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2013/12/26 21:23:42.328000 GMT+1

El miedo a la revolución

"Ceci n'est pas une révolution". Esto no es una revolución, sentenció una parte de la izquierda europea en relación con el ciclo de revueltas que se inició en 2011 al sur del Mediterráneo. Podrán congregarse millones en las plazas, multiplicarse reclamos constituyentes, replicarse insurrecciones, caer gobiernos, ciudadanos corrientes podrán convertirse en milicianos, pero no podrá emplearse ese término mientras los derrotistas que se constituyeron en vanguardia de los derrotados, a la espera de ocupar el lugar que todavía hoy ocupa la socialdemocracia, no tengan el protagonismo que creen merecer y alcancen un gobierno. Frente al deseo de revolución, expresado en las calles, anteponen la revolución como un acontecimiento histórico idealizado. Pero después de dos años de debates y polémicas, podemos confirmar que lo último que quiere esta izquierda es precisamente una revolución.

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En Europa muchas voces pronto decretaron -pese a la simpatía inicial- que los movimientos que se produjeron en Túnez y Egipto no podían ser revolucionarios: o porque sus protagonistas eran considerados de clase media o porque no lograban cambiar las estructuras del Estado y del poder económico.

Tampoco otorgaron el certificado de idoneidad a quienes comenzaron a protestar en Bengasi, Libia (febrero de 2011) o en Daraa, Siria (marzo de 2011), por enfrentarse a gobiernos que solo en apariencia no eran aliados de Washington. Aquí la principal justificación, tanto en Europa como en América, fue un pensamiento geopolítico corto de miras que solo se activa en tanto que espejo del intervencionismo militar humanitario, principalmente de los Estados Unidos. Resultaba inconcebible que pudiera producirse una revolución en Estados que se proclamaban "revolucionarios" o "populares" (en Siria, hasta la reforma constitucional de 2012) y cuyos gobiernos, o sus padrinos, mantenían una retórica hostil (que no práctica) con los Estados Unidos o con Israel, por lo que cualquier insurrección tenía que formar parte de una conspiración necesariamente organizada y financiada desde el exterior, tal y como proclamaron tanto Gadafi como el propio Al Asad. La consecuencia de este razonamiento mecánico es la negación de la subjetividad y autonomía de las multitudes y la mera posibilidad de antagonismo bajo un régimen no pro-occidental.

El relato alternativo, el de un pueblo enfrentado a una dictadura cruel, con frecuencia sacrificó la complejidad de la situación para no ahuyentar a aquellos cuyo apoyo se reclamaba. Lo que se ganaba enfatizando la vulneración de los derechos humanos o la unidad del rechazo al régimen vigente -simplificación del mensaje, adhesión, acumulación de fuerzas- se perdía en el reconocimiento de la heterogeneidad intrínseca de las multitudes, de las diferentes líneas divisorias -ideológicas, sociales, etc- que a la postre han resultado determinantes. Pienso que esta complejidad no siempre se ha abordado claramente, lo que ha debilitado la respuesta a la narrativa geoestratégica. Entre los elementos más espinosos encontramos la violencia, la fractura identitaria y el apoyo que puede recibir el régimen político vigente por parte de un estimable sector de la población. Estos elementos destacan con especial intensidad en el caso sirio.

En Siria el factor más delicado fue el de la violencia, sobre la que cuesta reflexionar desde Europa. Ya en los inicios de la revuelta siria el gobierno justificó su represión extrema por algunos atentados cometidos contra las fuerzas de seguridad sirias por determinados grupos armados, esgrimiendo el lenguaje antiterrorista que nos es tan familiar. Cualquier oposición solo podía ser o terrorista o cómplice del terrorismo. El concepto del terrorismo está ya tan arraigado entre nosotros que la inmensa mayoría lo asume sin problemas, hasta el punto de que las posiciones más críticas a lo más que llegan es a aclarar que aquí los únicos terroristas son "los jihadistas" o "los de Al Qaeda", en referencia a los diversos islamismos suníes. El terrorismo es también el espantajo que los militares egipcios han sacado de la chistera.

Pero esta perspectiva niega la complejidad política de cualquier confrontación social y siempre termina por construir un enemigo deshumanizado. Lo que hay son diversas violencias, y por lo que se refiere a la violencia estrictamente física, diferentes usos con distinta intensidad, con una variedad métodos y de objetivos, con una mayor o menor crueldad.

