La conmemoración del décimo aniversario de los atentados del 11 de marzo de 2004 ha servido, entre otras cosas, para certificar una vez más el fin de ETA como enemigo interno número uno -aunque lo más rancio del régimen se resista- y para que algunos presionen para promover su urgente reemplazo por otros espantajos.
La insistencia por parte de la derecha españolista en apostar por su vieja obsesión nacional no le ha salido bien. Hasta ahora solo le ha servido para cohesionar las filas partidarias internas, sin que ello haya impedido las defecciones, lo que es claramente insuficiente en términos de legitimación de una política de Estado. Esta percepción es compartida desde otros sectores del régimen, y particularmente entre los denominados "progresistas", que vieron en las sentencias que pronunciaron la Audiencia Nacional (2007) y el Tribunal Supremo (2008) una oportunidad política, la de la consolidación de un nuevo enemigo que facilite la gestión del miedo y una nueva manipulación del dolor. Uno que puede ser tanto interno como externo.
Efectivamente, dichas sentencias confirmaron que el atentado cometido en Madrid el 11 de marzo de 2004 había sido cometido materialmente por un grupo de personas de ideología islamista, “yihadistas” de “tendencias radicales”, que compartían una “visión extrema del Islam”. Si por un lado, la determinación de hechos probados y la asignación de responsabilidades penales parece irreprochable, por otro lado el empleo de dichos términos -poco precisos desde un punto de vista científico- por los tribunales y la aplicación de la lógica antiterrorista que preside nuestro remendado código penal, plantean más problemas. Como por ejemplo, las figuras de los delitos de "pertenencia a banda armada" o de "colaboración con banda armada", que han venido estirándose desde la época en que las militancias eran claras, los grupos armados se identificaban como tales y reivindicaban sus atentados. Al aplicarse en los casos en los que no se ha podido demostrar que la persona ha tomado parte en la acción criminal, acaba por servir para condenar con duras penas a alguien simplemente por sus ideas políticas o por tener relaciones personales con los responsables directos y compartir un mismo "entorno". Así sucedió con algunas de las personas condenadas por la Audiencia Nacional y que luego absolvió el Tribunal Supremo en 2008. Motivo por el cual se reformó el Código Penal en 2010, para incluir una nueva definición de "grupo terrorista" y ampliar aún más lo que se considera como colaboración. La cualificación de una persona, y no de un acto, como "terrorista" suele basarse además en un discutible argumento circular (eres terrorista porque nosotros decimos que formas parte de un grupo que nuestras listas negras designan como terrorista).
Este salto conceptual, de condenar a alguien estrictamente por su responsabilidad a la hora de cometer determinadas acciones -y aplicarle penas proporcionales al delito cometido- a condenarlo por lo que la policía dice que es, con penas desproporcionadas con respecto al delito pero proporcionales a la estigmatización, constituye un ataque a la garantía de nuestros derechos y libertades, aunque los encausados sean finalmente una minoría. La desaparición de ETA debería estar sirviendo para realizar una reevaluación crítica de las políticas antiterroristas y penitenciarias, también desde los movimientos. En cambio, asistimos a una aceptación inconsciente y acrítica de este pensamiento policial cuando se aplica a un otro culturalmente distinto, lo que sienta las bases para un desplazamiento de la figura del enemigo sin que las premisas de fondo se alteren. Hoy hasta los que nunca cuestionaron el “todo es ETA” cuando lo promovía el juez Baltazar Garzón, se ríen de esta pretensión criminalizadora. No cuestionan, sin embargo, el fondo de esta impostura intelectual, e incluso reclaman una mayor prevención del terrorismo islamista por parte de la policía y de los servicios de inteligencia. Es ahí donde se están sentando las bases para nuevas manipulaciones.
