"¡Somos libres! Ya no tenemos miedo" Un manifestante tunecino, 14 de enero de 2011
"El revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor" Che Guevara
Las insurrecciones se suceden. Hoy toca el Magreb (de El Aaiún a Túnez, pasando por Tizi Ouzou) o Europa (de Londres a Atenas). Mañana quién sabe. Sus principales protagonistas son los más jóvenes, libres de viejos lastres ideológicos y de sentimientos como la impotencia o el desencanto. Los diagnósticos varían: malestar por falta de perspectivas económicas, lucha por el reconocimiento de derechos o por garantizar los presuntamente reconocidos, hartazgo por la violencia del Estado, falta de democracia (que algunos confunden con falta de representatividad). Los motivos para el descontento y el inconformismo se multiplican, pero también los proyectos políticos –con frecuencia contradictorios- que puedan canalizarlos y los lenguajes que empleamos para expresarlos: el de la izquierda a la defensiva que conocemos se ha convertido en uno más. El rechazo, la indignación, la resistencia contra la opresión, todos los anti que podamos imaginar, pueden unir coyunturalmente a grupos diversos y precipitar en ocasiones los acontecimientos cuando media una chispa que casi siempre es inesperada, pero por sí solos no bastan para mantener encendida una llama que ilumine y que rompa realmente con las viejas instituciones del mal gobierno. Para construir un proyecto político democrático universal, no antipolíticas basadas en el miedo, sino un proyecto que ilusione, libere y potencie las capacidades de todos, hace falta algo más. De esto tan complicado es de lo que habla el último libro de Antonio Negri y Michael Hardt: Commonwealth (Harvard University Press, 2009). Una obra desafiante cuya publicación en castellano se está haciendo esperar.
Con Commonwealth, Negri y Hardt continúan una colaboración que anteriormente se plasmó en publicaciones como El trabajo de Dionisos (1994), Imperio (2000), y Multitudes (2004). Formalmente, su último libro se estructura en dos bloques de tres partes cada uno, separados por un intermezzo, es decir, en la práctica tres. A su vez, cada parte se divide en tres capítulos acompañados de breves apartados explicativos. Y en el interior de los mismos, la argumentación casi siempre se despliega de tres en tres. Una cifra que evoca una ruptura con la dialéctica marxista, una línea de fuga, que no una síntesis, que marca una alternativa diferente que nada que tiene ver con terceras vías social-liberales, aunque muchos interpretaran Imperio en ese sentido. Recuerda, también, a la distinción de Polibio entre monarquía, aristocracia y democracia, ya empleada en Imperio. Ciertamente, Negri y Hardt se apoyan en el enfoque de los clásicos tratados del gobierno, pero sobre todo hacen un guiño a la Ética según un orden geométrico, de Baruch de Spinoza, donde cada proposición se deduce de una hipótesis anterior. Las referencias no acaban ahí.
Y es que en Commonwealth, Antonio Negri y Michael Hardt
proponen un “proyecto ético, una
ética de la acción democrática política dentro y contra el Imperio” (entendiendo por Imperio, la tendencia
hacia la constitución política del mercado capitalista global, proceso
inconcluso descrito en el primer libro). Si la política aspira a ser lo
contrario de la gestión se necesita pasión. Negri continúa partiendo del deseo,
como Spinoza y quienes se lo reapropiaron a partir de la década de 1960,
complementándolo con la metodología del marxismo autonomista italiano, de la
que extrae la idea de que son las luchas las que conforman la historia y las
que desde la segunda mitad del siglo XX, erosionando el espacio de control del
Estado-nación, fuerzan al capital a constituir el Imperio. Quienes no estén familiarizados con los conceptos propios de dichas tradiciones no tendrán demasiados problemas para leer el libro, gracias a la claridad expositiva que aporta Michael Hardt.
Este trabajo propone investigar, empleando diferentes perspectivas (filosóficas, económicas, o políticas) y niveles de análisis (más empíricos en unos casos, más abstracto en otros) “lo que han sido los movimientos y prácticas de la multitud [concepto derrollado en el segundo libro de la trilogía] y lo que pueden llegar a ser con el fin de descubrir las relaciones sociales y las formas institucionales de una posible democracia global”. Para lo cual se centra en reformular nuevas y viejas preguntas, criterios, balizas de orientación para la acción. No busca tanto ofrecer soluciones como las bases para investigar, de manera colectiva, “¿qué hacer?” teniendo presente en todo momento para qué. Como señalan en el libro, un proyecto ético implica, frente a miedos y derrotismos, volver recordar algo que olvidamos con frecuencia: que el poder sólo puede ejercerse sobre sujetos libres (en este punto siguen a Foucault o Deleuze) y que este hecho fundamental es la base de su fragilidad.