Efectivamente, durante un tiempo los atentados fueron muy limitados y desde luego mucho menos relevantes que las multitudinarias manifestaciones de diversos pueblos y ciudades. La militarización de la rebelión no se produjo sino al cabo de varios meses de bombardeos sobre territorios urbanos, detenciones masivas y torturas llevadas a cabo por el gobierno de Al Asad. Obviamente, el hecho de elevar el grado de violencia de la respuesta a un Estado criminal tiene un riesgo importante. Para que sea eficiente, la lucha armada exige disciplina interna, la supresión del disenso, aterrorizar al enemigo y a sus bases de apoyo (con armas de por medio, la expresión "que el miedo cambie de bando" puede adquirir siniestras tonalidades). Las carencias de la oposición en este terreno se debe a la propia dinámica revolucionaria, que fragmenta y multiplica los centros de decisión, en ocasiones con carácter sectario. La militarización puede transformar negativamente a quienes se meten en ese camino, convertir a víctimas en verdugos (antes que en sujetos) y socavar aquello por lo que se lucha, esto es, la democracia. En fin, la violencia visible alejó también a movimientos del exterior sensibles con la "primavera" árabe, como el 15M, y ocultó las experiencias de la resistencia popular no violenta.

En relación con lo anterior, cabe destacar la aún más problemática cuestión identitaria, que en Siria se agudizó con la proliferación de grupos insurgentes islamistas suníes, cuya agenda parece contraponerse a la noción misma de revolución tal y como la entendemos desde la Modernidad. La deficiente comprensión de los mismos es un problema que venimos arrastrando desde la guerra -inconclusa- de Iraq, debido al peso desproporcionado del análisis "antiterrorista" (sucesor de la sovietología de la época de la guerra fría). Las fundadas críticas que cabe hacer con respecto a las posiciones ideológicas, el sectarismo y las prácticas de ciertos grupos islamistas cedieron ante un planteamiento en el que toda expresión islámica -que hoy no puede entenderse sin referirse al pasado colonial- acaba por ser sospechosa o asimilada al terrorismo. Los prejuicios, cuando no directamente la islamofobia, sustituyen con frecuencia al análisis político. Es cierto que el nacionalismo del Estado sirio mantuvo a raya el sectarismo confesional y que existía una gran igualdad en la falta de libertad, pero no es correcto describirlo como laico. Cabe recordar que tanto la constitución siria de 2012 como la anterior establecen que el presidente tiene que ser musulmán y que la jurisprudencia islámica es la principal fuente de legislación, civil al menos. Al Asad no dudó desde el principio en atizar y manipular los miedos de la comunidad alauí (su base política y militar), de cristianos, drusos, etc. En fin, la importancia de los grupos islamistas armados fue aumentando con el transcurso de la guerra, por la recepción de dinero y armas de Arabia Saudí y de Qatar, por la mayor experiencia de algunos insurgentes suníes curtidos en Iraq y, como sucediera en aquel país, por la falta de una solidaridad internacional equivalente con las fuerzas no islamistas

En cuanto a los apoyos sociales con los que cuenta el régimen de Bachar Al Asad, no cabe duda de que los tiene, si bien está lejos de la mayoría que vende la propaganda. Además de su círculo más estrecho, la comunidad alauita, sobrerrepresentada en las fuerzas de seguridad, suele citarse el apoyo de miembros de otras minorías por los miedos -fundados, todo hay que decirlo- al conflicto sectario, a la guerra y al ajuste de cuentas (es decir, el espectro iraquí). Importantes sectores de la burguesía urbana suní también han recelado del desorden, la inseguridad y lo que contemplaron como una revuelta del lumpen de los pueblos rurales y de los suburbios donde se concentran sus migrantes, un factor de clase que nuestra izquierda ha ignorado o despreciado. Por otro lado, otros ciudadanos se ven menos afectados por los abusos del Estado que por los de los grupos armados, o se aferran a los servicios que todavía presta. Las motivaciones varían, en parte en función de los derroteros de la guerra. Lo que resulta políticamente difícil de admitir es que se esgrima estos apoyos como excusa para legitimar el régimen y negar la realidad de la rebelión popular. 

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Siria simboliza el peor escenario posible, uno en el que todos los factores expuestos más arriba contribuyen a la prolongación de una destrucción y un desgaste que de momento parecen cerrar todas las salidas y acabar con todas las conquistas positivas. Sí, todo ello puede llegar a producirse en cualquier otro proceso radical de transformación, antagonista y conflictivo. Pero no tiene por qué producirse necesariamente, ni de la misma manera. Que abajo se recurra a la violencia y cómo, suele depender de la intensidad de la violencia y del terror que se recibe desde arriba, que puede llegar a desarticular cualquier intento de estrategia pacífica. La deslegitimación del poder establecido, el incremento de la violencia y del desorden suelen conducir a una lucha por reconfigurar nuevas/viejas identidades y a un enfrentamiento entre diferentes opciones ideológicas. Los aparatos de poder pueden llevar a cabo una estrategia más sofisticada de represión y cooptación, como en Egipto. Sea como fuere, la imagen armónica del pueblo revolucionario unido en progresión ascendente es una ilusión más propia de la propaganda soviética o maoísta, que poco tiene que ver con la experiencia histórica.

