Los lamentos que nuestros gobiernos y las autoridades europeas están expresando por las muertes de más de un centenar de personas de origen africano (Eritrea, Somalia, Ghana) cerca de la isla de Lampedusa constituyen un insulto que se añade al desprecio sistemático por la dignidad humana que representan las políticas migratorias europeas. Por no hablar del coro fascista habitual. Los seres humanos (no bestias, no mercancías) que viajaron "irregularmente" pagaron entre 1.200 y
2.000 euros por la barcaza que debía conducirles a la diminuta isla de
Lampedusa, que ni siquiera era su destino final. Es decir, que podían haberse pagado un billete de avión de haber procedido del país adecuado.
La causa fundamental de esta tragedia no son, sin embargo, los traficantes de personas, que son a su vez otra consecuencia. La causa principal la expuso en abril con palabras diplomáticas el Relator Especial de Naciones Unidas sobre los derechos humanos de los migrantes, François Crépeau:
"el incremento de reglas cada vez más complejas y restrictivas sobre las condiciones de entrada, y las cada vez más estrictas políticas de gestión de fronteras (...) se han visto acompañadas por requisitos de entrada a la zona Schengen cada vez más estrictos. Antes de Schengen había requisitos de entrada relativamente flexibles o programas específicos de trabajadores invitados que permitían a migrantes de baja cualificación viajar a los Estados miembros de la Unión Europea en busca de oportunidades, y luego podían ajustar su estatus administrativo en consecuencia. En la actualidad, sin embargo, tales oportunidades son muy limitadas pues el sistema Schengen exige a la mayoría de los migrantes no europeos de baja cualificación, especialmente aquellos provenientes de países del Sur global, la obtención de un visado para poder entrar en la Unión Europea para buscar trabajo. Esto ha creado una realidad en la que los migrantes de países no europeos, y en particular aquellos procedentes de países en desarrollo sin programas de facilitación de visados con la UE, se ven imposibilitados cada vez más para poder entrar en la UE de manera legal con el fin de buscar trabajo en persona."
Asimismo, Crépeau observaba "una proliferación de regímenes de detención en Estados miembro fronterizos con apoyo de la UE" destinado a quienes solo dejan la alternativa de entrar de manera no legal, ya sean personas con derechos reconocidos a la protección (asilo) o migrantes.
Digámoslo una vez más sin rodeos: el objetivo no declarado de dichas políticas no es otro que el de consolidar sistemas dinámicos de segregación que permitan controlar y canalizar los movimientos de las personas para fijarlas en un trabajo servil. Contrariamente a lo que afirma sin rubor la comisaria europea de Interior Cecilia Malmström, el tráfico de personas y la servidumbre por deudas son en realidad una consecuencia lógica de las arbitrarias restricciones migratorias y de los controles fronterizos. La institucionalización y normalización del racismo -puestas de momento en práctica, desde los gobiernos, por liberales, conservadores y socialdemócratas, no por frentes nacionales ni por auroras doradas-, y las divisiones sociales que resultan del mismo, también. No obstante, habrá que reconocer a la comisaria que son los Estados los que se reservan las principales competencias en materia migratoria, en tanto que reafirmación de una soberanía ilusoria.
"Existen, de acuerdo con el derecho vigente en la Unión Europea, unas 20 categorías diferentes de nacionales de terceros países, cada uno con derechos diferentes que varían según los vínculos que tienen con los Estados miembros de la UE o que resultan de su necesidad para una protección especial." Es lo que admite el Manual de Derecho Europeo relacionado con el asilo, las fronteras y la inmigración, que publicó este año la Agencia de los Derechos Fundamentales de la UE (FRA, por sus siglas en inglés). Una maraña legislativa que combina la legislación nacional y comunitaria, y diversos instrumentos internacionales que clasifican a los seres humanos en diferentes categorías, en función del grado de movilidad que le reconocen o no los Estados. Es decir, en un territorio dado no todas ellas -y me refiero especialmente a quienes residen, viven y trabajan en el mismo durante un cierto tiempo- gozarán de los mismos derechos políticos, sociales y económicos y ello en gran parte por la forma en que se ha accedido al mismo. Tal es la función de la frontera y del visado como plácet del soberano: no evitar la circulación, que los humanos practican sin permiso desde hace millones de años, sino consagrar un multiforme régimen discriminatorio que favorezca el encauzamiento de una parte no desdeñable de la población en movimiento hacia determinadas actividades económicas con un grado elevado de explotación, vulnerabilidad y servidumbre. Esto va mucho más allá del drama de los cementerios marinos, pues la mayoría de las personas migrantes en situación irregular no entran en Schengen por vía marítima.
Estas son las veinte categorías (en inglés) que FRA ha identificado:
La gama de posibilidades es amplia, y una misma persona puede pasar por una o varias de estas situaciones, sin garantías de progreso social. Arriba están quienes gozan de más libertad de movimiento, los denominados ciudadanos comunitarios, son los que a su vez gozan de más derechos (incluso políticos) y libertades en el denominado espacio Schengen, que tampoco es completamente liso. Y dentro de éstos, empresarios y trabajadores asalariados, pues en las primeras comunidades europeas la libertad de movimiento y residencia se reservó exclusivamente a los sujetos de la relación salarial fordista. La jurisprudencia y el concepto de ciudadanía europea que consagró más tarde el Tratado de Maastricht ha venido suavizando algo este vínculo tan estrecho entre movimiento, residencia, sistema salarial y derechos cívicos, pero sin superar nunca el filtro de la nacionalidad. Europeo es antes que nada el nacional de un Estado europeo.
Y abajo del todo, los que ven su libertad de movimiento más restringida y son "vulnerabilizados" (más que vulnerables), los nacionales de determinados estados no europeos que no han querido someterse a las arbitrarias y abusivas políticas de visado: son los llamados irregulares o ilegales, o aquellas personas con derecho a una protección (refugiados, asilados políticos) cuando no se ve reconocida (lo que se produce cada vez con más frecuencia). Ellos pueden ser humillados, perseguidos, amenazados, identificados, abusados, detenidos, expulsados, según su procedencia y, para qué engañarnos, el color de su piel. El impacto de todo ello no se resuelve con las sucesivas regularizaciones o con la adquisición de nacionalidad, como se ha comprobado en Francia: la estigmatización y la discriminación permanecen en el tejido social aún cuando los migrantes o sus familiares y descendientes obtienen o transmiten la nueva nacionalidad.
Este sistema segregacionista (que se articula en torno a visados, permisos de trabajo y residencia), y que tanto debe al régimen de pases (visados internos) que se desarrolló durante el apartheid sudafricano, no es exclusivo de Europa. Hoy constituye una tendencia dominante, aún en países tradicionalmente receptores de inmigrantes internacionales, como Estados Unidos o Australia. Las variantes más extremas, en cuanto a la discriminación y la ulterior servidumbre (política o laboral), se encuentran en países donde la población considerada "extranjera" son mayoría: en el área Israel/Palestina (incluyendo por tanto los territorios ocupados) y en los países del Golfo Pérsico, como Baréin o Qatar, de los que nos separa una cuestión de grado.
Si no se reconoce y se denuncia esto, es decir, el papel que cumple el segregacionismo y el apartheid en la configuración de los mercados laborales nacionales, quienes manifiestan su compasión desde el segmento más favorecido -un estatus por otro lado cada vez más fragmentado y precarizado- seguirán vertiendo lágrimas de cocodrilo o indignándose de boquilla. Y semejante hipocresía continuará siendo un blanco fácil para la derecha, que bajo la denuncia mezquina del "buenismo" critican que no se lleve hasta sus consecuencias más liberticidas la lógica perversa del sistema.
Los migrantes que no disfrutan de la consideración de "expatriado" no necesitan por tanto nuestra compasión ni nosotros su agradecimiento. Lo que unos y otros necesitamos es una sociedad más democrática y justa para todos. Lo cual pasa necesariamente por exigir libertad de movimiento en igualdad y por un nuevo abolicionismo: el que conduzca al fin de la segregación.
La revista francesa Vacarme publicó en su edición de verano de este año un curioso editorial, a modo de auto-análisis. Trataban de indagar en el sentimiento de impotencia que embarga a la redacción y al medio activista en el que se inserta, tras un año de gobierno social-tecnócrata de François Hollande, superado el alivio por la derrota de Nicolas Sarkozy. Un texto muy extenso pero que resulta de lo más pertinente para los momentos de horas bajas, de reflujos e incertidumbres. La mayor parte de los subrayados y enlaces aclaratorios son míos.
por Laurence Duchêne, Dominique Dupart, Carine Fouteau, Paul Guillibert, Thibault Henneton, Xavier de La Porte, Carole Peclers, Adèle Ponticelli, Laure Vermeersch & Pierre Zaoui
Apostemos una cosa: pocas veces hemos tenido un sentimiento tan desolador de impotencia política y personal como hoy. Por lo general, cuando actuamos solemos despreciar este tipo de estados de ánimo. « El Señor se burla de tus pequeños escrúpulos », recordaba San Francisco de Sales a los miembros de su convento. Algunos no dejarán de replicar que no es más que una queja narcisista de pequeños burgueses que no actúan, que no militan, que no creen. Pero tal vez no. Planteémonos si nuestro sentimiento actual de impotencia tiene un poco más de consistencia.
Cierto, después de un año con los socialistas en el poder, es decir, después de un año de negaciones y de abandonos esperados por los cínicos y temidos por los ingenuos, no deja de ser normal: si la derecha es la impotencia impuesta en nuestros cráneos a porrazos, la izquierda es la impotencia interiorizada en nuestros espíritus a golpe de renuncias. Pero hay más que eso. Está la impotencia erigida por los gobiernos de todo tipo en estrategia de gobierno. Está la impotencia teórica o ideológica que nace de la deserción sin precedentes del campo de la alternativa política seria, incluso de la creencia en la acción política pura y dura. Y está todavía la impotencia que producen las nuevas tecnologías del poder — el paro sin miseria total, las guerras sin muertos y sin soldados (al menos al norte del Mediterráneo y del Golfo de México), los desastres ecológicos aplazados sine die (al menos al norte del trópico de Cáncer). Henos aquí embarcados en alternativas imposibles: vomitar nuestra impotencia o vomitar una potencia viril atroz.
En este nivel, resulta difícil distinguir el sentimiento de impotencia de la impotencia real. Y si quedan ganas, descubriremos que este sentimiento, al profundizarse, se aproxima a su contrario: la activación pública y colectiva de una violencia sin control. Porque los más impotentes son los más violentos. Si nuestra apuesta está justificada, si es cierto que nunca nos hemos sentido tan impotentes, subjetiva y objetivamente, entonces hoy hay mucho por lo que temer y mucho que esperar. De pronto, podríamos esperar que ocurra la inversión dialéctica tan esperada, la que permita contemplar nuevas formas de potencia por venir después de considerar nuestra actual impotencia.
De ningún modo, ya basta, ni hablar de cantar que nuestro único horizonte de impotentes sería el de la potencia reencontrada. Hace falta nombrar este sentimiento de impotencia porque es un medio de compartirla. Hace falta hundirse en este problema de la impotencia política, social, histórica, existencial, metafísica. Más bien intentaremos hacer una investigación. Una investigación sobre la impotencia contemporánea. Cómo se las arregla cada uno con ella y cómo no se las arregla con este sentimiento pegajoso y retorcido: cómo combate, cómo se vale de astucias, cómo se soluciona, cómo se atasca también. Y peor para nosotros si de ahí no sale nada. Y mejor para nosotros si de ahí no sale nada, por lo menos eso querrá decir que acertamos. Peor y mejor si de ahí sale algo. ¿Para comenzar, cómo nos sentimos?
No muy bien. Casi un poco muertos. Nosotros, en Vacarme, hemos perdido desde todos los puntos de vista. ¿Se ha repensado una fiscalidad más justa? Perdido. ¿Un matrimonio abierto a las parejas del mismo sexo? Ganado, pero sin derecho a la asistencia médica para la procreación (PMA). ¿Legalización razonada y razonable de todas las drogas? Perdido. ¿Licencia global? Perdida. ¿Renta Básica? Ni hablemos. En cambio, ¿reconducciones a la frontera? ¡Estas sí que se producen!
Lo peor, es que sabíamos que todo esto amenazaba con producirse, y aún así, votamos (Vacarme 58, invierno 2012), llamamos a votar en la segunda vuelta por aquellos que suponíamos que iban a traicionar o más bien que iban a ser lo que son, que iban a hacer lo que hacen, es decir, torpedearnos, desarticular la brújula. Este gobierno, con una boca, compadece a la población civil siria, con otra, impide que vengan al territorio Schengen y los mantienen en la muerte. Para los gitanos, es lo mismo. Cortamos la electricidad y reprochamos a los pobres que se iluminen con velas. Si mueren por un incendio, es su culpa. Si mueren, que mueran. Y no hemos terminado. Pero pararemos aquí.
Y nosotros, somos impotentes pero estamos vivos. Podemos echar mano a nuestro viagra espiritual, pero estamos vivos. Eso es la impotencia, una falsa muerte, una muerte del espíritu.
¿Y de dónde viene?