***
El punto de partida y de llegada de dicho proyecto es lo común, entendiendo por tal no sólo los bienes comunes materiales –el agua, el aire, la tierra…- sino también –y especialmente- la producción social de afectos, lenguajes, códigos, información, etc.. La experiencia del compartir, esto es, todo aquello que permite la constitución de formas democráticas de organización social y lo que en definitiva nos hace humanos. “La experiencia del común proporciona un marco que rompe con el punto muerto epistemológico que crea la oposición entre el universal y el particular” (…) “Como el universal, lo común reivindica la verdad, pero en lugar de descender desde ariba, esta verdad se construye desde abajo”. Lo que importa, por tanto, no es “ser” sino “hacer común”. De hecho, la palabra commonwealth, de difícil traducción al castellano, puede remitirnos en inglés tanto a la riqueza común, como al concepto de república y de democracia en su sentido radical, tal y como lo entendieron algunas corrientes de pensamiento durante las primeras revoluciones modernas. Este paso hacia atrás, conceptual y retrospectivo, pretende retomar un nuevo impulso que deje atrás definitivamente las dos grandes alternativas ideológicas del siglo XX. Simplificando, para los autores, “lo que lo privado es al capitalismo y lo público es al socialismo, lo común es al comunismo”. Una palabra vilipendiada tras la fracasada experiencia soviética, que Negri y Hardt califican como “socialista”. Si reivindican comunismo es como sinónimo de democracia (otros prefieren usar los neologismos commonism o procomún) y para establecer una continuidad con las corrientes democráticas radicales que atraviesan toda la era moderna.
El libro realiza por tanto un esfuerzo notable, y este es su principal mérito, para que aprendamos a reconocer lo común y abandonemos la mirada de la propiedad, sea esta privada o pública, gestionada por el capital o por el Estado. Lo que implica problemáticas políticas diferentes que hay que afrontar. Su punto de vista es inmanente: “el plano de la inmanencia”, sostienen, es “el terreno –el único posible- en el que puede construirse la democracia”. Es decir, desde las propias multitudes. De ahí que retomen las críticas hacia las posiciones trascendentes. Aquí no se quiere contraponer simplemente “los de abajo” y “los de arriba” ni buscar sujetos soberanos: no hay un “afuera”, porque las relaciones de poder se encuentran instaladas en nuestras propias subjetividades. La construcción de un común que no sea expropiado por aristocracias u oligarquías, que vaya más allá del capitalismo, tampoco tiene nada que ver con un ilusorio espontaneísmo de las masas, sino con una tarea política constante: “el plano social de la inmanencia debe ser organizado políticamente”.
Antonio Negri y Michael Hardt proponen superar los
diferentes ejes de dominación que integran la era moderna, de los que el
capital es uno importante pero no el único (en contraste con
la opinión de autores como David Harvey: véase la respuesta de Negri y Hardt a
su crítica en Artforum, noviembre de 2009). La superación del capitalismo solo
puede producirse en un tiempo largo y articulándose con la superación del
racismo, del colonialismo, de las jerarquías de género, etc. Dicha superación
no tiene que ver con un colapso ilusorio del sistema, de cuyas cenizas pueda
surgir una sociedad nueva. Tampoco tiene nada que ver con una transición de tipo
socialista por medio de la transferencia de la riqueza y del control de lo
privado a lo público, incrementando la regulación estatal y la gestión de la
producción social. “El tipo de transición
en el que estamos trabajando requiere en cambio la creciente autonomía de la
multitud del control privado y público; la metamorfosis de los sujetos sociales
mediante la educación y el entrenamiento en la cooperación, la comunicación y
organización de encuentros sociales; y lograr así la progresiva acumulación de
lo común. Así es como el capital crea a sus propios enterradores: al perseguir
sus propios intereses e intentando preservar su propia supervivencia debe
fomentar el poder creciente y autónomo de la multitud productiva.” Que no haya un futuro asegurado “no puede
llevarnos a una conclusión cínica, a ignorar el hecho de que tenemos el poder
de mejorar nuestro mundo, nuestra sociedad, nosotros mismos”. No hay un
progreso lineal ni un destino final. La vieja polémica entre reforma y revolución carece hoy de sentido, al menos en los términos en que se planteó la cuestión a principios del siglo XX. A cambio, apuestan por una teleología materialista, “impulsada por nuestros deseos
y nuestras luchas”.