La izquierda europea, sin embargo, ha mostrado por lo general una escasa -o nula- voluntad de reflexión sobre el hecho insurreccional, especialmente sobre los elementos citados. Lo cual se traduce en muy poca fraternidad internacionalista y dice mucho acerca de su incapacidad para afrontar un proceso social desordenado de cambio en el que intervenga una multiplicidad de sujetos autónomos (y agentes externos), máxime si el establishment llega a resistirse fieramente al mismo con extrema violencia y si la oposición al mismo incluye grupos con propuestas nada democráticas.

El problema es que lo que se teme es la misma revolución, esto es, embarcarse en lo que se considera un caos incontrolable. Incontrolable, claro está, por quienes se creen llamados a dirigir. Empleo aquí la definición de revolución que hace Emmanuel Rodríguez en Hipótesis Democracia (Traficantes de sueños, 2013), un "proceso que lleva a una parte sustancial del cuerpo social a deponer las elites políticas y económicas que detentan el gobierno efectivo, produciendo una modificación completa de los principales ordenamientos institucionales". Una definición que se acerca y puede confundirse con la de proceso constituyente. Este proceso de transformación, que afecta también a las subjetividades, ya entraña en sí cierta violencia, pero esto no quiere decir que implique derramamiento de sangre o terror.

Esta dinámica, cuando se desencadena nunca se reduce a un acto único y catártico, ni es lineal. No puede partir de sujetos y resultados predefinidos de antemano y desde fuera porque es el propio conflicto y la manera en que se desarrolle el que producirá los sujetos y las nuevas relaciones sociales. Lo que provoca inquietud es que este proceso está forzosamente cargado de incertidumbres, bifurcaciones, efectos y consecuencias imprevisibles en el largo plazo, y algunas de ellas pueden ser negativas. No hay garantía de que las relaciones políticas, económicas y sociales resultantes sean más justas. Pueden llegar a serlo en algunos ámbitos y no en otros. El rechazo al cambio puede conducir -de manera provisional o más duradera- a una involución, como vemos en el Egipto de estos días oscuros. Porque imprevisibles son las interacciones que se dan entre una heterogeneidad de protagonistas, internos y externos (¿en qué revolución las potencias del momento no han intervenido e intentado encauzar la situación a su favor?).

Los cambios posibles y deseables exigen un pensamiento político, un razonamiento estratégico, y arriesgarse a cometer errores haciendo. Lo que no quiere reconocer nuestra izquierda de orden es que hace tiempo que renunció a la revolución, al análisis de la realidad concreta desde abajo, a la autogestión y a la autonomía con respecto a la razón de Estado. Una opción respetable, pero que igualmente exige respeto para quienes asumieron el caos, poniendo en juego sus propias vidas, frente a la servidumbre.


Escrito por: Samuel.2013/12/26 21:23:42.328000 GMT+1
Etiquetas: protestas europa españa mediterráneo represión siria miedo izquierda revolución islamismo egipto violencia | Permalink | Comentarios (1) | Referencias (0)

Comentarios

Una reflexión muy valiosa. Yo reconozco algunos de esos reflejos en gente abiertamente izquierdista que conozco. Entre los de la generación de mis padres (que ahora andan sobre los 60) persiste ese antiamericanismo automático que lleva a que se sospeche de una mano negra en cualquier insurrección popular contra un gobierno con intereses enfrentados a los de Estados Unidos. A veces incluso se persiste increiblemente en identificar a Rusia como continuación de la Unión Soviética, como una especie de contrapoder que apoya a las democracias populares del mundo (sic)
Reconozco también el viejo esquematismo de pretender unos resultados previsibles de antemano, con agentes bien distinguibles desde un comienzo, en cualquier revuelta que se produzca, y por tanto, baja tolerancia a que "este proceso" esté " cargado de incertidumbres, bifurcaciones, efectos y consecuencias imprevisibles en el largo plazo".
Por último, encuentro también muy reconfortante que piques la cresta de esa mal llamada izquierda de herencia jacobina y autoritaria, que sigue teniendo serios problemas para entender el papel que juega la identidad en cualquier proceso de emancipación: el de un elemento de vertebración social y solidaridad comunitaria, estigmatizado por el estatalismo a machamartillo.
Y huelga decir que estoy perfectamente de acuerdo con ese brillante último párrafo "Lo que no quiere reconocer nuestra izquierda de orden es que hace tiempo que renunció a la revolución, al análisis de la realidad concreta desde abajo, a la autogestión y a la autonomía con respecto a la razón de Estado."

Escrito por: fransmestier.2013/12/30 08:58:45.470000 GMT+1
http://vestigis.wordpress.com

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