En primer lugar, si hay un lugar donde la impotencia no hace sino hincharse desde hace treinta años es en el ámbito de las decisiones económicas. Se ha convertido en una cantinela: salvar los bancos, de acuerdo, pero por el contrario salvar Florange [la planta industrial de ArcelorMittal] o hacer una revolución fiscal, eso es imposible. La invocación de la impotencia -en nombre de la globalización, de las directivas europeas o de la confianza empresarial, en suma, restricciones forzosamente insuperables- ha servido tanto para justificar una ausencia de voluntad política y de proyecto económico como para marear la perdiz sobre la verdadera cuestión: ¿qué economía queremos?
La tragedia democrática se juega de todas formas aquí: los políticos recurren a las restricciones económicas mientras los economistas mínimamente serios y progresistas hace tiempo que han perdido toda esperanza en toda solución propiamente económica — no solo porque no hay ningún consenso posible sino porque si la economía pretende ser una ciencia, no contiene ninguna norma que dictar sobre lo real común, y corresponde a los políticos decidir lo que quieren. Dicho de otro modo, los políticos se legitiman a partir de una impotencia económica que los economistas no pueden asumir sino como impotencia política. Es el círculo vicioso de los expertos: pedir razones para actuar a quienes están desprovistos de las mismas a priori.
Esto no significa evidentemente que no haya restricciones económicas – la ciencia económica es precisamente la ciencia de esta limitación— sino que lo que está en juego políticamente reposa únicamente — y esencialmente— en la elección de los sujetos, los cuales son los primeros que hacen frente a tales restricciones. Tomemos un ejemplo: cuando los movimientos altermundialistas reclaman una lucha eficaz contra los paraísos fiscales, se les responde que es muy difícil, que será muy largo, que habrá que tener en cuenta la competencia internacional, pero cuando Cameron necesita ingresos fiscales suplementarios, le bastan unos días para imponer a las Islas Caimán (y a otros paraísos bajo soberanía británica) la transmisión de todas las informaciones sobre las cuentas que detentan ciudadanos de ocho países de la Unión Europea. Digan lo que digan, tenemos las impotencias que elegimos.
Esto quiere decir una cosa: la impotencia es una estrategia política.
Sí, la impotencia puede ser muy útil al poder, e incluso una palanca de comunicación gubernamental. Por ejemplo: el derecho de voto de los extranjeros no europeos en las elecciones locales, que forma parte de las reformas que sirven a los intereses de François Hollande a condición de que permanezcan en estado de proyecto.
Basta con escuchar sus ruedas de prensa. El Jefe del Estado no dice: « es una reforma esencial de mi quinquenio, cambiará la vida de centenares de miles de personas que viven aquí, trabajan aquí, pagan sus impuestos, son delegados sindicales en su empresa, o padres de alumnos en la escuela de sus hijos.» Nunca la ha defendido con fuerza, prefiere afirmar que no hay condiciones para llevarla a cabo. El 13 de noviembre de 2012, ante los periodistas, descarta dos medios con los que poder aprobar un texto que modifique la constitución — referéndum y vía parlamentaria — porque serían inoportunos : «presentar un texto con el riesgo de dividir a los franceses para que al final no pueda aprobarse: me niego». La intención es lo que cuenta. Seis meses más tarde, el 16 de mayo de 2013, tampoco es el momento: « sobre todo no quiero dar la impresión de que buscamos utilizar esta cuestión del derecho de voto de los extranjeros antes de las municipales (de 2014) para promover no se qué malentendido », sentencia mientras una reforma constitucional debe ser examinada en julio en Versailles. Otra ocasión desperdiciada: el próximo año, OK, dice, porque «ya no habrá tanta controversia ». El texto se sometará entonces al parlamento ocurra lo que ocurra, prosigue, como si no se desinteresara de repente del asunto.
¿Por qué haber inscrito entonces esta cruz que la izquierda arrastra desde hace treinta años en su programa? Porque el derecho de voto de los extranjeros guarda un poder de seducción ante aquellos que, como Vacarme, llamaban hace poco a ocupar el voto. Y porque hace la función de cortafuegos frente a todos los demás: ¡señoras y señores, vean cómo este poder no cede al buenismo! Este aplazamiento, que se supone aporta la prueba de que este régimen es responsable, es más bien la marca de una incapacidad fingida. La reforma tal vez se haga, pero de momento es más útil tal y como está: inacabada.
Otras cuestiones, en cambio, se mantienen en el silencio. Bajo la alfombra, por ejemplo, los compromisos sobre la política migratoria. Autorizada al más alto nivel del Estado, la palabra xenófoba se despliega por toda la sociedad. Las pocas medidas propuestas para facilitar el acceso a la nacionalidad, poner fin al encierro de las familias, crear un título de residencia plurianual o mejorar la acogida en las prefecturas, son puntuales y no tienen la amplitud necesaria que permitiría invertir la tendencia. Todo sucede como si el gobierno se esforzara porque no sean demasiado visibles. Durante este tiempo, a los extranjeros se les invita a que vuelvan a su invisibilidad. Como a los inmigrantes de larga duración. En un informe increíble, que se entregó al Premier ministro y que está consagrado a la ausencia de una política de integración desde hace treinta años, el consejero de Estado Thierry Tuot llega a evocar incluso una « conspiración de silencio » « Al fin y al cabo, el verdadero peligro (...) es el ensordecedor silencio del hundimiento y del repliegue. Fracaso escolar, paro, insalubridad de la vivienda, segregación espacial, cierre del acceso a la cultura, desestructuración familiar, atentado contra las libertades, en particular de conciencia, salud frágil, esperanza de vida más reducida, discurso violento y acusatorio de los poderes públicos: entonces uno se calla, se sufre aparte, se espera. »Y nosotros ahí, como imbéciles. Hay razones para desesperar.
¿Desesperado, Marx?
Un día de mayo de 1843, a Arnold Ruge, que le pregunta, Karl Marx responde más o menos de esta manera : « No digas que me hago una idea demasiado elevada del tiempo presente, y si a pesar de todo yo no desespero, es porque su situación desesperada es precisamente lo que me llena de esperanza.» Es esta forma de desesperanza positiva o de impotencia reinvertida la que no está todavía lo suficientemente compartida. Al revés, y es una de las razones de su éxito, la impotencia se acomoda muy bien con la esperanza. Esperanza que se aloja en alguna parte en nuestro espíritu, incorregible, a pesar de todo llamamiento a las estructuras que nos revelan cada día su caracter falaz, la esperanza de ver nuestros deseos — biopolíticamente asignados al mero éxito individual — un día satisfechos, aunque sea en los platós de televisión. No estaría tan mal desesperar.
¿Y qué pasa con la vergüenza? Podemos desde luego avergonzarnos de nuestra nación política al margen de todo orgullo nacional, dice todavía Marx a Ruge. Cólera contenida, presta a surgir, la vergüenza es revolucionaria en potencia, llamamiento a una política humana de deseos democráticos — por oposición a la política animal de deseos principescos de Federico Guillermo IV. Cuando critica a Hegel en 1843, Marx insiste en este afecto: el activo dominado debe unir la vergüenza a la miseria. Es necesario enseñar al pueblo a tener miedo de sí mismo, preludio a la realización de una relación de fuerzas que, no dudamos de ello, acabará por volverse a su favor. No es que el proletario y el capitalista sean tan diferentes. Por el contrario, escriben Marx y Engels en la Sagrada Familia, ambos « representan la misma alienación humana ». Si la clase propietaria se siente bien en esta alienación, es porque ve en ella una manifestación de su propia potencia, mientras la otra clase se ve desarmada. Necesitada, todavía no se siente humillada, no está lo suficientemente desesperada. La tarea del teórico debe entonces consistir a proporcionarle las armas de la crítica, que se asienta en su propio sentimiento de injusticia, a fin de que extraiga de ella la fuerza de actuar, a fin de que pueda activarse el concepto de justicia.
Un siglo y medio después de Marx, el sentimiento de injusticia continúa ahí. Queda la constatación de que la convergencia económico-estatal, que las instituciones y la comunicación agotan los recursos humanos, profundizan el abismo que separa los propietarios de los dominados. Y nosotros, teóricos de revista, nos apropiamos entonces del sentimiento de impotencia, preguntándonos, "¿qué hacer?", pero sin acento leninista. Siempre la vanguardia, la que tiene los medios de la reflexión, pero ya no los medios de suscitar el pavor o la adhesión. Al margen del partido, al margen de la « teoría » o de la « escuela », propietarios y dominados al mismo tiempo, al calor de un « cultivo de invernadero para plantas excepcionales », como decía Adorno, que tenía una dichosa confianza en sus capacidades reflexivas, nuestra desesperanza activa permanece sin embargo desesperadamente privada de potencia.
Y si el primer paso consistiera por tanto en admitir nuestra impotencia…
La verdadera potencia, si leemos a Adorno, desde la Dialéctica de la razón hasta la Dialéctica negativa, es aquélla que reconoce la necesidad de su impotencia. No reconocerla, es recaer en la dominación con la cual las Luces quieren romper, es acostarse con el vampiro. Entonces sí, estamos dispuestos a « mancillar el esplendor de [nuestra] interioridad » (como dice Hegel) al contacto de cualquier comunidad social, pero es imprescindible que esta potencia reencontrada al contacto con la sustancia humana inestable se retire enseguida, atemorizada por su propia potencia, por sus sueños de esplendor.
Cuando Marx, censurado en Alemania, se traslada a París, es en busca de un imperativo ontológico — más fuerte que el imperativo categórico kantiano. ¿Qué es lo que legitima la activación del concepto de justicia? ¿Por qué debería ser de manera diferente a como es? ¿En nombre de qué injusticia? ¿De qué alienación? ¿Qué es lo que no funciona con el trabajo, con el hecho de trabajar tal y como trabajamos? La alienación, que señala simplemente la idea de una dependencia del hombre de su medio y de sus afectos, produce la división trabajo/capital más que lo contrario. Hay ahí algo decisivo, antropológico, ontológico. La impotencia que deriva de nuestra alienación fundamental, del género y ser humanos. Si Marx está lleno de esperanza contradictoria en 1844, una pizca naturalista o historicista, Adorno, más de un siglo más tarde y después de la guerra, es más escéptico: « Man is the idea of dehumanization». Ok, pero hoy, ¿eso cómo se formula?
Digamos que el problema actual puede formularse al menos de cinco maneras. Bajo su forma más superficial, es el problema de la miseria comunicante del tiempo: mientras estén en la oposición, los políticos nos colman de « yes, we can, yes, we can » y desde que están en el poder se complacen con el « we can una mierda». Este yoyó del regodeo impotente es la miseria de nuestras democracias comunicantes, como hemos visto a propósito del voto de los extranjeros.
Como no obstante la comunicación no inventa nada, ni el mal ni la impotencia, nuestro problema adopta al menos una segunda forma, mucho más real esta vez, aunque igualmente conocida. Esta segunda forma es la que surgió tras los desastres sucesivos de los comunismos y socialismos llamados reales, pero también del desastre de las políticas social-demócratas que siguieron a las mismas. Se expresa por una explosión, tal vez sin precedentes en la historia política moderna, del sentimiento de la impotencia: impotencia cruel de los comunistas y de las revoluciones por un lado (¿nos habremos cargado este hermoso mundo en balde?), impotencia afligida o hipócrita de los social-demócratas, de los republicanos y de los reformistas, por otro lado. A donde quiera que miremos hoy todo parece triste. Nuestros abuelos parecían tener la elección entre al menos tres vías pero no nos legaron sino un atolladero y dos callejones sin salida.
Para no abandonarse a tanta tristeza, podríamos caracterizar esta segunda forma de manera un poco más precisa y más técnica. Así pues, tercera forma del problema: ¿acaso no asistimos desde la caída del Muro de Berlín al final de lo que J. G. A. Pocock denominaba el « momento maquiavélico » ? El momento maquiavélico es ese momento histórico en el que surge un pensamiento republicano que pretende retomar el control en los asuntos públicos: primero en la Italia del siglo XVI, en torno a las figuras de Maquiavelo y Guichardin, después en la Inglaterra del siglo XVII en torno a la figura de Harrington, y luego en la Francia de las Luces y en los nacientes Estados Unidos.
Y es un momento que se constituye esencialmente en torno a tres ejes: primero el eje virtud/fortuna, es decir la idea de que un pueblo y un príncipe virtuoso, en el sentido de enérgico y con talento, pueden cambiar el orden de las cosas y no están sometidos a los dictados de la providencia divina o del dinero; luego, en torno a un claro rechazo de todo pensamiento utópico o idealista — hacer política ya no es soñar, es buscar en serio los medios de su política: potencia de lo real contra impotencia del ideal; en fin, en torno a una apología de la división de la ciudad como garante de la libertad de todos (disenso irreductible entre el pueblo y las grandes figuras en su versión propiamente maquiavelo-republicana; lucha de clases en su versión marxista). Parece como si estos tres ejes estén hoy en vías de un completo hundimiento: el mercado mundial se ha convertido en una fortuna todavía más implacable que la providencia divina de los Antiguos, y toda idea de que pueda someterse a un alma o a un pueblo lo suficiente enérgico y « capaz de poder » parece hoy de lo más cómico; la utopía conoce desde hace años un sorprendente resurgimiento (o la «heterotopía » cuando se es snob y no se ha leído a Foucault, pues este último inventa este término para describir formas de organización social – conventos, misiones jesuitas… — que no tienen nada de particularmente deseable); toda forma de división seria o de lucha de clases parece que ha dejado hoy el lugar a una oposición acartonada entre una derecha descerebrada que se reclama de mayo del 68 para denunciarlo mejor y una izquierda trágicamente blairizada, clintonizada, schröderizada, sarkozyzada.
