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En Europa muchas voces pronto decretaron -pese a la simpatía inicial- que los movimientos que se
produjeron en Túnez y Egipto no podían ser revolucionarios: o porque
sus protagonistas eran considerados de clase media o porque no lograban
cambiar las estructuras del Estado y del poder económico.
Tampoco
otorgaron el certificado de idoneidad a quienes comenzaron a protestar
en Bengasi, Libia (febrero de 2011) o en Daraa, Siria (marzo de 2011),
por enfrentarse a gobiernos que solo en apariencia no eran aliados de
Washington. Aquí la principal justificación, tanto en Europa como en América, fue un pensamiento geopolítico
corto de miras que solo se activa en tanto que espejo del
intervencionismo militar humanitario, principalmente de los Estados
Unidos. Resultaba inconcebible que pudiera producirse una revolución en
Estados que se proclamaban "revolucionarios" o "populares" (en Siria,
hasta la reforma constitucional de 2012) y cuyos gobiernos, o sus
padrinos, mantenían una retórica hostil (que no práctica)
con los Estados Unidos o con Israel, por lo que cualquier insurrección
tenía que formar parte de una conspiración necesariamente organizada y
financiada desde el exterior, tal y como proclamaron tanto Gadafi como
el propio Al Asad. La consecuencia de este razonamiento mecánico es la negación de la subjetividad y autonomía de las multitudes y la mera posibilidad de antagonismo bajo un régimen no pro-occidental.
El relato alternativo, el de un pueblo
enfrentado a una dictadura cruel, con frecuencia sacrificó la
complejidad de la situación para no ahuyentar a aquellos cuyo apoyo se
reclamaba. Lo que se ganaba enfatizando la vulneración de los derechos
humanos o la unidad del rechazo al régimen vigente -simplificación del
mensaje, adhesión, acumulación de fuerzas- se perdía en el
reconocimiento de la heterogeneidad intrínseca de las multitudes, de las
diferentes líneas divisorias -ideológicas, sociales, etc- que a la
postre han resultado determinantes. Pienso que esta complejidad no
siempre se ha abordado claramente, lo que ha debilitado la respuesta a
la narrativa geoestratégica. Entre los elementos más espinosos
encontramos la violencia, la fractura identitaria y el apoyo que puede
recibir el régimen político vigente por parte de un estimable sector de
la población. Estos elementos destacan con especial intensidad en el
caso sirio.
En Siria el factor más delicado fue el de la violencia,
sobre la que cuesta reflexionar desde Europa. Ya en los inicios de la
revuelta siria el gobierno justificó su represión extrema por algunos
atentados cometidos contra las fuerzas de seguridad sirias por
determinados grupos armados, esgrimiendo el lenguaje antiterrorista que
nos es tan familiar. Cualquier oposición solo podía ser o terrorista o
cómplice del terrorismo. El concepto del terrorismo está ya tan
arraigado entre nosotros que la inmensa mayoría lo asume sin problemas,
hasta el punto de que las posiciones más críticas a lo más que llegan es
a aclarar que aquí los únicos terroristas son "los jihadistas" o "los
de Al Qaeda", en referencia a los diversos islamismos suníes. El
terrorismo es también el espantajo que los militares egipcios han sacado
de la chistera.
Pero esta perspectiva niega la complejidad
política de cualquier confrontación social y siempre termina por
construir un enemigo deshumanizado. Lo que hay son diversas violencias, y
por lo que se refiere a la violencia estrictamente física, diferentes usos con distinta intensidad, con una variedad métodos y de objetivos, con una mayor o menor crueldad.
Efectivamente,
durante un tiempo los atentados fueron muy limitados y desde luego
mucho menos relevantes que las multitudinarias manifestaciones de
diversos pueblos y ciudades. La militarización de la rebelión no se
produjo sino al cabo de varios meses de bombardeos sobre territorios
urbanos, detenciones masivas y torturas llevadas a cabo por el gobierno
de Al Asad. Obviamente, el hecho de elevar el grado de violencia de la
respuesta a un Estado criminal tiene un riesgo importante. Para que sea
eficiente, la lucha armada exige disciplina interna, la supresión del
disenso, aterrorizar al enemigo y a sus bases de apoyo (con armas de por
medio, la expresión "que el miedo cambie de bando" puede adquirir
siniestras tonalidades). Las carencias de la oposición en este terreno
se debe a la propia dinámica revolucionaria, que fragmenta y multiplica
los centros de decisión, en ocasiones con carácter sectario. La
militarización puede transformar negativamente a quienes se meten en ese
camino, convertir a víctimas en verdugos (antes que en sujetos) y
socavar aquello por lo que se lucha, esto es, la democracia. En fin, la
violencia visible alejó también a movimientos del exterior sensibles con la "primavera" árabe, como el 15M, y ocultó las experiencias de la resistencia popular no violenta.
