A la entrada de la ciudad argentina de Ushuaia, se levanta un monumento que muestra, recortada contra el frío viento antártico, la silueta del archipiélago de las Malvinas. La provincia donde está situada se denomina "Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur". Las Islas del Atlántico Sur incluyen, pues, a las Malvinas, las Georgias del Sur, Sandwich del Sur, y las islas Aurora. Todas ellas bajo dominio británico.
El eslógan turístico de Ushuaia es la "ciudad del fin del mundo" y, efectivamente, no faltan la "cerveza del fin del mundo", el "hotel del fin del mundo", o incluso el "tren del fin del mundo". Una agencia turística, de las que organizan excursiones por el impresionante canal de Beagle, prefiere optar por el más irreverente "el culo del mundo". Así debieron sentirse los primeros pobladores estables, quienes, cumpliendo el mandato de poblamiento dictado desde Buenos Aires, entre finales del siglo XIX y principios del XX construyeron la ciudad: los presos de la colonia penitenciaria. Y así debieron sentirse los jóvenes que partían del puerto de Ushuaia, bajo órdenes de la dictadura argentina, para "recuperar" la posesión de las islas Malvinas, hace veinticinco años.
Hoy el presidente Néstor Kirchner protagonizará el acto central del veinticinco aniversario del inicio de la guerra argentino-británica, en memoria de los caídos, y en un momento delicado en las relaciones diplomáticas entre Argentina y el Reino Unido. Un renovado interés económico por las aguas (por las licencias de pesca, que compran sobre todo buques españoles) y la plataforma continental (posibles reservas de petróleo) donde se encuentra el archipiélago, unido a la calculada estrategia nacionalista del presidente argentino, han motivado nuevos roces entre ambos países. A pesar del desastre de la guerra, Argentina nunca ha dejado de reivindicar la soberanía sobre las islas, algo que no deja de recordarse a los argentinos hasta la extenuación desde la cuna: en los libros escolares, en cualquier mapa, en los pronósticos metereológicos.
La discusión histórico-jurídica sobre los títulos de soberanía entretiene y aburre a partes iguales, y la inteligente diplomacia británica suele zanjar la cuestión argumentando que, en todo caso, habría que aplicar el derecho de autodeterminación, a sabiendas de que probablemente los tres mil isleños o kelpers (como los ingleses los llaman) que pueblan las Falklands/Malvinas, en su inmensa mayoría de origen británico, optarían por seguir siendo ciudadanos británicos (status que tienen sólo desde 1983).
Obviamente, ningún gobierno propone un referéndum si no tiene la certeza de que lo puede ganar, ni reconoce el principio de autodeterminación cuando no le interesa. Por ejemplo, los referendos celebrados en Gibraltar en 2002 y en 2006 no han planteado en ningún momento la opción de la independencia, algo bien visto por muchos gibraltareños.
Creo que resulta menos democrático plantear estos dilemas territoriales en términos de soberanía que formulando la pregunta correcta en referéndum, teniendo en cuenta que la población que habita en las islas no puede equipararse a la de los colonias israelíes en Cisjordania, o al poblamiento marroquí en el Sahara Occidental. Al gobierno argentino le importa un pimiento los habitantes de las Malvinas. Al gobierno británico también, y no niego la historia colonial ni las pretensiones imperialistas de la Corona, hoy más visibles en territorio iraquí. Pero a fecha de hoy si los intereses del gobierno británico y los de los isleños coinciden, los amarillentos papeles del abultado expediente deberían continuar guardados en el sótano de la cancillería argentina o, mejor, en un museo.
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