Esta hipótesis del fin del momento maquiavélico no es solamente un problema histórico y se apoya en un problema casi metafísico: el de nuestra relación con la providencia o la necesidad. Esta sería la cuarta forma de nuestro problema, la del fin posible de lo que podríamos nombrar como el « momento spinozista ». Spinoza se horrorizaba, en efecto, porque el pensamiento de la necesidad pudiera ser interpretado en términos de triste servidumbre y de fatalismo impotente. Por el contrario, para él, y de manera tan natural que no sintió jamás la necesidad de explicarse de verdad, comprender la necesidad en las cosas, de manera ética como política, era siempre y evidentemente un signo de potencia, de alegría, de liberación, de participación en el infinito todopoderoso de la Naturaleza. ¿Todavía somos capaces de articular espontáneamente necesidad y libertad, sistema e invención, es decir, de no percibir ninguna contradicción entre la constatación de nuestra impotencia y la afirmación de nuestras capacidad para liberarnos? No sé, no sé. A fuerza de ser cautivadoras, las actuales apologías de la alegría, es decir, de su justa potencia bien comprendida, acaban por darnos más bien ganas de estar tristes para siempre.
No podríamos sin embargo tomar este abandono a la tristeza como una simple complacencia. Porque aquí se expresa tanto una quinta formulación de nuestros problema, según la cual la impotencia no sería una deficiencia o un impedimento momentáneo de la vida del espíritu, sino su mismo centro. Para describir esta impotencia radical (a pensar, a escribir, a vivir, a amar) Artaud hablará, en su correspondencia con Rivière, de impoder. Podemos imaginar que inventa esta palabra tan rara (incluso fea) por al menos dos razones: primero, para designar justamente esta falla terrible que abre un precipicio en el corazón mismo del espíritu y que no se tiene que experimentar bajo la orden de una carencia, de una negatividad, de una defección de sus potencias y de las posibilidades como lo sugería el término simplemente negativo de impotencia, sino bajo la orden de una realidad tupida, inapropiable, incurable; y después para acordar, a pesar de todo, una inesperada positividad a esta negatividad pura — la idea de que allí se trata de una instancia de la cual solamente surge todo lo que vale aquí abajo: las obras, los amores, los esfuerzos no valdrían en tanto no constituyan un nuevo poder sino que no hacen sino comentar un impoder mucho más fundamental. Es un pensamiento al menos un poco más distinguido que el de un Thomas Mann disgustado porque el arte no sea una potencia, sino « apenas un consuelo ». Salvo que al levantar acta del mismo, veríamos a qué juego artero nos sometería el pensamiento político dominante de hoy. Este, al remontarse por lo menos a Benjamin Constant, nos lleva a creer que somos poderosos y libres individualmente pero radicalmente impotentes en el orden colectivo o político. Ahora bien, la verdad sería exactamente la inversa: políticamente siempre podemos cambiar todo, es solo en lo más profundo que experimentamos lo que es la verdadera impotencia metafísica, el impoder. ¿Pero quién sabe eso hoy?
¿Y si fueran los sirios?
Volvamos un poco atrás en el tiempo. En Siria, incluso los que se sentían comprometidos contra al-Asad padre habían terminado por callarse con Bachar. Después de algunos meses de una breve «primavera damasquina », cada sirio sabía por sí mismo que en Siria, de todas maneras, « nada se iba a mover». Todavía el mismo silencio apuntalado sobre una constatación de impotencia — dominaban el miedo, el hábito y la corrupción, pero también una pregunta sin respuesta: ¿a qué se parecería otra política? En una capital, Damasco, a donde llegaban los refugiados de los conflictos de la región, el statu quo aparecía como un mal menor. Luego se produjo un acontecimiento que precipitó al país en la revolución. El 18 de marzo de 2011, en Deraa, quince chiquillos escriben « Bachar lárgate » en la pared y son arrestados. En comisaría, los padres son maltratados y descubren las uñas arrancadas de sus hijos. En pocos días, la ciudad prácticamente se subleva. El diario Libération cuenta lo que pasa el mismo día en Damasco: « El predicador de la Gran Mezquita de los Omeyas se había emabarcado en uno de sus sermones tranquilizadores cuando un joven saltó al púlpito, le arrebató el micrófono y le lanzó: "¿Por qué hablarnos de eso en estas circunstancias? ¡Háblenos más bien de la situación política!” Inmediatamente, los mujabarats (la policía política) se precipitaron para arrestar al perturbador y arrastrarlo fuera del santuario. Inimaginable hacía algunas semanas, el incidente muestra que la muralla del miedo, tras la cual los sirios se habían encerrado durante décadas, comenzaba a desmorornarse.»
La represión suscita los llamamientos de intelectuales que hace tiempo que estaban silenciosos, videos a cara descubierta, meses de lucha pacífica. La contestación gana las zonas rurales, después las ciudades, a través de los campesinos exiliados en los suburbios. El « sistema Asad » agita el habitual trapo rojo « o yo o el caos », el enemigo extranjero, el espantajo jihadista, y bombardea. Se organiza una resistencia civil : coordinadoras locales (CCL), barrio a barrio, para organizar la supervivencia bajo el fuego. Kofi Annan, a cargo del dossier sirio, aboga por un aberrante compromiso con Rusia, China e incluso Irán. Negociaciones que, de golpe, se vuelven evidentemente inaceptables para la oposición siria. El Consejo Nacional Sirio se une a la « Coalición nacional de las fuerzas revolucionarias y de la oposición sirias ». Juntos en el plano internacional, oponen un « no » firme a toda negociación. Esta resistencia que extrae sus energías más profundas de la sociedad siria enlaza con una aspiración reformista rota diez años antes. Sin lirismo, el horizonte revolucionario es simplemente la promesa de una vida normal, asociada a la convicción de que el mantenimiento del régimen, es la muerte. Pero para esto, hará falta matar, y tal vez morir.
¿Y nosotros? ¿Somos todavía capaces de poner nuestras vidas en juego?
De ningún modo tenemos la idea de alimentar en Francia la esperanza de una guerra civil como en Siria, ni glorificar los tiempos de la conscripción, de las grandes matanzas en el campo de batalla y del coraje militar; sin embargo, hay algo que sería bueno examinar y que Grégoire Chamayou, en el excelente libro que acaba de publicar, la llama la « dronización » del mundo. Parece que no tiene nada que ver, pero « vale la pena el rodeo », como suele decirse. Chamayou parte de la constatación que el dron, objeto volador dirigido a distancia, equipado de cámaras y de misiles, se está convirtiendo en el arma de guerra por excelencia. De momento reservada en general a los ejércitos estadounidenses e israelí, está llamado a expanderse: el reciente Libro Blanco sobre la defensa francesa invita a sacar lecciones de la reciente intervención en Malí y de nuestra dependencia de los Estados Unidos para las misiones de vigilancia y de los « ataques selectivos » y a equipar con drones el ejército francés, lo que de momento se ha hecho a cuentagotas. Ahora bien, ¿qué significa el recurso al dron en eso que llamamos sin pestañear « la guerra contra el terrorismo » ? Significa que nuestros países rechazan arriesgar la vida de sus soldados, que golpean al enemigo desde hangares climatizados situados a miles de kilómetros de distancia del objetivo (de paso, parecería que el supuesto síndrome de estrés post-traumático que sufren sus operadores es un gran camelo; como mucho sienten algo parecido a la culpabilidad). Esto significa que nuestros Estados aceptan poner fin a la virtud guerrera por una supuesta eficacia que falta por probar (los drones se equivocan a menudo, matan civiles con regularidad y solo son precisos si se les compara con el bombardeo masivo. Cuando los Estados Unidos quieren hacer realmente un « ataque selectivo », envían comandos, como en el caso Bin Laden).
Chamayou ve dos consecuencias principales a esta "dronización". Una se refiere a la guerra propiamente dicha: el dron provoca una guerra sin lugar (despreciando todo derecho de la guerra, los drones pueden golpear en cualquier parte, incluyendo en los países con los que nosotros no estamos en guerra) y sin fin (y puede decirse que es cierto que tales guerras no pueden ganarse, pero tampoco perderse). Es la segunda consecuencia la que nos interesa aquí: una virtud de la guerra « a la antigua » es que, arriesgando la vida de los ciudadanos, se crean las condiciones de una posible oposición a la guerra. La guerra dronizada lo impide. La guerra con drones nos vuelve a la vez cobardes (no arriesgamos nada) e impotentes (al no arriesgar nada, el Estado duda menos a hacer la guerra, y los ciudadanos ven menos razones de resistirse a la misma). El dron no cambia solamente la guerra, cambia la relación con el Estado. Al reducir al mínimo estricto el compromiso humano en esta situación crítica del contrato entre el Estado y los ciudadanos que es la guerra, nos desposee de una herramienta de resistencia. Al mismo tiempo, contestar la dronización de la guerra (y la automatización por venir porque después de los drones, serán los robots, la única cuestión que queda por saber es si la decisión de tiro seguirá siendo el privilegio del ser humano o si será automatizada) implica preferir las « guerras de antaño », como diría Brassens, lo cual es insoportable. Estamos bastante acorralados. Es decir, que a la incitación a la cobardía que viene de arriba, nos apuntamos con mucho gusto. Salvo que resulta arriesgado acorralar a la gente.
Una cosa esencial que nuestros políticos tienden a olvidar: la cantinela de la impotencia le da la apariencia de un sentimiento personal, pero es una violencia. Una violencia sorda y progresiva que aprisiona e inmobiliza al individuo. Es como prisionero de su cuerpo. "Pies y puños atados por la fatalidad", rapeaba IAM en 1997 en Demain c’est loin. Con frecuencia la parálisis pretende ser anestesia: la violencia de la impotencia tiene por objetivo de volver al otro incapaz, incapacitarlo. Pero la anestesia rara vez es general. Y la impotencia se transforma en espera. La violencia exterior se convierte en tensión interior, almacenada, a la espera del momento oportuno. O cuando ya no haya más lugar y sea necesario desbordar el vaso. En Los condenados de la tierra Frantz Fanon observó esta tensión en los músculos crispados del colonizado: « Espera pacientemente que el colono rebaje su vigilancia para saltarle encima. En sus músculos, el colonizado siempre está a la espera. (...) La tensión muscular del colonizado se libera periódicamente en explosiones sanguinarias. »
¿Y a qué esperamos para sublevarnos? ¿Hace falta que la vida llegue a ser hasta tal punto indigna para que no tengamos ya más miedo de perderla? Porque hace falta decirlo, la vida de un parado, de un inmigrante sin papeles, no es la que se defiende y se protege. Está la vida por un lado y por el otro las supervivencias, las sub-vidas. Un umbral separa las dos. Es solo una vez que se pasa el umbral de la vida aceptable y digna que la revuelta se vuelve posible. Y todo se invierte: la verdadera vida pasa del lado de los rebeldes y la sub-vida del lado de las gentes saturadas de indignación impotente.
Nuestros cuerpos, tan transparentes a las tecnologías médicas, tan fetichizados, tan estilizados, contabilizan el menor gasto. Temen la muerte. Se proyectan contra las rejas y algunos escudos en Trocadero, bajo el pretexto vulgar de un título de campeón de fútbol, sin otra reivindicación que la de hacer la fiesta, y en seguida se escuchan gritos de escándalo. Allí donde habría que alegrarse, después de todo: alegrarse porque una manifestación espontánea pueda dar lugar a un inicio de relación de fuerzas, que un vuelco sobre la alfombra roja petrodolarizada sea todavía posible. Si eso no nos gusta, meditemos al menos sobre el hecho de que no habría hecho falta mucho, finalmente, para que pasara otra cosa.
¿Entonces qué?
En 1977, Foucault aconsejaba « trabajar por volver cada vez más irritables las epidermis y más rebeldes las sensibilidades, agudizar la intolerancia a los hechos del poder y a los hábitos que los ensordecen, hacerlos aparecer en lo que tienen de pequeño, de frágil, y en consecuencia de accesible ». En estas pocas palabras, se puede decir todo sobre lo que convendría hacer para continuar actuando en período de impotencia. En primer lugar, continuar trabajando, donde quiera que estemos, hagamos lo que hagamos, no hay otra vía: protestar contra la impotencia de los tiempos siempre será la pasión de quienes dejaron de trabajar. Pero luego trabajar sobre todo en la superficie, afinar su sensibilidad. En los períodos de potencia, se trata sobre todo de endurecerse y ponerse la armadura, porque sabemos esencialmente adónde vamos, y el único reto es el de no ceder ante el miedo del combate y de la muerte. Por el contrario, en períodos de impotencia, lo que está en juego es sobre todo no ceder a la ausencia total de sentido y de dirección; velar ante todo por no apagarse, por no perderse en esperas desproporcionadas que, lejos de galvanizar lo que sea, no hacen sino devolverlas a su impotencia. En fin, este trabajo de la sensibilidad no consiste en contentarse con pequeñas tareas, locales y frágiles, sino, por el contrario, en ver que es el conjunto de lo que combatimos o de aquello por lo que nos desconsolamos lo que es también pequeño, frágil y que basta una tontería para cambiar hacia otro régimen ahí mismo donde la víspera no veíamos ninguna salida.