En relación con lo anterior, cabe destacar la aún más problemática cuestión identitaria, que en Siria se agudizó con la proliferación de grupos insurgentes islamistas suníes, cuya agenda parece contraponerse a la noción misma de revolución tal y como la entendemos desde la Modernidad. La deficiente comprensión de los mismos es un problema que venimos arrastrando desde la guerra -inconclusa- de Iraq, debido al peso desproporcionado del análisis "antiterrorista" (sucesor de la sovietología de la época de la guerra fría). Las fundadas críticas que cabe hacer con respecto a las posiciones ideológicas, el sectarismo y las prácticas de ciertos grupos islamistas cedieron ante un planteamiento en el que toda expresión islámica -que hoy no puede entenderse sin referirse al pasado colonial- acaba por ser sospechosa o asimilada al terrorismo. Los prejuicios, cuando no directamente la islamofobia, sustituyen con frecuencia al análisis político. Es cierto que el nacionalismo del Estado sirio mantuvo a raya el sectarismo confesional y que existía una gran igualdad en la falta de libertad, pero no es correcto describirlo como laico. Cabe recordar que tanto la constitución siria de 2012 como la anterior establecen que el presidente tiene que ser musulmán y que la jurisprudencia islámica es la principal fuente de legislación, civil al menos. Al Asad no dudó desde el principio en atizar y manipular los miedos de la comunidad alauí (su base política y militar), de cristianos, drusos, etc. En fin, la importancia de los grupos islamistas armados fue aumentando con el transcurso de la guerra, por la recepción de dinero y armas de Arabia Saudí y de Qatar, por la mayor experiencia de algunos insurgentes suníes curtidos en Iraq y, como sucediera en aquel país, por la falta de una solidaridad internacional equivalente con las fuerzas no islamistas.
En cuanto a los apoyos sociales con los que cuenta el régimen de Bachar Al Asad, no cabe duda de que los tiene, si bien está lejos de la mayoría que vende la propaganda. Además de su círculo más estrecho, la comunidad alauita, sobrerrepresentada en las fuerzas de seguridad, suele citarse el apoyo de miembros de otras minorías por los miedos -fundados, todo hay que decirlo- al conflicto sectario, a la guerra y al ajuste de cuentas (es decir, el espectro iraquí). Importantes sectores de la burguesía urbana suní también han recelado del desorden, la inseguridad y lo que contemplaron como una revuelta del lumpen de los pueblos rurales y de los suburbios donde se concentran sus migrantes, un factor de clase que nuestra izquierda ha ignorado o despreciado. Por otro lado, otros ciudadanos se ven menos afectados por los abusos del Estado que por los de los grupos armados, o se aferran a los servicios que todavía presta. Las motivaciones varían, en parte en función de los derroteros de la guerra. Lo que resulta políticamente difícil de admitir es que se esgrima estos apoyos como excusa para legitimar el régimen y negar la realidad de la rebelión popular.
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Siria
simboliza el peor escenario posible, uno en el que todos los factores
expuestos más arriba contribuyen a la prolongación de una destrucción y
un desgaste que de momento parecen cerrar todas las salidas y acabar con
todas las conquistas positivas. Sí, todo ello puede llegar a producirse
en cualquier otro proceso radical de transformación, antagonista y
conflictivo. Pero no tiene por qué producirse necesariamente, ni
de la misma manera. Que abajo se recurra a la violencia y cómo, suele
depender de la intensidad de la violencia y del terror que se recibe
desde arriba, que puede llegar a desarticular cualquier intento de
estrategia pacífica. La deslegitimación del poder establecido, el
incremento de la violencia y del desorden suelen conducir a una lucha
por reconfigurar nuevas/viejas identidades y a un enfrentamiento entre
diferentes opciones ideológicas. Los aparatos de poder pueden llevar a
cabo una estrategia más sofisticada de represión y cooptación, como en
Egipto. Sea como fuere, la imagen armónica del pueblo revolucionario
unido en progresión ascendente es una ilusión más propia de la
propaganda soviética o maoísta, que poco tiene que ver con la
experiencia histórica.
