Como cada 6 de diciembre, en España vuelve a plantearse la posibilidad de una reforma de la Constitución española de 1978. Formalmente, sólo se ha llevado a cabo una pequeña modificación, allá por 1992, pues el procedimiento del título X está previsto para no modificar nada, algo en lo que han estado de acuerdo los principales partidos políticos. En la práctica, sin embargo, se han producido importantes reformas, pero por medio del artículo 93, que vincula el ordenamiento jurídico español con la Unión Europea. Hoy el marco constitucional incluye el Tratado de Lisboa, que entró en vigor el pasado 1 de diciembre tras una década de discusiones, seminarios, algunos referendos, protestas y toneladas de papel.
Mientras arrecia la controversia sobre las esencias nacionales y los ámbitos competenciales entre las diferentes administraciones públicas españolas, tendemos a seguir contemplando lo que acontece en la Unión Europea como algo externo. Pero no hay un afuera. La supranacionalidad suele entenderse como un nivel superior al que van a parar, de manera inexorable, competencias o atributos de soberanía a los que renuncia el Estado, que de esta manera pierde importancia. Sin embargo, la realidad es bien diferente. Los diferentes aparatos administrativos españoles (gobierno central, comunidades autónomas, entidades locales, otras agencias como las cámaras de comercio, etc.) se encuentran insertos en una red de instituciones, agencias, organizaciones transnacionales representativas de intereses (lobbies) que traspasan y transforman las fronteras tradicionales del Estado. Los Estados intervienen en el nombramiento de los Comisarios, y son partidos políticos nacionales los que tienen presencia en el Parlamento Europeo. No es que el Estado pierda importancia frente a "Bruselas", como reitera una interpretación anclada en el pasado; más bien el Estado ha modificado su papel -y de alguna manera su forma- en un sistema en el que intervienen una multiplicidad de actores.
Tomemos como ejemplo cómo actúan los gobiernos en el Consejo de la Unión Europea. Las negociaciones cotidianas que se desarrollan en el seno de esta institución poco tienen que ver con las clásicas negociaciones diplomáticas entre Estados soberanos con vistas a firmar un acuerdo o tratado. Según los casos, los gobiernos actúan como miembros de un ejecutivo, o como diputados en un parlamento (hay quien lo compara con una cámara alta), sobre la base de las normas de su reglamento interno y del llamado acervo comunitario. Esto tiene una incidencia directa en la forma en la que se desarrolla el trabajo real: normalmente las negociaciones no se llevan a cabo sobre el vacío, "a todo o nada" sobre el cálculo exclusivo de los intereses nacionales. Su trabajo está bien encuadrado: por las normas mencionadas, por las expectativas que tienen sobre los demás gobiernos, por el plan de trabajo de la presidencia de turno (a su vez, previamente delimitado en un marco de actuación a 18 meses), por el trabajo de cocina del Coreper y otros comités, por las iniciativas de la Comisión Europea, etc. Hay una rutina administrativa que modifica por completo la percepción sobre cómo opera el juego institucional, sobre la propia definición de soberanía. Y de paso difumina las fronteras entre las dimensiones intergubernamental y supranacional*.
Por ello resulta difícil determinar hasta qué punto, tras el fracaso de la Constitución europea y la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, asistimos a una renacionalización de la política europea o a un impulso federalista.
A primera vista, los Estados miembros mantienen importantes parcelas de poder y las prácticas intergubernamentales predominarán en la nueva Unión. Muchas de las novedades asociadas a la supranacionalidad (fin del voto ponderado en el Consejo, Comisión Europea con menos comisarios que Estados miembros) se aplazan hasta dentro de unos años. El nombramiento de dos personalidades, que la prensa califica de irrelevantes, a la cabeza de dos puestos a los que se pretendía dotar inicialmente de una fuerte carga simbólica, confirmaría la percepción de que la UE habría avanzado muy poco en su unidad: Herman Van Rompuy presidirá el Consejo Europeo -en principio, durante dos años y medio- y Catherine Ashton dirigirá el servicio exterior y estará al servicio tanto de la Comisión como del Consejo. Pero la presidencia rotatoria de determinadas formaciones del Consejo continuará existiendo, mientras que José Manuel Barroso, por su parte, continuará al frente de la Comisión Europea.
Quizás se deba a esta complejidad el que el Tratado de Lisboa no entusiasme a casi nadie, ni tan siquiera a los que lo propusieron, que se conforman con un pragmatismo neofuncionalista: "si la cosa funciona...". Como la referencia sigue siendo el Estado-nación, todo lo que se aleja de la unidad es visto con aprensión. Para muchos federalistas, como para sus opositores, la medida del apoyo o rechazo a la UE se basa en su cercanía o no con la estructura tipo de un Estado liberal, en particular en lo que respecta a la separación de poderes.
Pero a la peculiaridad de la multiplicidad de actores y niveles de gobierno, que convierte a la Unión Europea en una entidad política sui generis, se añade el hecho de está en gestación permanente, como el orden capitalista global en el que se inserta. Una forma constitucional en proceso continuo (in progress) que aspira a adaptarse a las transformaciones subjetivas de las multitudes. Lo cual no implica que sea más democrática. En la actualidad, la construcción europea dominante sigue siendo básicamente oligárquica y, me temo, crecientemente autoritaria, y así lo perciben de manera correcta las multitudes europeas. El error estriba en creer que por esta razón no existe un espacio político europeo en el que realizar un proceso constituyente, en el que desplegar los deseos, las luchas, las resistencias. No hay contradicción entre el proyecto europeo vigente y el Estado nacional, o entre éstos y las regiones, como si pudiéramos encontrar en alguna de estas formaciones una reserva de la democracia. Si apostamos por el federalismo, éste deberá ser democrático, si no quiere bloquearse en una república de propietarios como en Estados Unidos. Y, aún si adoptamos otra perspectiva para una reflexión sobre la democracia, no podremos dejar de asumir espacios políticos post o transnacionales (europeo, mediterráneo, global), como hacemos de manera inconsciente los migrantes en nuestro movimiento transfronterizo, como lo hace el capital.
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*La dimensión "comunitaria" de la UE hace referencia a todo lo que tiene que ver con instituciones como la Comisión Europea y sobre todo con el llamado método comunitario (monopolio de la iniciativa por la Comisión, decisión del Consejo por mayoría cualificada, solo o en codecisión con el Parlamento Europeo, supervisión judicial por el Tribunal de Justicia), que desde el Tratado de Maastricht y hasta el Tratado de Lisboa se asociaba al llamado "primer pilar". Es decir, lo que se aleja de las relaciones diplomáticas del Derecho Internacional clásico. Frente a esta vertiente, nos encontraríamos con la dimensión "intergubernamental", donde no hay iniciativa de la Comisión, el Consejo adopta sus decisiones preferentemente por unanimidad y el Parlamento Europeo tiene un papel marginal. Este sería el ámbito de los llamados "segundo" y "tercer pilar", relativos a la seguridad interior y a la política exterior, respectivamente. Con el Tratado de Lisboa, desaparece ese segundo pilar y teóricamente se refuerza el de la política exterior.
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