Si es imposible dejar de ser lo que uno es para convertirse en aquello que intenta comprender, siempre cabe hacer el esfuerzo de intentar apreciar otras realidades en sí mismas, y no asumiendo nuestra cultura (o, mejor, la cultura dominante en nuestro contexto) como medida de todas las cosas. Es decir, siendo consciente de las trampas eurocéntricas y de nuestros arraigados prejuicios. La cuestión es de actitud y de mirada. Y la del periodista Rafael Poch, que acaba de dejar su puesto de corresponsal de La Vanguardia en China, me parece bastante honesta. En los seis años que ha pasado en China, como antes en Rusia, ha tratado de explicar el mundo chino evitando, en la medida de lo posible, recurrir a los rígidos esquemas que contemplan ese país exclusivamente como una oportunidad económica o como una amenaza, económica y política. Sus artículos, junto con otras fuentes que compensan la infranqueable barrera lingüística, nos ayudan a componer un rompecabezas tan complicado como el del gigante asiático.
Su último artículo da fe de ello, en un año en que tanto se ha escrito sobre China. Dejo un extracto brillante, al que he añadido un enlace muy ilustrativo:
"El resurgir de China no está dando lugar al rearme de sus vecinos ni a coaliciones con potencias hegemónicas lejanas para contrarrestarlo. Aclarar este punto nos obliga a hacer una digresión comparativa entre el sistema de relaciones sinocéntrico de Asia Oriental, y el sistema europeo de los últimos quinientos años.
En el sistema europeo de relaciones, la emergencia de una nueva potencia venía seguida de la inmediata coalición o alianza de las otras para contrarrestarla. Eso le ocurrió a España, a Francia, Inglaterra, a Alemania y a todo aquel que levantaba cabeza en el continente. En Europa el poder era expansivo, imperial, agresivo y guerrero por definición. En los dos siglos que van desde 1615 hasta el fin de las guerras napoleónicas, los países europeos estuvieron en guerra una media de sesenta o setenta años por siglo, lo que significa una guerra prácticamente constante. En 1815 comenzó un siglo inusitado de paz, si nos abstraemos de enormidades como la guerra de Crimea, la expansión genocida anglosajona en los nuevos mundos europeos de América del Norte y Australia, y, sobre todo, si olvidamos lo que se incubó en aquel periodo: la industrialización de la guerra, que multiplicó la mortandad y crueldad bélicas en una escala sin precedentes, como demostraron las dos guerras mundiales europeas que arrancan en 1914 al concluir aquel pacifico interludio.
En el mismo periodo, en Asia Oriental en un contexto de valores confucionianos compartidos, hubo un sistema en el que la supremacía china fue más factor de paz que de guerra, con pocos conflictos entre naciones (dos guerras chino-japonesas iniciadas por Japón con motivo de Corea, breves guerras con participación china en Birmania y Vietnam, y poca cosa más), un sistema tributario chino que no perseguía la extracción de recursos de sus tributarios, y que no estaba muy interesada en el comercio de larga distancia que hizo imperialistas a los europeos, como demostró la célebre expedición del Almirante Zheng He. El propósito del sistema chino era organizar la tranquilidad de su entorno exterior a fin de preservar la estabilidad de su enorme y autosuficiente mercado interior. En ese periodo, China conoció, ciertamente, episodios muy violentos contra los pueblos de la estepa, en Mongolia y Asia Central en el siglo XVIII, cuando absorbió enormes territorios de su periferia, pero, una vez más, eso no tenía que ver con expansión imperial ni extracción de recursos, sino con conflictos fronterizos y con la pacificación de su entorno inmediato.
La China moderna ha mantenido ese mismo tono desde su revolución de 1949. Los conflictos del último medio siglo son todos fronterizos. Incluyen una intervención en Corea, en 1950, una breve guerra fronteriza de dos meses con India, en 1962, cuya responsabilidad achacan a India los estudios más convincentes, y una intervención, ésta sí ofensiva y punitiva, contra Vietnam, en 1979, que quiso ser represalia por la más que justificada intervención vietnamita en la Camboya de Pol Pot, y en la que el ejército chino se rompió los dientes.
Hoy China mantiene fronteras con catorce estados de la más diversa condición, entre ellos países en serias crisis como Afganistán, Paquistán, Corea del Norte o Birmania. El país tiene en Taiwán la herencia de una guerra civil inconclusa complicada por la guerra fría. Hacia todas esas realidades, China emite impulsos más apaciguadores y prudentes que agresivos y ofensivos. China está lejos de ser perfecta y "mejor que…". Su realidad interna contiene tremendas injusticias y opresiones internas de las que hemos ido dando cumplida cuenta estos años en nuestro informe desde Pekín, pero en el ámbito exterior no presenta impulsos agresivos. Tampoco se deducen de su citada historia, ni de su doctrina, ni de su apuesta militar, más allá de las fantasías de los guerra-adictos de Washington, siempre necesitados de "amenazas" y enemigos para justificar su peligrosa patología. El arsenal nuclear chino, el más pequeño de las cinco potencias nucleares "originales", se encuentra hoy en el mismo estadio que en los años ochenta y nunca ha sido puesto en estado de alerta. China no dispone de los instrumentos militares imperiales por excelencia: grupos aeronavales de larga distancia orientados a la intervención exterior, ni planea dotarse de ellos. Esa es la realidad que hay sobre la mesa, más allá de las fantasías y de los interesados cuentos de miedo, y, de cara a la integración política del nuevo mundo en el que vivimos, esa realidad tiene una importancia extraordinaria."
Comentar