***
En esta exploración, los autores se preocupan por analizar
críticamente diferentes formas y
elementos que obstaculizan y corrompen el desarrollo de lo común. Así, el
primer bloque del libro explora, desde una perspectiva filosófica e histórica,
los conceptos de república, modernidad y
capital como marcos que obstruyen lo común, y analiza las posibles
alternativas a cada uno de ellos.
El concepto dominante de república que emergió de las
revoluciones modernas y que aún perdura es el de la república de la propiedad (o de los propietarios) fundamento del
constitucionalismo liberal que acaba por convertirse en una herramienta de
contención del poder constituyente, esto es, de la democracia. Es en este
sentido que conciben la multitud como una multitud de pobres: “un cuerpo
político sin distinción de propiedad” y, por tanto, “una amenaza directa” al
gobierno de la propiedad. Esta multitud siempre ha sido denostada por los autores liberales, que sólo concebían un pueblo trascendente definido por la propiedad. Liberarse de la propiedad implica, siguiendo a Michel Foucault, una biopolítica en la que la resistencia de los cuerpos permita producir subjetividades: "El trabajo, liberado de la propiedad privada, compromete simultáneamente todos nuestros sentidos y capacidades, en suma, todas "nuestras relaciones humanas con el mundo - ver, escuchar, oler, saborear, sentir, pensar, contemplar, querer, actuar, amar.""
Especialmente estimulante es el capítulo dedicado a la modernidad, en el que parten de los estudios postcoloniales y de experiencias como la boliviana. Con ella responden de algún modo a las acusaciones de eurocentrismo que recibió Imperio. La modernidad se entiende como una relación de poder que incluye sus propias fuerzas antagonistas y que altera tanto al dominador como al subordinado. No es simplemente europea ni sinónimo de occidentalización. Modernidad y colonialismo van de la mano, y tampoco hay modernidad sin antimodernidad, ya sea en Europa o fuera de ella. Se trata de una relación de la que no escapan las fuerzas de la antimodernidad, que actúan como un espejo: al fin y al cabo “las tres grandes revoluciones socialistas –en Rusia, en China y en Cuba-, aunque las luchas revolucionarias que condujeron a ellas estén atravesadas por poderosas fuerzas de antimodernidad, todas condujeron resueltamente a grandes proyectos modernizadores” y de acumulación de capital. Además, la mera denuncia de la occidentalización del mundo tiende a ignorar el papel que ha desempeñado el mundo no europeo en la constitución de la modernidad. Así pues, las resistencias a la modernidad son siempre internas a la misma y preceden a la relación de poder (la libertad siempre precede el ejercicio del poder, insisten).
Negri y Hardt proponen por ello una vía alternativa y autónoma que rompa con la relación de poder que implica la modernidad y prefieren hablar de “altermodernidad”, cuyas corrientes siempre se desarrollaron de manera subalterna. Frantz Fanon ya había avertido de los peligros de limitarse a reivindicar la conciencia nacional, la negritud o el panafricanismo. “El riesgo”, aseguran los autores, “es que al afirmar la identidad y la tradición (…) se crea una posición estática, aunque sea en oposición a la dominación modernizadora. El intelectual debe evitar estancarse en la antimodernidad y pasar a una tercera fase.” “El pasaje de la antimodernidad a la altermodernidad se define no por oposición sino por ruptura y transformación.” Si la ideología liberal del multiculturalismo implica que los sujetos estén obligados a “interpretar una identidad auténtica”, romper con la modernidad implica romper con la identidad asignada o heredada.
Este espinoso problema de la identidad reaparece de nuevo al final del libro, cuando abordan las llamadas políticas de la identidad (identity politics) y sus consecuencias en la organización política. Si en la derecha muchos mantienen que la identidad es irrelevante, y se esfuerzan por invisibilizarla, en la izquierda muchos critican las políticas de identidad porque estiman que el reconocimiento y afirmación de identidades – clase, raza, género, sexualidad, y hasta religiosas –, aunque puedan revelar determinados problemas sociales y crear armas para la revuelta, teóricamente no permiten la transformación necesaria para la revolución. Sin embargo, Negri y Hardt piensan que, aunque todos los movimientos revolucionarios se basan en ella, “la política revolucionaria tiene que empezar por la identidad, pero no puede terminar ahí.”