Para interiorizar al enemigo y permitir el control policial preventivo de la peligrosidad social, el terrorismo ha tenido que complementarse con otros términos. El más reciente es el concepto de radicalización, que se basa en el más veterano de peligrosidad. La radicalización vendría a ser un proceso por el cual, una persona aparentemente normal se convierte, opiniones mediante (sobre todo si se corresponden con determinadas ideologías), en un monstruo sediento de sangre. Para ello se han creado cátedras, financiado estudios y formado grupos de trabajo como el que creó la Comisión Europea en 2006. Aquí participan “terroristólogos” como Fernando Reinares, estrecho colaborador del grupo PRISA y del Centro Nacional de Inteligencia, que sin saber árabe, pastún o urdu, es capaz de publicar, con gran promoción, el libro definitivo sobre la trama islamista del 11M. Es posible que muchos de los datos que ahí figuren sean ciertos, pero como suele pasar con la “industria del terrorismo”, lo más importante es cómo aquéllos son conectados en un discurso, más o menos sutil según se parta de posiciones neocon o más bien ‘técnicas’. Según las declaraciones de Reinares, su libro parece que promueve las ideas de que los terroristas globales están entre nosotros, que su odio ideológico hacia "occidente" se sitúa al margen de cualquier contexto histórico, político y social (Iraq sería “una excusa”, cuando la intervención militar extranjera en dicho país empezó realmente en 1991 y no en 2003), y que no existen grupos autónomos sino vinculados necesariamente a una cadena de mando (no simplemente afinidad o conexión) transnacional. La interiorización del enemigo es sin embargo parcial, lo que facilita la difuminación de la frontera entre lo policial y lo militar.
No podemos negar la existencia de personas y de grupos de inspiración salafista o takfirista dispuestos a matar, no tanto por motivaciones estrictamente religiosas como políticas, muchas perfectamente rechazables. Algunos grupos se centran en las fuerzas de seguridad de un determinado país aunque con métodos que se llevan por delante a decenas de personas. Otros plantean represalias colectivas a la israelí o promueven variantes de limpieza étnica según el país. Esto no quiere decir que nuestros sistemas legales y nuestras sociedades europeas deban articularse en torno a un concepto policial, preventivo y totalizador, de seguridad, que haga abstracción de realidades como el racismo institucional, la xenofobia o las intervenciones militares de nuestros gobiernos, cuando es ahí donde residen los verdaderos riesgos. Asimismo, debemos admitir que es imposible una prevención absoluta de atentados a menos que se lleve a cabo la vigilancia sistemática de los ciudadanos y se edifique un régimen totalitario.
Es más, el andamiaje conceptual del terrorismo y la radicalización, convertido en estrategia europea, aunque destinado preferentemente a europeos árabes o musulmanes y los de origen migrante, ya suficientemente estigmatizados con el discurso islamófobo imperante, también afecta a cualquier activismo contestatario, especialmente “de izquierdas” o “anarquista”, como suele describir la policía las más variadas protestas en las calles. Para hacernos una idea de lo que esto puede llegar a suponer, veamos la kafkiana historia de Ahmed Belbacha. En 2002 este hombre de nacionalidad argelina, que previamente había visto su petición de asilo rechazada por el Reino Unido (en Argelia estaba amenazado por el GIA), fue secuestrado en Pakistan por las fuerzas de seguridad paquistaníes y entregado a la CIA. Ha pasado los últimos 12 años de su vida encerrado en la base naval estadounidense de Guantánamo, donde fue torturado repetidamente. Nunca fue acusado o procesado por delito alguno. 12 años de esclavitud, versión siglo XXI. Ayer el gobierno estadounidense autorizó su salida y transferencia al gobierno de Argelia. Sus abogados esperan que el gobierno de Argelia lo libere, aunque un tribunal argelino lo haya condenado en 2009, sin posibilidad de defensa, simplemente por estar preso en Guantánamo. Da igual lo que hubiera hecho. Una serie de autoridades decretaron que Ahmed era peligroso. Otros le silenciaron.
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