En esta perspectiva, nos gustaría leer estas líneas de Foucault como un llamamiento a no salir del momento maquiavélico ni del momento spinozista, sino a traerlos a su verdad modesta y tenaz. En Maquiavelo, en efecto, la virtud de los grandes hombres políticos, como de los pueblos, consiste no solo en actuar y querer sino también en saber esperar la ocasión, el momento oportuno, el kairós, viviendo al acecho, con los ojos bien abiertos. En Spinoza, la potencia no es sólo afectar, transformar su entorno, sino sobre todo potencia de ser afectado, de ser modificado por su ambiente. En períodos de aguas bajas como el de hoy, es sin duda desde esta segunda forma de acción o de potencia que hay que comenzar y recomenzar una y otra vez: la espera paciente y vigilante de un claro, la sensibilidad por lo que pasa. Lo peor no es nunca la impotencia aparente o actual, sino habituarse a lo intolerable o dormirse en la contemplación desesperada de la ribera de las sirtes.
"Qué ha visto, quiénes son esas personas, Esas personas somos nosotros, dijo Cipriano Algor, Qué quiere decir, Que somos nosotros, yo, tú, Marcial, el Centro todo, probablemente el mundo" La Caverna, José Saramago
El pasado fin de semana el África de nuestras pesadillas irrumpió de forma brutal en el sueño del África que emerge como nueva frontera del capitalismo global. Estos últimos días ambas compartieron un mismo escenario, un centro comercial, que pasó de ser un mercado aséptico y seguro a ser un espacio donde puede desplegarse el horror. En África, como en otras partes, el centro comercial simboliza la vía de acceso social a esa modernidad que se inserta en el espacio global. Aunque los índices de pobreza se han reducido en los últimos años (no así los índices de desigualdad), en Kenia la inmensa mayoría de los keniatas no puede permitirse comprar en malls, como el Westgate en Nairobi, que en la última década se han venido implantando con fuerza en el país. La forma que tienen de satisfacer sus necesidades básicas continúa siendo en los mercados y pequeños comercios informales.
Existe la tendencia a denominar como "clases medias" a las elites cosmopolitas que compran habitualmente en estos centros comerciales, por la similitud con los patrones de consumo de las llamadas "clases medias" occidentales, que se desarrollaron en un marco bien diferente, el de un modelo fordista que ya no existe. Lo cierto es que de momento este segmento se sitúa en la cúspide de la pirámide social y no representa más del 15% de la población (unos 6,5 millones de personas), según datos del Banco Africano de Desarrollo. Para esta elite el consumo de bienes "de lujo", de marcas globales como las que llenan las estanterías del Westgate, constituye un elemento esencial a la hora de definir su identidad, ya que les permite situarse de una determinada manera en el nivel local y codearse con los ex colonizadores blancos que hoy se presentan como expatriados. Aquí resulta útil la conceptualización que hace el antropólogo Mark Allen Peterson en su libro "Connected in Cairo" para referirse a las clases pudientes de Egipto:
"En otras palabras, el cosmopolitismo se concibe aquí como un conjunto de prácticas por medio de las cuales las clases altas egipcias y aquellas con la aspiración de ascender socialmente se construyen a sí mismas como elites transnacionales, cuyo control desigual sobre los recursos políticos y económicos del país se justifica por su modernidad, que a su vez se revela por su cosmopolitismo: su educación occidental, su facilidad para moverse a través de las fronteras nacionales, su consumo de bienes transnacionales, y el despliegue general de determinados gustos en la música, la literatura, el cine, la moda, y las tecnologías que les distinguen de las masas.
Esta descripción es sin embargo engañosa, porque la reproducción de clase no se produce simplemente como consecuencia de fuerzas sociales fuera de su control. Se produce mediante la agencia de individuos y familias mientras luchan con el problema fundamental de cómo ser a la vez egipcio y moderno."
Un proceso identitario, una forma de gestionar las interconexiones entre lo global y lo local, que no puede ser sino ambivalente. Y que se ve alterada por otra muy diferente, salafista, que justamente busca abolir las referencias que embelesan a aquéllos. Cuando los islamistas somalíes de Harakat Al Shabaab Mujahideen deciden atacar un lujoso centro comercial en Nairobi -en la Somalia desgarrada por dos décadas de guerra no existe nada parecido- son plenamente conscientes de este aspecto y de su dimensión política. Según contó su portavoz militar el Jeque Abulaziz Abu Muscab a Al Jazeera, el centro comercial Westgate (que precisamente significa la puerta de Occidente):
"Es un lugar donde turistas de todo el mundo vienen a comprar, donde se reúnen los diplomáticos. Es un lugar donde los que toman decisiones en Kenia vienen a relajarse y a disfrutar. Westgate es un lugar donde hay tiendas estadounidenses y judías [N.T.: el propietario del centro es israelí]. De modo que tenemos que atacarles.
Sobre las muertes de civiles, Kenia debería preguntarse primero por qué bombardean a los civiles inocentes de Somalia en los campos de refugiados, por qué bombardean inocentes en las regiones de Gedo y Juba [Jubaland]. Eso es lo que deberían preguntarse primero."
En octubre de 2011 el gobierno de Kenia decidió, de manera unilateral, intervenir militarmente en Somalia para contrarrestar la expansión a su Provincia Nororiental -de mayoría somalí y donde se sitúa el campo de refugiados de Dadaab- del islamismo de Al Shabaab. Tras la independencia de Kenia, la Provincia Nororiental surgió como una entidad administrativa donde predominan las etnias somalíes y ha venido sufriendo una historia de empobrecimiento, represión y abandono administrativo, así como periódicas insurgencias. El pasado mes de septiembre las fuerzas keniatas tomaron el puerto de Kismayo, culminando una serie de avances en el área fronteriza del sur de Somalia conocida como Jubaland (región que había sido entregada en 1925 por los británicos a la Italia fascista, separándola de los territorios orientales de la actual Kenia). Desde entonces el gobierno de Kenia promueve, mediante la cooptación de líderes militares locales, la constitución de Jubaland como un territorio semi-autónomo que funcione como estado tapón. Un proceso que molesta tanto a Al Shabaab como al denominado Gobierno Federal de Somalia. No obstante, Al Shabaab sigue controlando aproximadamente una gran porción del territorio.
La cruenta toma y posterior asedio del centro comercial Westgate dejó al menos 61 civiles, 6 soldados y 5 asaltantes muertos. El impacto en Kenia de tan traumático episodio es incierto, especialmente en la Provincia Nororiental. Habrá quien plantee un conflicto entre la modernidad (quienes consumen como nosotros) y la barbarie (personificada en el Islam o en los somalíes, o en los africanos, según quién hable). Pero las cosas nunca son tan simples.
Uno de los "que toman decisiones en Kenia", posible cliente del Westgate, es el trajeado presidente Uhuru Kenyatta, quien utilizará este hecho para rehabilitar su imagen y reforzar su gobierno. Dentro del citado 15%, Kenyatta forma parte de un grupo aún más selecto, pues no en vano es uno de los hombres más ricos de África. Hijo del líder de la independencia, Jomo Kenyatta, también está apoyado por el establishment del antiguo dictador Daniel Arap Moi y por parte de la comunidad kikuyu, de la que procede. Pero la Corte Penal Internacional le acusa de crímenes contra la humanidad por su supuesta implicación en la violencia postelectoral de 2007-2008, cuando se habría servido de determinados miembros de la secta kikuyu Mungiki para atacar a los partidarios luo de Raila Odinga. Modernidad y barbarie no siempre son conceptos antagónicos. A veces comparten espacio en los anaqueles.
Cadena humana a la altura de El Perelló, Cataluña, a las 17:14. Fotografía: Oriol Casanovas
Cualquiera que viva en Cataluña o haya pasado este año por allí se habrá percatado de una evidencia: ya están fuera. Sí, sus instituciones todavía se enmarcan dentro del ordenamiento jurídico español, su economía está también intervenida y sometida a los dictados de la deuda y el Banco Central Europeo reina allí como acá. Pero una mayoría de los catalanes expresa todos los días, de muchas maneras, su hartazgo y ruptura con un régimen monárquico y parlamentario español que se resiste a transformarse o dar paso a algo nuevo. La multitudinaria cadena humana de la Diada de este año no ha hecho sino visibilizar hacia el exterior, de manera espectacular y en un alarde de organización, lo que quienes residen en Cataluña ya viven como realidad presente. Desborda todo intento de apropiación por un Govern con problemas de legitimidad social (retallades, corrupción). La reivindicación del "derecho a decidir", en principio absurda (se decide y punto), no tiene, pues, más sentido que el de, por un lado, formalizar una situación de hecho para negociar con el recalcitrante Estado español las condiciones del éxodo y, por otro, confrontar las diferentes opciones republicanas en el país. Dicho "derecho" tiene la suficiente ambigüedad como para encarnar algo menos que la independencia nacional (pacto fiscal), pero también algo más ("decidir todo", añadían quienes rodearon la sede de la Caixa).
Desde otras partes del Estado no falta quien critica la dimensión identitaria y emocional de las movilizaciones, despreciando el fortísimo deseo de comunidad que subyace a la misma. Constituye un error dar por sentado que el apoyo a la secesión supone la convalidación automática de la política neoliberal del gobierno catalán, que la justifica por una financiación autonómica injusta. La oposición a los recortes sociales es necesaria pero ya es hora de reconocer que la estrategia del mero rechazo es insuficiente. Simplemente, no funciona y desgasta. Si algo ha faltado ha sido pensar y trabajar una articulación positiva y afectiva de lo colectivo, post y transnacional, que permita a las personas sentirse algo más que individuos aislados, endeudados y representados. No me refiero a la formación de frentes populares electorales, sino a un éxodo destituyente y a la construcción autónoma de nuevas instituciones arraigadas en los diferentes territorios, una densificación de redes como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) o de estructuras como la asamblea nacional catalana. El proyecto nacional catalán -que al menos no está marcado por la herencia franquista como el españolista- ofrece esta comunidad y esta institucionalidad. Pero el problema de toda nación devenida Estado es que la subsunción de lo común en la unidad impide al mismo tiempo una comunidad de iguales y una institucionalidad plenamente democrática.
Tampoco tiene mucho sentido contraponer Europa. Es cierto que el espacio europeo es el único que permitiría superar el dominio del capital financiero y una transformación democrática real de nuestras sociedades. Pero el éxodo catalán también apunta hacia Europa (ya sea como Estado en la vigente Unión Europea o en otra Europas posible). Aquí nos encontramos ante la problemática federal, que no queda resuelta ni con la creación de un Estado independiente ni con la simple evocación de un espacio continental que muchos piensan que les queda grande. Resumiendo, muchos ven más factible politizarse o incidir en una cercana república catalana que no en complejos entramados institucionales con lejanas sedes en Madrid, Bruselas o Fráncfort. Esta percepción del espacio no la ha abolido internet ni unos movimientos que inevitablemente deben estar territorializados.
Los republicanos españoles no deberían ignorar ni despreciar la emergencia de una república catalana. Sería un punto crítico de ruptura para el régimen de la transición. De ahí las negociaciones entre bambalinas entre Gobierno y Govern. Si lo que queremos es más democracia, habría que colaborar para que dicha república sea de los comunes, no de los propietarios ni de una idea trascendente. Como la que deseamos también para el lugar desde donde pensamos y vivimos. Es así como se hermana.
La editorial argentina Mardulce recientemente publicó un libro titulado "Preservar y compartir: bienes comunes y movimientos sociales". Contiene una entrevista que Michael Hardt realizó al periodista uruguayo Raúl Zibechi en 2012 para la revista South Atlantic Quarterly , complementado con algunos artículos de ambos autores.
El libro no ha llegado todavía a Europa y no he podido hacerme con uno, así que no puedo hacer una reseña del mismo. Según parece, Zibechi trata sus habituales temas de interés: las innovaciones organizativas de los movimientos durante las últimas décadas, la continua renovación de las prácticas indígenas, el papel de los gobiernos progresistas y su relación con los movimientos, así como el significado de la actual crisis global. Para Zibechi los próximos años serán cruciales para los movimientos antisistémicos sudamericanos en sus intentos por reafirmar su papel en la política de la región.