Las nociones del individualismo posesivo plantean la identidad como una propiedad; uno es propietario de su propia persona (Locke). Pero la propiedad permite mantener jerarquías (raciales o de género, a través del patriarcado). Frente a esta situación cabe, en primer lugar, revelar la violencia - con frecuencia oculta - de la identidad y reapropiársela. El problema de esta reapropiación es que las políticas de identidad suelen empezar y terminar con esta tarea, con lo que corren el riesgo de volverse victimistas. Falta el impulso por la libertad que debería ser su fundamento, como se desprende de determinados estudios feministas y sobre la negritud que intentan pasar del ser al hacer. En segundo lugar, cabe proceder de la indignación a la rebelión contra las estructuras de dominación, usando la identidad subordinada como arma en busca de la libertad. Esta lucha por la libertad evita la victimización pero tampoco garantiza que el proceso no se vuelva a fijar en la identidad y se detenga ahí. Limitarse a la emancipación de un sujeto conduciría a una forma de soberanía. Por ejemplo, un problema del nacionalismo reside en que acaba por reforzar la fijación de la identidad. “Todo nacionalismo es una formación disciplinaria que hace cumplir la obediencia a las reglas de la identidad, vigilando el comportamiento de sus miembros y su separación de los demás.” En el contexto de la identidad, Negri y Hardt prefieren hablar por ello de liberación, en lugar de emancipación: “mientras la emancipación se dirige a la libertad de la identidad, la identidad de lo que eres realmente, la liberación se dirige a la libertad de autodeterminación y autotransformación, la libertad para determinar lo que puedes llegar a ser. En lugar de inmovilizar la producción de subjetividad, se trata de tomar control de la misma, haciéndola funcionar.”
Si la identidad debe mantener una función rebelde debe llevar a cabo otra tarea: promover su propia abolición. Una idea controvertida, pues pocas cosas son tan violentas y traumáticas. Sin embargo, la tradición comunista revolucionaria no es ajena a esta idea: “el proletariado es la primera clase verdaderamente revolucionaria en la historia de la humanidad, de acuerdo con esta tradición, siempre que plantee su propia abolición como clase” (contrariamente a la burguesía o la aristocracia, que desean preservar su condición). “Esto es lo que diferencia las formas revolucionarias y no revolucionarias de la política de clase. La política revolucionaria de clase debe destruir las estructuras e instituciones de la subordinación de los trabajadores y abolir así la misma identidad de trabajadores, poniendo en marcha la producción de subjetividad y un proceso de innovación social e institucional”. No se trata solo de mejorar las condiciones de los trabajadores, ni de sustituir una clase por otra: estos son proyectos no revolucionarios que dejan intacta o refuerzan la identidad de los trabajadores. Del mismo modo, el feminismo revolucionario se distinguirá de los demás porque aspira a la abolición del género, la política queer no es tanto una identidad como una crítica de la identidad, el radicalismo negro en última instancia pretende acabar con la raza, etc. Esto no quiere decir que haya que abolir todas las diferencias, haciendo que todos sean lo mismo. Todo lo contrario: Negri y Hardt festejan la proliferación de diferencias mientras no marquen jerarquías sociales. De ahí que usen el concepto de singularidad para referirse al ser humano, pues éste se define socialmente por una multiplicidad interna y externa en un proceso temporal de transformación continua (con lo que dejan de lado la falaz distinción entre individual y colectivo). Siguiendo con las fórmulas que tanto gustan a Michael Hardt, “lo que la identidad es a la propiedad, la singularidad es a lo común”.
Lo que pasa es que las agendas políticas de las diversas identidades no siempre concuerdan sino que frecuentemente divergen y entran en conflicto. La lucha contra el racismo o el movimiento obrero con frecuencia ignoraron o incluso contribuyeron a la subordinación de género. Un proyecto de liberación debería ser capaz de articularlos (sin mediaciones como la representación), teniendo en cuenta que ningún antagonismo social es más importante que otros. Es decir, estableciendo lo común entre las singularidades. Así, critican a Slavoj Žižek y a David Harvey cuando asumen que la lucha de clases es necesariamente diferente de las luchas antirracistas o sexistas, pues según Negri y Hardt establecen una falsa comparación, la de la lucha de clases revolucionaria con las versiones no revolucionarias de las luchas de raza y género.