La izquierda europea, sin embargo, ha
mostrado por lo general una escasa -o nula- voluntad de reflexión sobre
el hecho insurreccional, especialmente sobre los elementos citados. Lo
cual se traduce en muy poca fraternidad internacionalista y dice mucho
acerca de su incapacidad para afrontar un proceso social desordenado de
cambio en el que intervenga una multiplicidad de sujetos autónomos (y
agentes externos), máxime si el establishment llega a resistirse fieramente al mismo con extrema violencia y si la oposición al mismo incluye grupos con propuestas nada democráticas.
El problema es que lo que se teme es la misma revolución, esto es, embarcarse en lo que se considera un caos incontrolable.
Incontrolable, claro está, por quienes se creen llamados a dirigir.
Empleo aquí la definición de revolución que hace Emmanuel Rodríguez en Hipótesis Democracia (Traficantes de sueños, 2013), un "proceso
que lleva a una parte sustancial del cuerpo social a deponer las elites
políticas y económicas que detentan el gobierno efectivo, produciendo
una modificación completa de los principales ordenamientos
institucionales". Una definición que se acerca y puede confundirse con la de proceso constituyente.
Este proceso de transformación, que afecta también a las
subjetividades, ya entraña en sí cierta violencia, pero esto no quiere
decir que implique derramamiento de sangre o terror.
Esta dinámica,
cuando se desencadena nunca se reduce a un acto único y catártico, ni
es lineal. No puede partir de sujetos y resultados predefinidos de
antemano y desde fuera porque es el propio conflicto y la manera en que
se desarrolle el que producirá los sujetos y las nuevas relaciones
sociales. Lo que provoca inquietud es que este proceso está forzosamente
cargado de incertidumbres, bifurcaciones, efectos y consecuencias
imprevisibles en el largo plazo, y algunas de ellas pueden ser
negativas. No hay garantía de que las relaciones políticas, económicas y
sociales resultantes sean más justas. Pueden llegar a serlo en algunos
ámbitos y no en otros. El rechazo al cambio puede conducir -de manera
provisional o más duradera- a una involución, como vemos en el Egipto de
estos días oscuros. Porque imprevisibles son las interacciones que se
dan entre una heterogeneidad de protagonistas, internos y externos (¿en
qué revolución las potencias del momento no han intervenido e intentado
encauzar la situación a su favor?).
Los cambios posibles y
deseables exigen un pensamiento político, un razonamiento estratégico, y
arriesgarse a cometer errores haciendo. Lo que no quiere reconocer
nuestra izquierda de orden es que hace tiempo que renunció a la
revolución, al análisis de la realidad concreta desde abajo, a la
autogestión y a la autonomía con respecto a la razón de Estado. Una
opción respetable, pero que igualmente exige respeto para quienes
asumieron el caos, poniendo en juego sus propias vidas, frente a la
servidumbre.
Comentarios
Reconozco también el viejo esquematismo de pretender unos resultados previsibles de antemano, con agentes bien distinguibles desde un comienzo, en cualquier revuelta que se produzca, y por tanto, baja tolerancia a que "este proceso" esté " cargado de incertidumbres, bifurcaciones, efectos y consecuencias imprevisibles en el largo plazo".
Por último, encuentro también muy reconfortante que piques la cresta de esa mal llamada izquierda de herencia jacobina y autoritaria, que sigue teniendo serios problemas para entender el papel que juega la identidad en cualquier proceso de emancipación: el de un elemento de vertebración social y solidaridad comunitaria, estigmatizado por el estatalismo a machamartillo.
Y huelga decir que estoy perfectamente de acuerdo con ese brillante último párrafo "Lo que no quiere reconocer nuestra izquierda de orden es que hace tiempo que renunció a la revolución, al análisis de la realidad concreta desde abajo, a la autogestión y a la autonomía con respecto a la razón de Estado."
Escrito por: fransmestier.2013/12/30 08:58:45.470000 GMT+1
http://vestigis.wordpress.com