Raúl Zibechi reflexiona sobre el propio concepto de movimiento y sus limitaciones: "tanto los que están de un lado, del otro, o de ninguno, están en movimiento. Hay una tendencia a la movilización social, y sobre todo a la movilidad social, que es distinto, a personas que empiezan a ocupar lugares distintos", decía en otra entrevista a propósito del libro. "En el fondo, cuando la sociedad está muy "movida" (movilizada, moviéndose) los Estados pasan a un segundo plano." Visto desde el deprimido sur de Europa, es justamente su crítica a los Estados sudamericanos con gobiernos denominados progresistas, la que resulta más provocativa e interesante. La base de su crítica es el extractivismo, que para Zibechi constituye otra forma de acumulación por desposesión. La paradoja es que al mismo tiempo este modelo permite llevar a cabo importantes políticas sociales (que a menudo se asemejan a las que promueve el Banco Mundial). "No encuentro un análisis que me convenza de las características de los gobiernos progresistas comparados con los conservadores. Estructuralmente son lo mismo. Se dice que unos combaten con más fuerza la pobreza, y sería muy discutible. Porque si no tuvieran un ciclo tan alto de los precios de las commodities seguramente no podrían hacer las políticas sociales que están haciendo. Entonces los gobiernos funcionan de una manera muy parecida en unos países y otros."Una afirmación muy matizable, pero lo cierto es que el modelo extractivo se apoya en la continua apropiación de los bienes comunes. De la entrevista extraigo estas citas del libro: "En la medida en que el extractivismo, la apropiación de bienes comunes para convertirlos en mercancía, continúe como eje central del modelo económico no habrá forma de evitar la paulatina marginación de amplios sectores de la población""No hay extractivismo sin una estrategia del Estado para mitigar la pobreza. No por afán de justicia o filantropía, sino para evitar la protesta que genera el aumento de la pobreza causada precisamente por el extractivismo". Contra lo que sostienen otros analistas, el modelo extractivo, que al fin y al cabo se asienta en la financiarización del mundo, termina "desempoderando" a las capas populares.
Un buen y sintético repaso de Zibechi por la geografía latinoamericana es el que ofreció la revista argentina MU hace algunos meses (clicar abajo para poder leer). Vale la pena echar un vistazo a sus impresiones sobre países como Ecuador, Bolivia, Argentina o Venezuela, que se alejan de la perspectiva con la que se mira desde Europa (más pendiente de las críticas que hacen las derechas de los gobiernos de izquierda que de lo que hacen éstos).
En cuanto al entrevistador, Michael Hardt, conocemos su preocupación por el concepto de común, en tanto opuesto a lo público (que él entiende en sentido estricto como aquello regulado y controlado por el Estado) y lo privado. En esta conferencia realizada en la época en que entrevistó a Zibechi, Michael Hardt desarrolla y aclara lo ya expuesto en Commonwealth con Toni Negri.
El común para Michael Hardt implica una crítica de la propiedad, en el
sentido de monopolio de la decisión y un medio para limitar el acceso
(ya sea por el capital o por el Estado). Michael Hardt encuentra
problemáticas otras concepciones de los bienes comunes que según él
parten de una noción precapitalista de lo común, que o bien se
organizaría de manera espontánea o bien se basaría en formaciones sociales
preexistentes con sus relaciones jerárquicas. Hardt entiende el común no tanto como un recurso (un bien común, como el agua) sino como un proyecto político, organizativo, que busca asegurar la
autogestión colectiva y el acceso de todos. Un elemento central es el modo democrático de decisión, que es lo que ha permitido difuminar las diferencias entre los enfoques que provienen de la ecología política (basados en la escasez) y los que se basan en el trabajo inmaterial (no escasez). En un momento Michael Hardt enlaza con Raúl Zibechi y comenta las experiencias latinoamericanas: cabría apreciar allí un doble combate, con lo público frente a lo privado (o la gestión neoliberal) y simultáneamente con lo común frente a lo público (por ejemplo, contra los proyectos neoextractivistas). A partir de ahí discute las diferentes nociones de "derecho" en referencia al común, el "derecho al bien común". Para Hardt, entre los resultados más productivos del reciente ciclo de protestas es que se haya propuesto "un nuevo principio, que pueda servir de base para un proceso constituyente en torno al derecho al común y en particular la relación de la noción del común con las estructuras políticas."
El joven cineasta egipcio Omar Robert Hamilton, a quien ya cité en este blog, se desahogó ayer con una amarga reflexión, tras la masacre del miércoles 14 de agosto y la actual escalada bajo el manto del antiterrorismo. La he traducido porque leyéndole creo que podemos entender mejor cómo los acontecimientos de Egipto nos conciernen a todos. Los enlaces son míos.
Todo era posible - Omar Robert Hamilton, sábado 17 de agosto de 2013
Me siento, demasiado tarde, solo y esforzándome por saber qué hacer. Por primera vez desde que el 29 de enero de 2011 tomé un avión hacia Egipto, me siento confundido.
Nos esperan peores días que los de hoy.
Pensamos que podíamos cambiar el mundo. Sabemos ahora que aquel sentimiento no era solo nuestro, que cada momento revolucionario fluye con el pulso de un destino manifiesto. Qué diferentes parecen las cosas hoy. No enterraré nuestras convicciones, pero ese sentimiento, ¿optimismo juvenil? ¿ingenuidad? ¿idealismo? ¿locura? está ahora verdadera e irrevocablemente muerto.
Lamento los muertos y desprecio a quienes los asesinaron. Lamento los muertos y desprecio a quienes les enviaron a sus muertes. Lamento los muertos y desprecio a quienes justifican su asesinato. ¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Qué es este lugar?
La revolución está muerta cuando decimos que está muerta. La revolución está muerta cuando ya no morimos por ella.
Es 12 de febrero de 2011. Hosni Mubarak ha caído. Por la mañana volaré a Estados Unidos para terminar un trabajo, antes de mudarme permanentemente a El Cairo para ayudar a construir un nuevo país. Me siento en el balcón de mi madre. Fumamos cigarrillos y bebemos té para ahuyentar el frío y poder hablar; acerca de lo que hemos visto y hecho, acerca de lo que haremos. Todo, en aquella noche, era posible. Nuestra conversación se mueve desde la grandiosidad de la revolución global a la reflexión práctica sobre los nombramientos de los nuevos ministros a las minucias de los requisitos de la escuela de cine que debería implantarse. Hablamos durante la noche. Tomé notas.
Tal vez sea este recuerdo el que más me duela.
Para cuando volví de Estados Unidos el ejército había limpiado dos acampadas, iniciado juicios sumarios masivos de civiles y asaltado a las mujeres que protestaban con tests de virginidad. La revolución ahora es más pequeña, pero seria, enfocada y bajo un ataque sostenido. El Estado no-fallido, el Estado profundo, el Estado clientelar; una vez al mes, cada mes, ataca. Limpia Tahrir en marzo, abril, agosto y diciembre. Ataca a los manifestantes frente a la Embajada israelí. Envuelve el centro de El Cairo en una niebla de noviembre con gases lacrimógenos fabricados en Pennsylvania. Lanza una lluvia de piedras y cócteles Molotov desde el tejado del edificio del gobierno. Sella las puertas del estadio de Port Said, convirtiéndolo en una trampa mortal. En cada ocasión muere gente luchando contra él.
Hubo momentos en que pudimos haber roto el dominio del ejército sobre el país. Pudimos haber permanecido en Tahrir después de la expulsión de Mubarak. Tahrir estaba al mando y todavía no había políticos que lo traicionaran. Pero nos fuimos. Cada uno dijo que volvería al día siguiente y entonces, de algún modo, no lo hicieron. La gente quería ducharse y dormir en sus propias camas. Entonces, brigadas espontáneas de limpieza se repartieron por toda la ciudad y hacia el mediodía todo se había vuelto agradable y ordenado.
En noviembre de 2011 y en enero de 2012 las calles repitieron los cantos pidiendo el fin del gobierno militar. Pero ahora era el turno del autoproclamado papel de los políticos de traducir la acción de la calle en ventajas políticas. Ahora el ejército tenía gente con quien hablar. Si todas las fuerzas que supuestamente se oponían a los militares – los revolucionarios, los liberales, la Hermandad y los salafistas – hubieran estado verdaderamente unidas, ¿dónde estaríamos hoy? Posiblemente muertos. Pero tal vez no. Tal vez hubiéramos estado más cerca de un Estado civil.
Nunca fue posible una alianza ideológica real. Pero una práctica, táctica, podría haber funcionado. Pero en lugar de trabajar juntos cada parte se reunió en reiteradas ocasiones con el ejército y llegó a acuerdos con él, situando a los generales de manera consistente en la posición táctica más fuerte. Todos tuvieron su parte de culpa. Los viejos y adinerados liberales que se presentaron a sí mismos como los aliados de la revolución vivían en un confort relativo, tenían relaciones históricas con el ejército y demonizaban de manera rutinaria a los Hermanos Musulmanes. El desprecio de los revolucionarios por la alta política implicó que se situasen en los hechos fuera de la ecuación. Los salafistas solo estaban interesados en un acuerdo que les diera más poder y sus ministerios más apreciados: salud y educación. Y los Hermanos Musulmanes, enamorados desde hacía tiempo de su habilidad para poner números en las calles, fueron arrogantes e hipócritas desde el principio - haciendo promesas electorales serias a los liberales, presionando a los estadounidenses en su favor y ofreciendo al ejército inmunidad y la supervisión de sí mismo.
Una vez en el poder, Mohamed Morsi rechazó enfrentarse al Ministerio del Interior. En su lugar, nombró a Ahmad Gamal al-Din quien, como jefe del Directorio de Seguridad de Asiut casi masacra la revolución ya en enero de 2011 y fue luego el jefe de la Seguridad General del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas en la época de Mohamed Mahmoud y las masacres ultras.
El principal enemigo del pueblo siempre fue el Estado policial: la policía y el ejército. Nunca llegaremos a ningún lado hasta que no estén desmantelados por completo. Hubo un momento en que esto pudo lograrse, cuando un estado civil pudo haberse construido. Pero Morsi y los Hermanos Musulmanes hubieran tenido que elegir el desafío de trabajar con las fuerzas dispersas y contenciosas de la izquierda y los liberales antes que tratar con la organizada certeza de los militares.
* * * *
Ahora escribo desde Sarajevo. Ayer me senté en el Museo en memoria de Srebrenica. Mientras los hombres saltaban del Puente 6 de Octubre en El Cairo para escapar del tiroteo que les cercaba por todos lados, el general Ratko Mladic miraba a la cámara, hablando a la historia:
Aquí estamos el 11 de julio de 1995, en la Srebrenica serbia, en vísperas de un día sagrado serbio. Entregamos esta ciudad a la nación serbia; en memoria del alzamiento contra los turcos. Ha llegado la hora de vengarnos de los musulmanes.
Vago solo por las calles. Cada edificio continúa marcado con las cicatrices de la guerra. Bebo en soledad en la gala de apertura del festival de cine al que asisto, pensando en una mujer que aparece en el vídeo del museo.
Si hubiera llorado, si hubiera gritado que no se lo llevaran. Si me hubiera aferrado a él. Si hubiera hecho algo. No sé. Quizás hoy sería capaz de vivir conmigo misma.
* * * *
Es 27 de junio de 2013. Estamos sentados en Estoril [N. del T.: restaurante de El Cairo], en una esquina de la mesa bajo la televisión. De los seis que somos, tres creen de verdad que las marchas del 30 de junio serán atacadas; que es el momento perfecto para que las redes del viejo Partido Nacional Democrático empujen al país hacia el caos, y fuercen al ejército a tomar de nuevo el control. Se habla de listas de objetivos para matar. Me gasto cientos de libras en lentes de protección que espero que mantengan los perdigones fuera de nuestros ojos. No quiero marchar ese día. Quiero que Morsi se vaya, pero las voces que estamos escuchando son todas de feloul [seguidores del régimen de Mubarak] y por internet circulan instrucciones que insisten en que no se cante contra el ejército o la policía. Pero todos mis amigos van a ir, así que ¿qué otra opción tengo? ¿Verles morir en televisión?
Lo interpretamos mal. La sangre que el ejército, el régimen, quería, no era la nuestra. No esta vez. ¿Será porque ahora somos irrelevantes? ¿O porque la reacción hubiera sido demasiado fuerte?
Y el 3 de julio, tal y como hicieron el 11 de febrero de 2011, el ejército orquestó un golpe. En febrero derrocaron a Mubarak para debilitar la presión pública y desmovilizar a la gente. Y funcionó. ¿Qué sucedió esta vez? ¿Forzó la presión de la calle al ejército para que actuara, o en cambio el ejército creó la presión de la calle por medio de Tamarrod para conseguir lo que querían?
* * * *
¿Podrán ganar alguna vez los que carecen de armas?
Un amigo iraní me aseguró una vez que lo que queremos es reforma, en vez de revolución. Que las revoluciones solo las ganan los más violentos.
Lo primero que leí cuando me desperté hoy fue Adam Shatz. Escribió:
Los revolucionarios egipcios confundieron su creencia en la revolución con la existencia de una revolución.
¿Pero qué otra cosa tenemos sino nuestras creencias? Ellas son las fundaciones de nuestras acciones, nuestras identidades. Y fue transformadora: la creencia en el otro que todos compartimos, por un momento. En una eternidad de decepción, de avaricia y de malicia aquel momento en que finalmente el ser humano valía algo, en el que tener una comunidad era preferible a estar solo con un libro, tenía un valor que jamás se perderá. No puedes subestimar la importancia que estos dos años y medio han tenido para la gente, cómo llegaron a sentirse con tanta fuerza y tan poco miedo. La existencia de una revolución no debería confundirse con la existencia de un liderazgo político y un proceso. La revolución está muerta cuando decimos que está muerta. La revolución está muerta cuando ya no morimos por ella.
Mi apartamento en El Cairo está en Bab al-Louq y cada vez que voy al supermercado veo la entrada en la que me escondí el 22 de noviembre de 2011, durante la primera batalla de la calle Mohamed Mahmoud. Huelo la nube de gas lacrimógeno que llena la calle, veo la puerta de cristal cerrada y en su reflejo los flashes de los disparos de la policía que se acercan cada vez más. Escucho el crac de un fusil recargándose, cada vez más y más ruidoso. Y escucho, con perfecta claridad, mis pensamientos.