En cuanto al capital propiamente dicho, parten de la
determinación de la “composición técnica del capital” (es decir, quién produce,
qué produce y cómo producen en la economía global contemporánea) para poder
apreciar en qué puede consistir un proyecto de liberación del capital que no
necesite un cuerpo político unitario ni una fuerza hegemónica que guíe el
proceso (como propone Ernesto Laclau). Un método recurrente en la obra de Antonio
Negri. “Lo que la gente hace en el
trabajo y las habilidades que ejercen ahí contribuyen a sus capacidades en el
campo de la acción política.” Para ello hay que tener en cuenta la
producción biopolítica, recordando que el capital es ante todo “una relación social”, o mejor, “la reproducción constante de una relación
social a través de la creación de plusvalía por medio de la producción de
mercancías”.
Si la producción biopolítica se desarrolla sobre la vida misma, esto implica que la explotación adopta la forma de la expropiación de lo común. Del mismo modo, el capital ya no organiza la cooperación productiva, sino que la expropia. Paradójicamente, las estrategias de expropiación y de control del común que despliega el capital destruyen lo común. Lo cual reduce la productividad del trabajo biopolítico, como se manifiesta en la economía del conocimiento. Para producir lo común es necesario que exista libertad (no la libertad contractual individualista sino multitudinaria, pues un individuo aislado no puede producir lo común), igualdad (en un sentido no de homogeneidad o unidad, sino análogo al de una conversación) y democracia (no la aristocracia que resulta de la representación y la hegemonía). En la producción biopolítica “la contradicción entre la naturaleza social de la producción capitalista y la naturaleza privada de la acumulación capitalista” se intensifica de manera dramática. Capital es así crisis permanente.
La decisión política debe entenderse de manera diferente. “Es cierto que la organización de singularidades que se requiere para la acción política y la toma de decisiones no es ni inmediata ni espontánea, pero ello no quiere decir que la hegemonía y la unificación, la formación de un poder unificado y soberano – ya sea un Estado, un partido o un pueblo – sea la condición necesaria para la política. La espontaneidad y la hegemonía no son las únicas alternativas. La multitud puede desarrollar el poder de organizarse a sí misma mediante las interacciones conflictivas y cooperativas de las singularidades en lo común.”
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La ruptura de la relación del capital debe basarse, pues, en
la construcción política sobre la creciente autonomía
del trabajo biopolítico, es decir, en la construcción de nuevas relaciones
sociales y de vida que permitan actualizar las capacidades productivas de la
multitud (lucha de clases como éxodo). Pero no toda construcción de relaciones
sociales son beneficiosas, aunque incorporen elementos del común. Negri y Hardt
hacen referencia a la familia, a la empresa o corporación y a
la nación como instituciones
sociales que bajo el capitalismo corrompen lo común, aunque en principio
presenten redes de cooperación y parezcan refugios frente al individualismo. “Los tres movilizan y proporcionan acceso a lo
común, pero al mismo tiempo lo restringen, lo distorsionan y deforman.” La familia tradicional, al imponer
jerarquías, restricciones y exclusiones. Por lo general, la familia -o, para entendernos, cierta concepción de la misma- continúa
representando el “único paradigma de
relaciones de intimidad y solidaridad, eclipsando y usurpando todas las demás
posibles formas”, como la amistad. Fuera de la familia, la experiencia de
la cooperación con los demás suele darse en el lugar de trabajo en la empresa,
donde también funcionan jerarquías internas y otras limitaciones. Finalmente,
la nación despliega lo común a través de la “comunidad imaginada” (B. Anderson)
pero termina por ser la única comunidad imaginable y se define también por
fuertes operaciones de restricción y exclusión. La huida de estas instituciones
y la correlativa construcción política de las multitudes, seleccionando las
formas benéficas y no corruptas de lo común, constituye para Negri y Hardt un
prerrequisito de la lucha de clases, “porque
las formas de organización tradicional basadas en la unidad, un liderazgo
centralizado y la jerarquía no son ni deseables ni efectivas.”
