Se acabó el periodo de gracia para el movimiento del 15M. Si había tardado tanto fue gracias a la fuerza que llegó a adquirir. Pero los políticos que coquetearon con los ciudadanos antes de las elecciones, los medios de comunicación que repartieron carnets de indignados y algunos intelectuales de postín, ahora toman distancias abiertamente, cuando no hacen gala de una abierta hostilidad. Todos ellos insisten en que es el turno exclusivo de los partidos políticos, de los parlamentarios y munícipes electos. Al ciudadano le toca callar, dejar hacer, y recibir si protesta.
Sin embargo, ayer por la mañana, tanto el parlamento griego en Atenas como el parlamento catalán en Barcelona amanecieron rodeados de manifestantes dispuestos a impedir la entrada de unos representantes que en su mayoría se disponían a aprobar una estafa a la democracia con la excusa del ajuste presupuestario. En Grecia precipitaron la caída del gobierno Papandreu. "No nos representan", contraponen algunos. ¡Ni lo pretenden! El cerco al parlamento, como las acampadas, cuestiona la misma idea de representación en un momento en el que las protestas comienzan a radicalizarse, es decir, a centrarse en la raíz del problema político fundamental al que se enfrenta Europa: la expropiación financiera de lo común -políticos mediante- con la próxima aprobación del llamado pacto del euro. Desde el principio la crisis ha sido antes política que económica, de gobierno del capitalismo global. Pero sólo ahora en Europa esta crisis se manifiesta en su vertiente constitucional.
Este es el desafío que el conjunto de la clase política del Estado español -los herederos de una Transición hoy fuertemente cuestionada- no está dispuesto a tolerar. Para ello han sacado de la chistera un viejo espantajo: el de la "violencia". Desde el principio, las multitudes que se movilizaron fueron conscientes de esta trampa por lo que trataron de evitar caer en ella en todo momento, pese a las provocaciones policiales. Ayer se dieron cuenta de que de nada sirve, que cualquier incidente, cualquier roce, cualquier grito de desprecio, será magnificado por la lupa mediática (mientras se minimizan otras acciones) y tergiversado con los comentarios apropiados. Aunque sea obra de los infiltrados habituales. Todo es 'violencia' imputable a los violentados desde el mismo momento en que el rechazo se expresa fuera de los cauces establecidos, del mismo modo que en ciertas circunstancias todo es 'terrorismo', aunque haya terrores que no merezcan ser contabilizados. De hecho, el concepto de violencia se usa aquí de la misma manera que el de terrorismo, y hay quien, como Esperanza Aguirre, los emplean de manera indistinta.
La renovada Inquisición exige expiación y auto de fe: para que la protesta sea legítima, es necesario condenar la violencia y jurar respetar el sacrosanto principio de representación, que no es sinónimo de democracia. Es lo que reclaman numerosos periodistas, desde Ignacio Escolar a Vicente Partal, pasando por el editorialista de El País. El casus belli: las increpaciones al alcalde de Madrid Alberto Ruiz Gallardón la noche anterior. Enseguida salieron voces calificando de violentos y fascistas a quienes insultaban y perseguían al alcalde con caceroladas, clasificando a los "indignados" en "violentos" y "no violentos". Una maniobra para dividir y reventar el movimiento que cristalizó con la cobertura del cierre de la Ciutadella en Barcelona y la posterior demonización del intento de bloqueo del Parlament. Los diputados recibieron abucheos, escupitajos, "pintadas, empujones y el impacto de alguna piel de plátano", sí, pero en incidentes que fueron claramente menores. Ante la presión mediática, el mismo colectivo de Democracia Real Ya se vio obligado a emitir un comunicado condenando la violencia. Pero el carácter fascista no lo determina por sí solo el tipo de acción, sino la orientación política y ética de la misma, el modo en que se lleva a cabo. De ahí que dé bastante grima leer o escuchar a notorios ultraderechistas lanzar advertencias sobre el supuesto totalitarismo que subyace a la revuelta ciudadana.
Esto no es nuevo. En Argentina los medios de comunicación reaccionaron de modo similar cuando proliferaron los escraches como mecanismos de reprobación social. El escrache,
"según la definición convencional de sus creadores, H.I.J.O.S, es una acción cuyo fin apunta a poner en evidencia a los represores y lugares de tortura de la dictadura argentina de 1976-1983. A través del uso del arte visual, el teatro, el panfleto y acciones de escarnio público de tipo oral mediante la puesta en escena de múltiples recursos, HIJOS y más tarde otros grupos, instalarán el escrache como una práctica que apunta a mantener activo en el recuerdo colectivo la afrenta de la justicia impartida por el Estado, denunciando la presencia impune de los represores en libertad que conviven ocultos en el anonimato de la cotidianidad." (Diego Ortiz Vallejo)
Con posterioridad, el escrache "pasará a convertirse en una modalidad recurrente, efectuada por muy variopintos sectores de la sociedad", inmersa en el magma del "que se vayan todos". Obviamente, un escrache implica un cierto grado de violencia, como un corte de carreteras o el mismo hecho de ocupar un espacio público como las plazas. Por más que se rechace genéricamente "la violencia" no podemos obviar una reflexión propia -no impuesta- sobre la misma, y no sería bueno caer en la misma hipocresía que el Estado, que "condena" la violencia mientras pretende monopolizarla y aplicarla a conveniencia (se da la curiosa paradoja de que el gobierno español decidió apoyar a la rebelión libia, de manera interesada eso sí, por medio de las armas). La cuestión nunca ha sido, por tanto, violencia sí o no, sino qué tipo de violencia, cómo guardar la proporcionalidad y cómo evitar que la violencia afecte negativamente a las subjetividades de las propias multitudes. De ahí el rechazo, por ejemplo, al uso de las armas, al enfrentamiento directo con la policía (es esta última la que suele iniciar los enfrentamientos) y la preocupación porque un escrache no derive en simple linchamiento.
Desde la perspectiva del movimiento, la preocupación debería ser otra. La reivindicación popular de justicia, si se limita a los escraches o a los reclamos de procesos judiciales para los "culpables de la crisis", corre el riesgo de reflejar el mismo deseo de expiación moralizante y de retribución políticamente estéril. En ese sentido, la convocatoria del 19 de junio supone un salto hacia adelante en la crítica hacia las relaciones de poder político y económico y en la ineludible dimensión europea de la misma. No se trata simplemente de hacer escarnio público de este político o de aquel banquero. El escrache es a todo un sistema.
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