Vuélvete. Cógelo por la espalda. Tal vez sobrevivas. Levántate y ponte derecho. Levántate. Te recordarán. Ahora es tu turno. El pueblo ha dado más. El pueblo ha dado sus ojos. Alaa está en la cárcel. Se enfrentaron con coraje. Con coraje. Levántate. Te recordarán.
No puedo levantarme ante la muerte hoy. Hoy soy un cobarde que solo puede escribir. Veo cómo la revolución está siendo arrastrada para ser ejecutada sobre una sepultura y no sé qué hacer. Pero sé que, antes de que sea demasiado tarde, nos aferraremos a ella, lucharemos por ella. Tenemos que hacerlo, o nunca podremos vivir con nosotros mismos.
Imagínense que las fuerzas de seguridad españolas, ejército y policía, con apoyo de civiles armados por el Estado, hubieran irrumpido a tiros para expulsar a los que en su día acamparon durante semanas en la Plaza del Sol. Que algunos de los acampados hubieran resistido con armas y barricadas. Más o menos eso es lo que sucedió el miércoles 14 de agosto en El Cairo, después de que el gobierno interino decretara el fin de las acampadas de Rabaa al Adauiya y la Plaza Al Nahda. Con más de 600 muertos confirmados (cifra que probablemente se queda corta), la masacre del miércoles puede equipararse a otras matanzas cometidas en plazas en tiempos de revolución: Tlatelolco (1968) y Tiananmen (1989). Aquellas supusieron un punto de inflexión definitivo tras el cual regímenes de partido único reafirmaron su dominio. En Egipto, sin embargo, puede dejar paso a episodios aún más cruentos. Esta masacre sucede a la cometida frente al cuartel de la guardia republicana y a la del 26-27 de julio en Rabaa (80 muertos). De hecho, la cifra de muertos y heridos ha ido en aumento con cada matanza. Esta vez, y en un solo día, el general Al Sisi y el ministro del Interior, ambos procedentes del anterior gobierno Morsi, habrían provocado prácticamente tantos muertos como Hosni Mubarak durante los 18 días que precedieron a su caída.
Algunos egipcios objetarán que la comparación apropiada con Sol es la festiva y secular Tahrir y no Raaba al Adauiya en Ciudad Nasr, donde al fin y al cabo se sitúa una mezquita. Sol y Tahrir (la de enero-febrero de 2011 y la de junio de 2013) simbolizarían el 99%; Rabaa, a una fracción partidista empeñada en resistir el resultado de la masiva movilización popular que culminó el pasado 30 de junio y que abrió el camino al golpe militar del 3 de julio. Pero la situación es más ambivalente. Por un lado, los partidarios de Mohamed Morsi, aún inferiores en número a los que aplaudieron su caída, también forman parte de las multitudes egipcias. Al mismo tiempo, los Hermanos Musulmanes constituyen el principal movimiento político organizado prerrevolucionario, némesis y espejo -ahora roto- del Ejército que constituye desde hace más de seis décadas la esencia del Estado egipcio. Es decir, tanto los Hermanos Musulmanes como el Ejército, cuyo matrimonio de conveniencia ha resultado ser un estrepitoso fracaso, forman parte de la vieja política egipcia.
En este sentido, denunciar al ejército golpista, además de redundante sirve de bien poco si nos negamos a ver cómo una parte no menor de la población que protestó en Tahrir aplaude o justifica una matanza como la del 14 de agosto. Buena parte de los vecinos de Ciudad Nasr no mostraron ningún signo de solidaridad, más bien todo lo contrario. El Frente de Salvación Nacional -con la notable excepción de Mohamed ElBaradei- o los autoproclamados líderes de Tamarrod (como Mahmud Badr) no han dudado en apoyar al gobierno. Badr incluso ha convocado a los egipcios a crear comités de vigilancia y a manifestarse hoy en Tahrir para "apoyar la revolución", es decir, el gobierno. ¿Cómo se ha podido llegar a semejante situación? ¿Por qué las multitudes egipcias no islamistas no salen a las calles para rechazar esta atrocidad? El estado de excepción no fue un impedimento en los últimos días de Mubarak.
Lo cierto es que la capitalización por el Ejército del rechazo de amplios sectores de la población hacia los Hermanos Musulmanes ha devuelto al primer plano el clásico enfrentamiento entre ambas instituciones por el poder del Estado. Ninguna de ellas está interesada en la radicalización democrática que constituye el motor de la revolución. Los Hermanos Musulmanes nunca tendieron puentes a otros grupos sino que
se atrincheraron en su sectarismo. Por su parte, desde los sectores liberales e izquierdistas tampoco se ha querido afrontar la cuestión identitaria que expresa el islamismo, pues al contrario que este último, aquéllos celebran la modernización occidental como factor irrenunciable de progreso, dejando de lado sus aristas más problemáticas, como la dimensión colonial de la que parte. Una disensión no exenta de desprecio clasista frente a los "borregos" del Egipto profundo.
El problema es que la apertura del horizonte político que lograron las
sucesivas insurrecciones egipcias no se ha visto acompañada por la
gestación y consolidación de una nueva narrativa democrática, un nuevo
sentido común que parta del "pan, libertad y justicia social", lema que
permitía superar las tradicionales dicotomías de la política egipcia:
liberales-seculares/islamistas, Ejército/Hermanos Musulmanes,
Nación/Islam, etc. En lugar de ello, hemos asistido a una fragmentación
de afinidades políticas que se afanan por diferenciarse las unas de las
otras y por situarse con respecto al enfrentamiento, cada vez más violento, entre el discurso nacionalista-antiterrorista que emana del Estado y el legitimismo que reivindican los agraviados seguidores de Morsi.
La creciente violencia y la confrontación armada no están haciendo sino acentuar las peores pasiones: la intolerancia, la desconfianza, el odio, la búsqueda de chivos expiatorios y de teorías conspiratorias. Lo que todavía hoy constituye una abigarrada colección de tendencias, posicionamientos e identidades que con frecuencia se superponen según las circunstancias pronto podría acabar reduciéndose al dualismo antidemocrático que desde hace un tiempo promueven los medios privados de comunicación. De confirmarse este lúgubre escenario, entonces sí que habrá que dar el pésame por la revolución.
Gráfico descriptivo de las diferentes tendencias políticas en Egipto, según la visión de los medios y la más compleja realidad, elaborado por Operation Egypt, bloguero egipcio.
Por su importancia, traduzco en su integridad la versión en inglés del discurso que pronunció el Coronel General Abdul Fatah Al-Sisi, ministro egipcio de defensa, el pasado miércoles 24 de julio de 2013. Esta intervención, en la que al mismo tiempo que justificó el golpe de Estado convocó a las masas, resultó determinante en los acontecimientos de los últimos días: las manifestaciones del viernes 26 de julio, la masacre de Rabaa y la autorización presidencial a los militares para que puedan procesar a civiles. En la madrugada del sábado unas 70 personas -partidarios del depuesto presidente Morsi- murieron en enfrentamientos con la policía, apoyada por civiles armados. El discurso de Al-Sisi es todo un ejercicio de retórica que me recuerda al del traidor Bruto en la obra de Julio César, de William Shakespeare ("Porque César me apreciaba, lo lloro; porque fue afortunado, lo celebro; como valiente, lo honro; pero por ambicioso, lo maté"). Es, también, un buen ejemplo de reacción hobbesiana ante la crisis profunda de legitimidad que ha provocado la revolución. La multitud (los egipcios de bien) se unifica en un único sujeto -"la nación egipcia"- que otorga un mandato al Estado para que la proteja del terrorismo. Sin el soberano solo cabe la guerra civil, pero esta es en realidad instigada por aquél para justificar su dominio.
Discurso del General Abdul Fatah Al-Sisi Viceprimer ministro, Comandante en Jefe, Ministro de defensa y de la Producción Militar Durante la Ceremonia de Graduación de la Academia Naval Alejandría – 24 de julio 2013
"Antes de comenzar, me gustaría que cada uno se levantara en respeto por todas las víctimas que cayeron y cada gota de sangre que se ha vertido recientemente. En nombre de las Fuerzas Armadas y de cada egipcio, permítanme extender mis más profundas condolencias a las familias de las víctimas, por cada pérdida de una madre o de un padre, por cada baja, por cada gota de sangre egipcia. Que Alá detenga toda esta sangría.
Hoy dirigiré un mensaje serio no solo a los cadetes y a las Fuerzas Armadas, sino a todos los egipcios. Cuando digo que el Ejército Egipcio es honorable, nacionalista y consistente, lo digo con todas sus letras y palabras. Permítanme que hable de manera muy abierta, desde que entregamos el poder a un gobierno civil elegido democráticamente el 30 de junio de 2012, hemos sido honestos, honorables e imparciales. No hemos conspirado ni traicionado; es más, hemos ofrecido genuinos consejos y asesoramiento. Les contaré los detalles que prueban que este ejército es grande, y sus miembros honestos y leales. No mentimos, engañamos ni difundimos rumores. No podemos hacer esto a nuestro pueblo. El pueblo egipcio no es nuestro enemigo. Somos un pueblo.
En tres ocasiones diferentes ofrecimos al ex presidente tres valoraciones estratégicas de la situación y las recomendaciones y desarrollos relevantes sobre cómo superar las crisis actuales. Esto está documentado. Lo hicimos por el bien de nuestro pueblo. Como parte de mi trabajo, he hablado con varios responsables políticos y religiosos. Siempre subrayé la idea del "Estado" y la "Nación", y que el presidente tenía que ser el presidente de todos los egipcios. Hemos proporcionado a todos las partes nuestros sinceros consejos. Una vez, el jeque EL-Howeini me preguntó en presencia de varios conocidos salafistas si debían presentar un candidato para la presidencia. Confió en mí, así que le respondí “No”, todavía no; ustedes necesitan más esfuerzo, conocimiento y cualificación, especialmente porque el próximo período será crítico. Me dio las gracias y se fue.
Recuerdo esta situación para destacar que a todas las partes les hemos dado nuestro asesoramiento. Proporcionamos análisis precisos, recomendaciones y soluciones. En marzo, dejé de dar más consejos a este respecto. Estábamos preocupados porque las corrientes religiosas considerasen que la oposición egipcia rechazaba la religión y que como resultado en Egipto se produjeran confrontaciones entre aquellos que creen que luchan por la religión y los que simplemente quieren que el país sea dirigido de manera diferente. Advertimos sobre estas confrontaciones hace cinco meses y previmos que estos enfrentamientos estallarían en el próximo período si no tomábamos las precauciones necesarias.
Me gustaría que ustedes se remitieran a cada palabra que dije desde el año pasado que asumí el cargo. En noviembre, solo cuatro o cinco meses después de que el ex presidente asumiera el cargo, las diferencias se hicieron más grandes. Esta brecha tuvo que ser cerrada, de otro modo, hubiera llevado a una separación aún mayor.
Presenté la situación al Presidente antes de lanzar la iniciativa. ¡Escuchen atentamente! Él lo alabó. Le dije que invitara a todas las fuerzas políticas a la Casa de la Defensa Aérea, y le aseguré que yo no sería parte de ese asunto; y que la única razón para este encuentro era crear la oportunidad para que todas las partes se reunieran, y empezar un proceso político que pudiera durar y contener las disputas. Al día siguiente al mediodía, después de enviar las invitaciones, mientras estaba hablando con el ex presidente para ver los preparativos del encuentro, me dijo que había que cancelarlo. Acepté. Porque no quería incomodarle, afirmé que la razón de la cancelación de este encuentro era que algunas fuerzas políticas rechazaron participar.
Más tarde, en la Academia Militar, mencioné que la seguridad nacional estaba potencialmente en peligro en el caso de que las disputas entre el Estado y los poderes políticos continuaran. Y que era crucial que estos asuntos fueran tratados, porque conllevarían graves consecuencias sobre la seguridad nacional de Egipto. En este momento, mis palabras atrajeron la atención de algunas personas que estaban especulando sobre las razones detrás de las palabras del general, y los riesgos que vio y sobre los cuales advirtió. Las prácticas presidenciales continuaron sin cambiar. Me gustaría contarles, especialmente a los cadetes que están frente a mí: no crean que engañé al ex presidente cuando le dije que el ejército egipcio es el ejército de todos los egipcios, y que el ejército egipcio no toma partido, y que solo actuaría bajo sus órdenes en virtud del poder que le ha otorgado el pueblo, y que nunca estaría bajo otras órdenes. Hablo en serio. Nunca le engañé cuando le aseguré que estaba a su lado y a su servicio, porque nuestra posición inflexible se origina en el respeto de valores patrióticos y religiosos.
Somos honestos en lo que se respecta a los asuntos nacionales pues nos gustaría rendir cuentas ante Dios en el día del Juicio. Siempre digo esto porque algún día seremos juzgados y nadie será capaz de engañar a Dios, porque Dios puede ver en lo más profundo de nosotros.
Me gustaría subrayar que todos los comunicados que he publicado, lo juro ante Dios, los mostré al presidente y le dije que tal comunicado sería publicado poco después, antes de que saliera. No estoy diciendo esto solo para que los egipcios estén orgullosos de su ejército, sino también en nombre de nuestros officiales, oficiales no comisionados y reclutas. Levántese hijo. Llénate de orgullo, porque somos personas temerosas de Dios.