En este proyecto ético y político Negri y Hardt reintroducen la reflexión sobre el amor basándose en Spinoza. Que se haya desterrado del vocabulario político "moderno" no quiere decir que los movimientos sociales lo hagan, aunque sea mediante el empleo de un lenguaje religioso. Hablar de amor, alejado de sentimentalismos, es hablar de afectos, de solidaridad, de cooperación y de comunidad. “El amor”, dicen, “es un proceso de la producción de lo común y de la producción de subjetividad”. El amor contribuye al “incremento de nuestro poder para actuar y pensar”. Sin embargo, existen formas corruptas de amor que desvirtúan el juego entre lo común y las singularidades. Una es el amor identitario, el amor de lo mismo, amar aquello que se considera más próximo a uno, por oposición a la alteridad. De ahí que la familia, la raza o la nación, formas corruptas de lo común, sean también fuente de formas corruptas de amor, que estaría en el origen de toda suerte de integrismos. Otra forma corrupta de amor es el amor como proceso de unificación, de llegar a ser lo mismo, idea que prevalece en las concepciones románticas sobre la pareja. Tampoco se trata de contraponer lo uno y lo múltiple: “lo común es compatible e incluso se compone internamente de multiplicidades.” El amor debe definirse entonces “por los encuentros y experimentaciones de las singularidades en lo común, que a su vez producen un nuevo común y nuevas singularidades.” Los seres humanos no son buenos (Rousseau) o malos (Hobbes) por naturaleza, pues el juicio sobre la bondad o maldad de las acciones se establece después del ejercicio de la voluntad y no al revés. Y si hay algo distintivo de lo humano es la capacidad para transformarse, algo que sólo puede hacerse con los demás. Negri y Hardt definen el mal como una distorsión de lo común y del amor, por lo que es secundario con respecto a este último. “El mal (…) es amor corrompido de tal modo que obstruye el funcionamiento del amor. Cabe considerar entonces la ignorancia, el miedo y al superstición no solo como falta de inteligencia sino como el poder de la inteligencia vuelto contra sí mismo, e igualmente el poder del cuerpo distorsionado y bloqueado. Y como el amor es finalmente el poder de la creación de lo común, el mal es la disolución de lo común o, en realidad, su corrupción.” Lo cual explica que la gente a veces luche por su servidumbre como si fuera su salvación o que los pobres apoyen a quienes les mantienen en la miseria, aunque cuenten con la información adecuada. En estos casos se trata de averiguar qué formas de amor son las que se han distorsionado, qué instancias de lo común han sido corrompidas. Es el entrenamiento el que permite desarrollar el poder del amor como fuerza para constituir lo común, combatir el mal y formar las multitudes.
* * *
En definitiva, Negri y Hardt reclaman una teoría de la organización política adaptada a las multitudes y plantean la necesidad, de manera más explícita que en obras anteriores, de instituciones duraderas que verifiquen y consoliden “el carácter progresista, liberatorio y antisistémico de las multitudes”, carácter que no está ni mucho menos garantizado de antemano (Paolo Virno). El desarrollo de las instituciones de las multitudes será democrático si permanece abierto a y se constituye por el conflicto. Para analizar este desarrollo parten, filosóficamente, desde la indignación y la resistencia, y económicamente, desde el contexto de la producción biopolítica en la ciudad, en la metrópolis, porque este es el espacio de la vida en común, donde se comunican y se comparten recursos, ideas y bienes. Como sucedía con la fábrica, las rebeliones se producen hoy no sólo en la metrópolis sino contra ella, contra la metrópolis de las jerarquías y divisiones sociales que dificultan los encuentros felices con los otros y agudizan en cambio las relaciones destructivas. Estas revueltas son necesarias pero no suficientes. El gran problema político de la revolución sigue siendo cómo convertir la insurrección en gobierno democrático.
En el análisis político y económico del terreno de lo común, que desarrollan en la segunda parte del libro, plantean interesantes reflexiones de economía política para confirmar que las viejas categorías de gobierno ya no sirven, ni para la aristocracia imperial ni para las multitudes. En el marco de la producción biopolítica, no sirven ni el imperialismo unilateral – que intentaron resucitar los neoconservadores bajo la administración Bush – ni el multilateralismo – como muestra el fracaso reiterado a la hora de concluir las rondas multilaterales de comercio, de asentar un protectorado en Afganistán o de alcanzar un acuerdo sobre el cambio climático. Las ideologías neoliberales y socialistas que dominan el imaginario político tampoco resuelven el problema político que impone la producción de vida y conocimiento propia del capitalismo contemporáneo: cuanto más persigue la creación de valor mediante la producción de conocimiento, más conocimiento escapa a su control. El neoliberalismo pretendió restaurar un poder de clase mediante la liberalización del comercio y la redistribución de riqueza vía privatizaciones, pero nunca ofreció un modelo estratégico de producción de riqueza, algo fundamental para el capitalismo. Por su parte, el socialismo supuso sobre todo un régimen de gestión estatal de la producción capitalista, pero en cuanto logró industrializar la sociedad e imponer un régimen disciplinario de trabajo bloqueó la emergencia de la producción biopolítica que precisa de autonomía social y creatividad. La socialdemocracia tradicional tampoco sabe ver más allá del modelo fordista de producción, mientras que los blairistas no hacen sino aplicar dogmas neoliberales aderezados de algunos elementos sociales. Socialdemócratas y social-liberales pretenden reintegrar, de manera ilusoria, el trabajo en el capital, como garantía de la estabilidad política.
