Publicado en El Estado Mental, 30 de abril de 2015.
Dtodos los capítulos de la historia universal, la Segunda Guerra Mundial ha sido sin duda uno de los más transitados por el séptimo arte. Este año, coincidiendo con el 70 aniversario del fin de la guerra, se confeccionarán –o deberían– listados y se programarán ciclos cinematográficos con las mejores películas ambientadas en aquel conflicto. Si una película no debiera faltar, ésa es la soviética Ve y mira (Idi i smotri, 1985) de Elem Klimov –cuyo título español incluyó un innecesario sustantivo inicial y terminó como Masacre: ven y mira–.
Ve y mira fue encargada por la Unión Soviética para conmemorar el 40 aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial, que en Rusia, y en general en todo el espacio post-soviético, se conoce como Gran Guerra Patriótica. La cinta narra la historia de un adolescente que decide unirse a los partisanos bielorrusos que combaten contra la ocupación alemana.
La primera vez que vi Ve y mira fue en una vieja y desgastada copia en el Kino Krokodil de Berlín –una pequeña y algo desvencijada sala en Prenzlauer Berg, especializada en cine de Europa oriental y Rusia, que resiste el envite de la gentrificación– en compañía de mi buen amigo, el también periodista Roger Suso, y puedo corroborar que, como escribió Daneet Steffens en su día para Entertainment Weekly, sus imágenes perturban al espectador y permanecen con él incluso mucho tiempo después de que se terminen los créditos.
¿Puede una película transmitir las sensaciones de una experiencia humana, que es, por definición, intransferible? Más aún, ¿puede transmitir la de una guerra?
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