Hace seis meses, le dije al presidente que tuviera cuidado; su proyecto no podría ser aplicado. Le pedí que terminara con este proyecto.
En solo siete meses, usted sobrepasó a sus oponentes, que han estado intentando dañar su reputación durante treinta años, mancillando su propia imagen. Las dimensiones del rechazo hacia la ideología que usted está introduciendo son mayores de lo que usted puede imaginar. Esto es lo que le dije al presidente durante nuestros encuentros informales y amistosos, nunca en discusiones o en público. Sin embargo, estaba intentando transmitir la realidad de la calle egipcia y de la opinión pública con el fin de despertarle y hacerle reaccionar antes de que fuera demasiado tarde. No engañé al presidente cuando dije en un comunicado, que todo el pueblo escuchó, que teníamos siete días como ultimátum antes del 30 de junio para poder encontrar una salida a la crisis. Siete días. Le dijimos eso, y así se lo dijimos a todos los egipcios también. Además, en varias reuniones, propusimos soluciones para encontrar una salida a la crisis. De hecho, el ultimátum de 48 horas no fue una sorpresa. No tomamos dicha acción ni movimos tanques en las calles cuando todo era normal. Emitimos un comunicado a través de los medios de comunicación. Leímos el comunicado al presidente antes de que lo hiciéramos por los medios. Le dijimos que todavía teníamos 48 horas para encontrar una salida a la crisis. Le dije que el orgullo político exige que cuando una mayoría del pueblo se rebela contra el presidente, debería abandonar el puesto, o debería intentar renovar la confianza mediante un referéndum con el fin de evitar la sedición. En este referéndum todos los egipcios votarían Sí o No. Tanto yo como otros delegados presentaron todas estas soluciones. Le envié tres delegados, no dos: el Primer Ministro, el ex Presidente del Consejo de la Shura y el Dr. Seleem Al Awaa para que contaran al ex presidente que una vía de salida de la crisis era posible y que él tomase la iniciativa anunciando un referéndum sobre su permanencia en el cargo.
Esto sucedió el 3 de julio. Claramente, su respuesta fue “No”. Así que, ¿qué debería haber pasado después de eso? ¿Qué hubiera sucedido si esos millones que tomaron las calles se hubieran sentido desesperados y frustrados y hubieran recurrido a la violencia? Entonces, los islamistas habrían empezado a responder. Así, los egipcios hubieran luchado los unos contra los otros. Esto es contra lo que advertimos en la Academia Militar cuando dijimos que la seguridad nacional egipcia estaba en juego y que podríamos deslizarnos hacia un túnel oscuro.
Nosotros lo advertimos hace siete meses. Hoy, lo digo a todos los egipcios porque durante las últimas semanas he escuchado muchos rumores. Actualmente estamos llevando a cabo muchas acciones. Las Fuerzas Armadas y la policía todavía se preocupan por todos los egipcios. Sin embargo, porque debo rendir cuentas ante los egipcios y las Fuerzas Armadas, y ante Allah, digo y repito que "estas Fuerzas Armadas están a su disposición."
He reiterado que este ejército solo se mueve por la voluntad de los egipcios. ¡¿Creen que la cita "los mejores soldados de la tierra" del profeta Mahoma (que la paz esté con él) carece de significado?! La relación entre los egipcios y su ejército es tan especial. No pueden ser separados. Cuando me enteré que civiles vistieron el uniforme militar y que muchos países están introduciendo armas en Egipto y se extiende rumores de que parte del ejército egipcio ha desertado, queda clara la conspiración. Así, aquí la conspiración es que en el próximo período se extenderán rumores de que el ejército egipcio se divide y los unos luchan contra los otros. Tengan cuidado. Juro ante Alá, "el ejército egipcio está tan unido como es uno". Esto se da por descontado. El ejército egipcio es una unidad, y semejante división nunca podrá suceder. Congregar a la gente, contarles que es una jihad para Alá, manipulando los hechos e ignorando la realidad es engañoso. Llamo a todas la partes a que reconsideren un momento. Les pido que consideren esto: es correcto decir, “o gobernamos o destruirmos la nación”. ¿Tiene esto algún sentido? ¿Tu ideología exige eso? ¿Estás dispuesto a destruir tu ejército si no se pone de tu parte? Esto nunca podrá suceder. Es un asunto extremadamente peligroso. Quiero expresar algo para que los egipcios, el ejército, la policía y los poderes políticos estén atentos, y para que Al-Azhar y la iglesia asuman sus responsabilidades. ¿Por qué? Porque no queremos esperar a que sea demasiado tarde. Puedo ver que alguien está tratando de conducir a este país a un peligroso precipicio. Cuando los egipcios se desparramaron por las calles en millones, el ejército cedió el paso a su voluntad. Por favor, nadie debería haber pensado por un segundo que la hoja de ruta que propusimos y los procedimientos que adoptamos puedan comprometerse. Decimos a todos los que vinieron a nosotros que estamos listos para elecciones que puedan ser supervisadas por cualquiera: las Naciones Unidas, la Unión Europea, y los estados miembros francófonos. Esperamos que las elecciones sean aprobadas por todo el mundo. Lo decimos porque si puedes asegurar una mayoría y tener la aprobación de la opinión pública, esto se reflejará en las próximas elecciones. Las próximas elecciones serán decisivas y si merecen esta posición, la mayoría estará con ustedes, y serán capaces de formar un gobierno, elegir el presidente y dirigir el país. Si los egipcios lo aceptan así, OK. No tenemos opción sin el consentimiento de los egipcios. No piensen en usar la violencia y el terrorismo. Déjenme detenerme en estos dos términos y contarles algo que realmente sucedió antes del discurso que di en el Cairo International Conference Center, le dije a dos de sus líderes [N. del T. de los Hermanos Musulmanes] que la situación era realmente peligrosa y que tenía que haber una reconciliación genuina con todas las instituciones del Estado. Pensé que el concepto del Estado no era lo suficientemente claro para ellos. Esto significa reconciliación con la Iglesia, con Al-Azhar, con la judicatura, con la policía, con los medios e incluso con la opinión pública egipcia. Alcanzamos un acuerdo sobre la reconciliación. Al día siguiente, estuve con el ex presidente durante dos horas desde las 11:00 a la 1:00 intentando contarle los puntos principales del discurso que podrían ayudar a conseguir estos objetivos, y él me aseguró que incluiría estos puntos en su discurso. Me fui al Cairo International Conference Center y me sorprendió que lo que dijo no fuera el discurso que habíamos acordado. Les digo que no soy un guardián del ex presidente. No, pero nosotros fuimos hombres sinceros, honestos y fieles que temen a Dios. Y aquel que teme a Dios nunca podrá ser derrotado, nunca podrá ser derrotado.
Fue un discurso totalmente diferente que alienó a todo el mundo. Todos lo escucharon. Lo que quiero contarles es que de la reunión de dos horas con dos de sus líderes, una hora fue dedicada a contarme que si ocurría un gran problema, se produciría mucha violencia porque tenían grupos armados, etc. Pensaron que me asustaría. ¡No! Esto nunca podrá suceder. Un país nunca puede ser gobernado de esa manera. Egipto nunca podrá ser gobernado de esa manera. Y les dije que sería un desastre si pensaban de ese modo. Se lo estuve diciendo durante 5 meses, nunca podrás tratar el puebloe gipcio o con ninguna otra nación usando la violencia. Se los dije a ustedes en mi último discurso, estamos en una encrucijada. Estoy hablando a todos los egipcios, cuando dije al ex presidente que millones de egipcios estaban en las calles el dijo “no”, “no, solo son cientos o tal vez miles" y cuando les enseñé las fotos aéreas tomadas por la fuerza aérea, le dije que eran muchos y que no podíamos ignorar la voluntad del pueblo de esa manera.
Me gustaría recordarles que el deseo del antiguo Consejo Superior de las Fuerzas Armadas [SCAF] durante su mandato era el de permitir a los egipcios tomar sus propias decisiones, y con ello quisieron decir que decidieron celebrar elecciones limpias y libreas para permitir que los egipcios, que salieron en masa el 28 de enero y recuperaron su voluntad, la mantuvieran, y nunca iré contra la voluntad del pueblo.
Es cierto que la Legitimidad deriva del pueblo por medio de la votación como medio y como mecanismo. Sería más fácil si hubiera mecanismos para resolver esta situación que no fuera la protesta del pueblo por millones. El pueblo otorga la legitimidad mediante el voto, pero pueden reconsiderarlo o incluso retirarlo. Cada vez que el pueblo hace eso, tenemos que respetarlo. Quiero asegurarles que hemos llegado a una encrucijada. Me gustaría contarle a los egipcios que hemos cumplido con sus expectativas y que respondemos a sus órdenes. Francamente, pido que todos los egipcios honestos se congreguen en las calles este viernes.
¿Por qué debería el pueblo reunirse en las calles? Para darme un mandato y una orden para enfrentarme a una potencial violencia y al terrorismo, y para enseñar al mundo su voluntad como ya hicieron antes. No he pedido nada de ustedes. Tampoco tengo el derecho de hacerlo, pero me gustaría que reafirmaran ante el mundo, como hicieron el 30 de junio y el 3 de julio, que ustedes tienen su propio libre albedrío y decisión, y para enseñarles que la voluntad y la decisión se toman aquí. Esto quiere decir que en estos casos de terrorismo o violencia, el ejército y la policía tendrán un mandato para confrontarlos. Por favor, asuman esta responsabilidad conmigo, su ejército, y la policía. Enseñen al mundo la determinación de los verdaderos egipcios mientras se enfrentan a los acontecimientos de ahora. No quiero decir que tengan que usar la violencia o el terrorismo, todo lo contrario, es un llamamiento para la reconciliación nacional, la justicia transicional y hoy habrá un encuentro en la presidencia con todas las corrientes políticas y religiosas para alcanzar un entendimiento real entre todos.
Sabemos cómo entendernos entre todos, pero necesitamos aprender cómo discutir y cómo reaccionar frente a los desacuerdos. El viernes será el día en que nos reuniremos con todos los egipcios. La policía y el ejército proporcionarán seguridad en las manifestaciones, no solo en El Cairo y en Alejandría, sino en todas las gobernaciones de todo el país.
Finalmente, me gustaría entregar un mensaje a todos los oficiales compañeros, a los oficiales no comisionados, y a los reclutas: ustedes son los mejores soldados de la tierra. Son honorables. Han tolerado mucho en nombre de nuestro pueblo y nuestra nación. Estén seguros de que Egipto seguirá siendo coherente. Agradezco a todas las Fuerzas Armadas y a los oficiales y personal de la policía por el papel que han desempeñado en tiempos recientes. Siempre hemos subrayado que el pueblo, el ejército y la policía, son una misma mano. Digo esto en el Club AL-Gala’a Club, en presencia de un ex ministro del interior y de oficiales de policía. No tenemos enemistad o susceptibilidad con nadie. Todos los egipcios son nuestros hermanos y hermanas, y deberían tratarnos del mismo modo.
Mohamed Morsi y la cúpula del ejército egipcio, con el Coronel General Abdul Fatah al Sisi a su derecha. Fotografía: Reuters.
"El pueblo es el gran desconocido" Omar Robert Hamilton, cineasta egipcio. 10 de julio de 2013, Mada Masr
Egipto lleva ya más de tres años de revolución, término que allí ha venido alejándose de su acepción restringida de insurrección para acercarse a otras más radicales. Las históricas manifestaciones del 30 de junio fueron aún más multitudinarias que las de finales de enero de 2011. Ninguna de las revueltas populares que se vienen sucediendo en los últimos años en diversas partes del mundo iguala lo que allí está sucediendo. Al exigir la destitución del presidente electo Mohamed Morsi, millones de egipcios rompieron en pedazos el guión de lo que debería ser una transición según los cánones de la ortodoxia política liberal: gobierno provisional, convocatoria de elecciones, reforma o nueva constitución, gobierno legitimado por las urnas y ungido por las instituciones financieras internacionales, progresiva desmovilización de las multitudes. La tragedia de Morsi, y la de los Hermanos Musulmanes, consiste en haber llegado demasiado tarde y haberse aferrado a la representatividad para llevar a cabo su programa identitario y conservador en un momento en que las multitudes insisten en que aquélla no es suficiente. En este sentido, podría decirse que ha dejado perder una oportunidad histórica.
Este contexto revolucionario, el continuado enfrentamiento popular contra la fachada visible del Estado (la columna vertebral del mismo continúa siendo el ejército), es la diferencia fundamental entre el golpe de estado "preventivo" de 11 de enero de 1992 en Argelia y golpe el realizado el 3 de julio de 2013 por los militares egipcios. A diferencia de Argelia, en Egipto el golpe se produjo además tras un año de gobierno de los islamistas. Esta es también la razón por la cual todavía es posible evitar el abismo.
Las protestas nunca remitieron del todo tras la caída de Hosni Mubarak, pero en los meses que precedieron al derrocamiento de Morsi Egipto vivió una de las mayores oleadas de huelgas (organizadas al margen de los sindicatos oficiales) y manifestaciones que ha conocido, con participación de un amplio espectro social.