En realidad, lo común (fuerza productiva y forma en que se
crea la riqueza) existe de manera autónoma, en un plano diferente al de lo
privado y lo público. “Es importante ver
que desde el punto de vista de lo común, la narración estándar de la libertad
económica se invierte completamente. De acuerdo con aquella narración, la propiedad
privada es el lugar de la libertad (así como de la eficiencia, la disciplina y
la innovación) que se erige frente a todo control público. En cambio, lo común
es el lugar de la libertad y de la innovación – acceso libre, uso libre, libre
expresión, interacción libre – que se erige contra el control privado, esto es,
el control que se ejerce mediante la propiedad privada, sus estructuras legales
y sus fuerzas de mercado. La libertad en este contexto sólo puede ser la
libertad de lo común.” Desde esta perspectiva, creación de valor y
acumulación de lo común significa expansión de las fuerzas sociales
productivas. El crecimiento económico adquiere también otro significado, como
crecimiento de la sociedad. Acumulación de lo común significa, pues, que nuestras
capacidades y sentidos se incrementan: nuestro poder para sentir, para pensar,
para ver, para relacionarnos con los demás, para amar. En este contexto, el
ciclo económico depende más bien de las causas “subjetivas”, entre las que
destaca el rechazo al dominio capitalista. De hecho, desde la década de 1930 los
gobiernos han pretendido manejar las fluctuaciones del ciclo económico tratando
dichas causas “subjetivas” regulando los salarios, el empleo y los programas
sociales. Si lo que expropia el capital nunca es la riqueza que produce cada individuo sino el resultado de un poder social, el trabajo necesario que es expropiado hoy es lo que produce el común (y que excede
lo que se suele entender por trabajo o empleo).
* * *
Frente a la crisis de las teorías modernas de gobierno y de la representación, el
poder responde ensayando
formas de gobernanza (corporativa, neoliberal, etc.) que dirigen sin tener que
basarse en una autoridad política central que gestione y regule de manera
casuística y variable, por medio de herramientas como las finanzas. No
necesitan estabilidad, y están diseñadas para gestionar las crisis y gobernar
las excepciones. Que esta sea una tendencia fuerte en el Imperio no quiere
decir que la reacción tenga que venir de la mano de estructuras jurídicas fijas
y procesos normativos regulares. En vez de un argumento de mera oposición,
proponen la subversión de esa forma de gobierno. Para Negri y Hardt las formas
de gobernanza imperial, aunque deben ser rechazadas, al menos reconocen el
contexto biopolítico y registran la creciente autonomía de las multitudes y
el poder de lo común (Imperio). Subvertir la gobernanza imperial significa desarrollar una gobernanza
constituyente que permita la innovación democrática. La
diferencia con una gobernanza neoliberal se situaría, pues, en lo común.
Para ello es imprescindible abandonar progresivamente el marco del
Estado-nación, así como todo intento de conseguir un sistema legal global
unitario e intentar establecer una lógica de redes que gestione los conflictos
y consiga una compatibilidad normativa entre los fragmentos de la sociedad
global. Lo cual no significa ignorar el Estado. En la mencionada respuesta a David Harvey, Negri y Hardt afirman "no tenemos nada contra la idea de tomar el poder estatal", pero aclaran que "lo importante es lo que sucede después."
Falta, sin embargo, un análisis más en profundidad de experiencias como el laboratorio latinoamericano. Lo mismo sucede con algunos otros temas que sí han tratado en otras publicaciones, tal vez porque el objetivo del libro - ya de por sí denso - es otro. Inspirar a los lectores para que contruyan otra mirada sobre lo que ya hacen cotidianamante en sus vidas, al margen de la disciplina laboral y del mercado (compartir, amar, organizar, reír, crear, dar) e inventen el futuro.
