez más activistas acompañan a las familias durante los derribos. La noche antes de esta última demolición (12 de septiembre) se había celebrado una reunión regional de diversas organizaciones, sobre la situación de El Araqib y de manera más general sobre la situación de los beduinos en el Naqab (Neguev) y en Israel.
Albert Camus, El mito de Sísifo
A la tercera no fue la vencida... Fotografía: Joseph Dana, para Electronic Intifada (10 de agosto de 2010)
Sin embargo, la presencia beduina en Al Araqib es anterior a la existencia misma del Estado de Israel. Un Estado que tres años después de su nacimiento, en 1951, declaró aquellas tierras propiedad del ejército y obligó a las familias de Al Araqib a desplazarse con la promesa de retornar al cabo de unos meses, una vez que terminaran los entrenamientos militares. Nunca se les permitió regresar, aunque sí se les dejó que sus rebaños pastasen ocasionalmente en sus antiguas tierras. Desde entonces, se han sucedido las expulsiones y expropiaciones en el Naqab.
Hace algo más de una década, algunas familias decidieron volver a establecerse en ellas, lo que originó un contencioso judicial que aún no ha finalizado. Para el Estado de Israel, los beduinos carecen de títulos legales de propiedad, razón por la cual aldeas "no reconocidas" como Al Araqib (en las que viven más de 90.000 personas) no aparecen en los mapas ni pueden disponer de servicios básicos como agua corriente o electricidad. Tampoco se les permite elegir democráticamente a sus representantes. Israel exige a los beduinos que se reubiquen en pueblos "autorizados" como Rahat. Según los beduinos, sus familias han vivido y trabajado en esas tierras al menos desde el siglo XIX. También habrían pagado impuestos por ellas, según consta en documentos de los períodos otomano y británico. "No somos invasores, ni ocupas", afirma uno de los beduinos, Sheikh Sayyah. "Es el Estado el que nos invadió."
Una mujer beduina, sentada frente a lo que queda de su casa, destruida por orden de las autoridades israelíes. Fotografía: Joseph Dana (10 de agosto de 2010)
La suerte de los beduinos, antiguos nómadas del desierto, se asemeja mucho a la de otros pueblos indígenas u originarios de regiones como América Latina o Australia, que reclaman un uso común o social de la tierra que no esté sobredeterminado ni por la propiedad privada -con títulos creados e impuestos por el colonizador- ni por las pretensiones desarrollistas de los Estados. La tierra, no ya para el que la trabaja, sino para el que la vive. En la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas se establece que "los pueblos indígenas no serán desplazados por la fuerza de sus tierras o territorios" (art. 14) y "tienen derecho a las tierras, territorios y recursos que tradicionalmente han poseído, ocupado o de otra forma utilizado o adquirido" (art. 26). Esta Declaración no es jurídicamente vinculante, pero refleja por escrito un conflicto político de primera magnitud.
La periodista de The New York Times que informó del cuarto derribo de Al Araqib, lo interpreta interesadamente como un "choque de culturas, entre formas de vida tradicionales y modernas, y entre las leyes de la propiedad y, cada vez más para los beduinos, las leyes de las lealtades y la fe". Pero este tipo de conflicto también se reproduce en muchas otras comunidades, no necesariamente "indígenas", que son desplazadas por culpa de megaproyectos desarrollistas (India) o por los estragos de la agroindustria de exportación (Argentina). Expropiados y desplazados que acaban asentándose en arrabales y suburbios "paralegales". Esta ilegalidad que declaran Estados como el de Israel, o "paralegalidad", no es, como afirma el politólogo postcolonial Pathar Chatterjee, una especie de condición patológica de una Modernidad que tarda en imponerse, sino que "forma parte del mismo proceso de constitución histórica de la Modernidad en la mayor parte de las regiones del mundo." (The Politics of the Governed, 2004). En el marco del Estado moderno, la comunidad sólo se beneficia de una legitimidad bajo la forma de nación. "Las demás formas de solidaridad, susceptibles de entrar en conflicto con la comunidad política de la nación, están sujetas a fuertes sospechas." En Israel adopta una forma, la del sionismo, en el que colonización, propiedad de la tierra y construcción nacional en torno una identidad judía forman parte de un mismo paquete.
Vuelta a empezar. Fotografía: Rina Castelnuovo para The New York Times.
Pero los gobernados resisten. E insisten, como si de esta manera esperaran romper la maldición. Como Sísifo.
"Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta montaña llena de oscuridad forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre.
Hay que imaginarse a Sísifo dichoso. "
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