Hay que tener en cuenta que muchas personas habían votado a Morsi como mal menor, para evitar que saliera elegido Ahmed Shafik, un hombre de Mubarak (Morsi obtuvo 13 millones de votos en la segunda vuelta, pero 5,7 millones en la primera). Aunque las motivaciones son plurales y varían según los grupos, en el rechazo al gobierno de los ikhwan (término empleado para referirse a los Hermanos Musulmanes) predominaron las mismos agravios que provocaron las movilizaciones contra Mubarak, que suelen resumirse en "pan, libertad y justicia social". Como dice el periodista y activista egipcio Hossam El-Hamalawy, el gobierno de Morsi "era todavía el régimen de Mubarak que había decidido dejar una parte del pastel a los islamistas. Los militares pensaron que los islamistas eran los que podían estabilizar las calles", mediante el apaciguamiento de los suyos y la represión de los demás. El periodista Wael Gamal habla de una "alianza entre las fuerzas del viejo Estado en Egipto - que incluye al ejército (...)- y varios empresarios, entre los cuales había hombres del antiguo régimen. (...) El gobierno de los Hermanos Musulmanes fue uno en el cual se produjo un golpe contra las demandas socioeconómicas de la Revolución del 25 de enero". El Proyecto de Investigación e Información del Medio Oriente (MERIP) lo sintetizó muy bien en un excelente editorial:
"ellos [los Hermanos Musulmanes] nunca intentaron desmantelar la policía de la era Mubarak, y en su lugar cerraron sórdidos acuerdos con el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas [SCAF, en inglés] y los diversos servicios secretos. Ni la libertad ni otras peticiones revolucionarias fueron abordadas - no hubo más pan que con Mubarak y desde luego no hubo más justicia social. De hecho, los Hermanos Musulmanes no tenían más ideas económicas que las que heredaron de los gabinetes neoliberales de Mubarak. Continuaron con el desmantelamiento del Estado del Bienestar de acuerdo con el Fondo Monetario Internacional y el capital global.
En el Parlamento, los Hermanos Musulmanes [N. del T.: por medio del Partido Libertad y Justicia] aniquilaron la legislación que podría haber introducido una fiscalidad más progresiva. Rechazaron un borrador de reforma laboral que hubiera garantizado el derecho a formar sindicatos independientes mediante elecciones libres en los lugares de trabajo. En su lugar, propusieron “regular” las huelgas y se alinearon con los empresarios en los paros laborales ilegales que persistieron tras la expulsión de Mubarak. (...) Los Hermanos Musulmanes obstaculizaron la demanda popular de “impago de la deuda” del Estado egipcio debido al carácter "odioso" de gran parte de la misma, es decir, que deriva de préstamos malversados para apuntalar el aparato represivo. El gobierno de Morsi ignoró una orden judicial que exigía la revocación de varias subastas de empresas públicas a precios vergonzosamente bajos y realizadas sin licitaciones verdaderamente competitivas. Retocaron el Plan "Cairo 2050” que, entre otras cosas, propone expulsar a los residentes pobres de zonas de alto potencial inmobiliario en la capital con el fin de dar paso a hoteles de cinco estrellas. Semejantes planes se encontraron con la oposición enérgica de las comunidades."
A lo que hay que añadir la apresurada aprobación de una constitución elaborada desde arriba y que fue refrendada por apenas una quinta parte de los egipcios. Esto no quiere decir que las relaciones entre ejército e ikhwan no fueran precarias, y de hecho determinados sectores del bloque de poder no dudaron en poner palos en las ruedas al gobierno de Morsi. Cuando en las últimas semanas quedó claro que los islamistas ya no podían controlar la situación, entonces el ejército y determinados sectores económicos asociados al mismo amenazaron con romper la alianza con Mohamed Morsi, en el caso de que las movilizaciones fueran de una gran magnitud. En realidad fueron aún mayores de lo esperado, pero en sí mismas las protestas no cogieron a los militares por sorpresa. Habían sido anunciadas desde abril con la impresionante campaña descentralizada online y sobre todo offline denominada Tamrud/Tamarrod ("rebelión"), que va mucho más allá de sus "portavoces" conocidos. Por ejemplo, el movimiento obrero egipcio se implicó de lleno. La pretensión de que algunos de los iniciadores de Tamarrod "representan" de algún modo a las multitudes equivale a decir que la asociación Democracia Real Ya representa al 15M. Que responsables del antiguo régimen se hayan apuntado de manera oportunista y puntual al carro de la insurrección popular -que no es lo mismo que decir que la hayan orquestado- da una idea tanto de su fuerza como de los riesgos inherentes a cualquier proceso de ruptura.
¿Y ahora qué? El ejército trata de recomponer la legitimidad del Estado egipcio concentrando todos los males en el breve gobierno de los Hermanos Musulmanes (no en sus políticas continuistas) y jugando la carta nacionalista. Ya antes del 30 de junio, escribe Ola Galal,
"la mayoría de los canales privados por satélite estuvieron subrayando la superioridad de la nación egipcia y su pueblo, la valorización del Estado y de sus instituciones -especialmente el ejército y la policía- y la demonización de un enemigo, los miembros de los Hermanos Musulmanes, que amenazaban al Estado nación."
Este nacionalismo va de la mano de dos amistades peligrosas. Por un lado, un discurso xenófobo, con sirios y palestinos en el papel de chivos expiatorios, por su asociación simbólica con el islamismo de los Hermanos Musulmanes (los rebeldes islamistas, en el caso sirio; Hamás, en el caso palestino), que vuelve a ser reprimido como antaño. Desde el 3 de julio, un centenar de personas ha muerto en enfrentamientos entre partidarios armados de Morsi y detractores, pero también a manos del ejército y policía. Muchas de las víctimas son simpatizantes del depuesto presidente, sobre todo tras la masacre cometida frente al cuartel de la guardia republicana el pasado 8 de julio. Por otro lado, un discurso antiterrorista, que en parte se mezcla con el anterior y con tendencia a expandirse. La combinación de ambos tiende a degradar a los simpatizantes de los Hermanos Musulmanes, cerrando la puerta a todo diálogo o negociación, por ser menos egipcios y terroristas, lo que a su vez abre la vía de una represión indiscriminada.
Es decir, las elites político-económicas intentan subsumir simbólicamente la revolución de 2011 en una versión tecnocrático-neoliberal de la "revolución" nasseriana "desde arriba" de 1952, depurada de veleidades panarabistas o tercermundistas. Por este motivo pretenden ampliar la representatividad. Así, el nuevo gobierno interino bajo la presidencia de Adly Mansour pretende ser una suma de identidades predefinidas, cada una con su ministerio: liberales, conservadores, socialdemócratas, sindicalistas, felul (burócratas de Mubarak - otra vez), coptos, tres mujeres para que no se diga... aunque finalmente ningún joven y ningún salafista (pese apoyar el golpe, Al Nour rechazó participar en el gobierno). Identidades que se subsumen en la superior identidad de la "milenaria nación egipcia". La continuidad del llamado Estado profundo queda de manifiesto en el hecho de que varios ministros del gobierno Morsi repiten cargo, y en particular el ministro de defensa Abdul Fatah Al Sisi y el de interior.
Sin embargo, la inmensa mayoría de los egipcios es la que expresó su descontento por la situación social y económica. Retomando a Wael Gamal, "las fuerzas sociales que representan estas demandas constituyen el sector más amplio que existe hoy. Son ellas a las que hay que reconocer el 25 de enero, lo que vino después, con el amplio movimiento de huelgas, y finalmente el 30 de junio." (...) "Hay, sin embargo, un problema de representación política de este sector. No tiene ningún peso en los acuerdos de transición que se están haciendo."
De este modo volvemos a las tensiones en torno a la identidad y la representación. Si los principales contendientes organizados defienden una legitimidad basada en aquéllas, el proceso revolucionario tiende por el contrario a la proliferación de las diferencias y a la irrepresentabilidad. Ambas cuestiones continúan, por medio de una guerra de números, en el centro de la batalla política entre los Hermanos Musulmanes y la heterogénea coalición de fuerzas que lo derrocó, especialmente el ejército. Los primeros esgrimen los millones de votos que obtuvieron en las elecciones presidenciales y legislativas. Los segundos, los millones de firmas recogidas por Tamarrod y los millones de manifestantes que concurrieron el 30 de junio, con cifras probablemente infladas pero en todo caso masivas y equivalentes a los sufragios recibidos por Morsi y el PLJ. Así se entiende la convocatoria realizada por el general Al Sisi, verdadero hombre fuerte del gobierno, para este viernes 26 de julio: "Insto a todos los egipcios honrados a salir a la calle el viernes para otorgarme un mandato para terminar con la violencia y el terrorismo". Caras conocidas de Tamarrod lo apoyan. Mientras, los Hermanos Musulmanes han respondido que millones de los suyos saldrán a las calles y se unirán a los que ya protagonizan sentadas en la plaza Nahda y otros lugares. Queda por ver si el llamamiento de Sisi es el inicio de una "guerra popular contra el terrorismo", que incluiría estrategias de la tensión y prácticas de guerra sucia basadas en la organización de milicias o comités de autodefensa o si simplemente es una táctica política para preservar la existencia de un gabinete dividido y frágil.
La intervención del ejército, garante armado de los acuerdos de Camp David con Israel y de un corrupto régimen cleptocrático sostenido mediante el endeudamiento externo (FMI, monarquías del Golfo Pérsico) tiene esta peligrosa ambivalencia. Su misión es evidentemente contrarrevolucionaria, en la más genuina tradición gatopardiana: cambiar todo para que lo esencial siga igual. Pero al mismo tiempo amplios sectores -no todos- de las multitudes egipcias no han tenido reparos en que intervenga para conseguir la remoción de dos presidentes -Hosni Mubarak y Mohamed Morsi- sin que por ello el país se haya vuelto "gobernable".
Son muchos los interrogantes que continúan abiertos en el convulso proceso egipcio. Algunos de ellos tienen mucho que ver con preguntas parecidas que se están planteando actualmente en otros países y regiones. Por ejemplo, la sempiterna discusión sobre la organización, entre el movimiento y el partido. No hay que olvidar que los Hermanos Musulmanes constituyen el movimiento político más antiguo y mejor organizado de Egipto, lo que facilitó su acceso al control del Estado mediante el PLJ, creado poco antes de las elecciones post-Mubarak. De poco le sirvió, toda vez que privilegió el compromiso con sus antiguos oponentes a cambio de dejar de lado el impulso del 25 de enero. ¿Hubiese sido distinto de haber ganado las elecciones una fuerza articulada de las izquierdas seculares? Difícil saberlo, pero podemos aventurar que podría haber conocido un destino similar de haber tratado de acomodar una determinada identidad política en las estructuras existentes, a costa del calor de la calle.
De momento, la revolución egipcia sigue abierta, tras haber pulverizado el viejo debate entre lealtades árabes, egipcias o islámicas, en medio de una crisis global de la gobernanza neoliberal. Aquí he apuntado algunos elementos para intentar comprender, pero reconozco que se me escapan muchos más, por no tener conocimientos de árabe. Las fuentes egipcias en las que me he basado son personas cosmopolitas que dominan el inglés y se insertan en una peculiar intersección entre lo global y lo local en esa ciudad global que es El Cairo. Para completar el cuadro habría que escarbar más, perderse en las callejuelas , en los cafés y en las mezquitas. Más allá de Tahrir.
"Release", escultura del artista sudafricano Marco Cianfanelli.
Hoy día 18 de julio Nelson Rolihlahla Mandela, Madiba, ahora moribundo, cumple 95 años. Desde 2009 la Organización de las Naciones Unidas celebra el Día Internacional Nelson Mandela; en Sudáfrica participan millones de jóvenes en las escuelas y en las iglesias. Se trata de una iniciativa de la fundación que lleva su nombre por la cual nos piden que nos comprometamos a dedicar 67 minutos al servicio de los demás en reconocimiento de "la contribución aportada por el ex Presidente de Sudáfrica a la cultura de la paz y la libertad" durante 67 años. A la pregunta, "¿qué puedo hacer en el día de Mandela?" la Fundación propone 67 ideas básicamente relacionadas con servicios comunitarios y actividades caritativas.
El problema es que tan loables propuestas no dan cuenta de lo que realmente encarna Mandela ni de aquello por lo que luchó, lo que permite que su figura sea apropiada por los buitres hipócritas que hoy se enfrentan a quienes continúan su legado de rebeldía.
¿Qué podríamos hacer, pues, en el día de Mandela? Podríamos intentar algunas de las acciones que le honran:
Organizar y colaborar en huelgas, sentadas y manifestaciones ilegales al margen de los sindicatos oficiales y la autoridad establecida.
Desobedecer las leyes injustas y discriminatorias, incluyendo las vigentes leyes de pases (las leyes de extranjería que exigen permisos de trabajo y residencia para los no ciudadanos) y sus derivaciones reglamentarias e institucionales.
Ayudar al considerado clandestino e irregular, organizarse con ellos.
Si es preciso, preparar sabotajes o bloquear los nodos de transporte, energía y telecomunicaciones.
Analizar la situación actual y adaptarse a las nuevas circunstancias, no repetir las mismas estrategias porque una vez fueron exitosas.
Asumir riesgos, sobre todo el de equivocarse.
Aprender y enseñar a los más jóvenes el significado de la resistencia.
Seguir la recomendación de la fundación Mandela: "Haz de cada día un día Mandela"