Comentarios
Qué buena esa identificación amor=común... pero yo la materializaría aún más, placer=común. Creo que uno de las formas que tienen tanto el estado como el capital de dominarnos a todos como individuos, es el monopilio del placer vital. Ponen todas sus herramientas al servicio de la subjetivización individual de esa idea, ambos nos invitan (y si es necesario obligan) a asociar placer con seguridad. Y no hay duda de que a partir de ahí, individuo es la única (y última) opción posible.
Quizás otro camino para luchar contra "el sistema" sea la visión del placer como aleatoriedad. Asumir la impredictibilidad y la sorpresa como fuentes básicas de excitación. Potenciar esa visión sin complejos. Hacer más incapié en que lo común necesita de las diferencias (como creo entender que defiende tu artículo) y que esa es la mayor fuente de placer que puede encontrar un ser humano. Si nos dejan.
Escrito por: jesus cutillas.2011/01/21 11:26:2.310000 GMT+1
Samuel, con gusto te habría escrito antes, pero Commonwealth, y tú por lo tanto, toca tantos asuntos que preferí releer y meditar -bueno, algo que se debe hacer aún con un texto breve. Para empezar, uno está acostumbrado a asociar cuestiones como la educación, la asistencia sanitaria y los transportes a la gestión pública, es decir, al Estado. ¿Es posible la gestión común de estos derechos sociales, así como de derechos individuales como la libertad de opinión y de asociación? Sí, estoy convencido de que sí, otra cuestión es superar los prejuicios inculcados.
Además, echo a faltar la palabra 'anarquismo', aunque es evidente que ni Negri y Hardt ni tú sois estadólatras. ¿Hay que entender que Commonwealth, al reclamar lo común como fundamento social, reclama también un gobierno horizontal como único posible para defender los comunes? Yo creo que anarquismo y comunismo son esenciales para subvertir el poder. Pero como el enemigo está dentro de nosotros mismos, no resulta fácil imaginar una alternativa al estado -supongo que a estas alturas debería quitar la mayúscula a la palabra. ¿Crees que en experiencias como las latinoamericanas, o las africanas, hay alguna respuesta? Me gustaría avanzar una reflexión personal: cuando leo tus reflexiones sobre el amor, siento ganas de revisitar Plano Creativo: a fin de cuentas, el pensamiento de Alejandro Jodorowsky es deudor de los conocimientos pachamámicos.
Y con esto resumo mis inquietudes, hasta que me surjan otras, sobre este ensayo o lo que sea. Saludos.
Escrito por: Gonzaga.2011/01/24 22:30:31.092000 GMT+1
Gonzaga, yo creo que hay que recordar que tanto el anarquismo como el marxismo aspiran a la superación del Estado, entendido como el dispositivo de poder que se desarrolla en la modernidad, y que es cualitativamente diferente de otras formas institucionales del pasado (no por ello más aceptables). La diferencia entre la posición de Antonio Negri y otras más "anarquistas" como la de John Holloway es que el primero se basa en el trabajo y en la producción (una manera de hablar del hacer) como punto de partida. En esta perspectiva, no tiene sentido hablar de "gestión de derechos individuales como la libertad de expresión y de asociación." Uno se expresa o se asocia, y punto, y de hecho así ocurre la mayoría de las veces. En cuanto a la salud o la educación, cambia la manera de enfocarlos, claro. No es que haya un "enemigo dentro de nosotros" que deba ser domado por el Estado, sino que "nosotros" (mejor en plural) somos capaces tanto de lo que nos conviene como de lo que no.
Todo esto da para mucho más, y esta larguísima entrada apenas resume el libro, que tiene la virtud de hacer pensar. Pero cada vez son más numerosas las organizaciones, movimientos o webs que tratan de razonar con otra lógica, esto se ve más claro en toda la pelea en torno a la propiedad intelectual y la idea de compartir en red (¿tiene sentido hablar de gobierno de la red?)...
Escrito por: Samuel.2011/01/25 00:20:33.197000 GMT+1
www.javierortiz.net/voz/samuel
http://caosmosis.acracia.net/?p=1454
Internet es lo mejor que me ha pasado en la vida...
Escrito por: samuyeah.2011/01/26 15:30:30.260000 GMT+1
Escrito por: Raúl.2011/06/11 17:15:47.443000 GMT+2
viajeroaitaca.wordpress.com