No deja de sorprender a los observadores de la realidad otánica y europea que el Secretario General de la OTAN, Anders Fogh Rasmussen, en unas declaraciones al diario británico The Guardian, advierta a los miembros de la Alianza del peligro que puede suponer que ésta se convierta en un sistema defensivo “de dos velocidades”.
Desde su creación, la OTAN ha sido una alianza en cierta forma “a la carta”, es decir de múltiples velocidades. Francia, por ejemplo, cambió de marcha un par de veces, según sus intereses nacionales, desvinculándose parcialmente primero de la estructura militar y reintegrándose después a ésta. Islandia, miembro fundador de la Alianza, carecía de ejército propio con el que contribuir al mando militar, por lo que su velocidad “otánica” era mínima ya desde el principio. Por el contrario, desde su creación, fue EEUU el socio fundamental, cuyo estatus hegemónico está materializado en el mando supremo de la Alianza, que siempre ha de recaer en un jefe militar estadounidense.
Esta situación se consideró natural y obligada, como consecuencia del hecho real de que fue EEUU quien, concluida la 2ª Guerra Mundial, tenía en sus manos, lo desease o no, la plena responsabilidad militar de toda la Europa Occidental, como consecuencia inevitable del final de aquella guerra. La OTAN fue naciendo y evolucionando, moldeada siempre desde el Pentágono, y Europa fue acostumbrándose a dejar en manos de EEUU los críticos asuntos concernientes a su seguridad militar durante la Guerra Fría.
La situación se fue sosteniendo, mejor o peor, porque interesaba a ambas partes: EEUU y Europa. El fin de la Guerra Fría y, después, las dificultades económicas consecuencia de las diversas crisis y los problemas internos de EEUU han hecho que en ese país haya cambiado la antigua percepción y sean cada vez menos los ciudadanos que con sus impuestos desean contribuir a algo que a los europeos parece importarles poco: su propia defensa militar.
Rasmussen se ha visto obligado a tomar cartas en el asunto, aunque no parece que sus exhortaciones vayan a ser atendidas con entusiasmo. Su protesta, al fin y al cabo, es eco de otras quejas similares, como la expresada hace una semana por el Secretario de Defensa de EEUU. Europa gasta poco en Defensa y EEUU empieza a considerar irritante tanta desigualdad.
“Hace diez años -declaró Rasmussen- el gasto de EEUU en Defensa era casi la mitad del gasto total de la OTAN. Ahora es ya el 75%. Esta diferencia puede llevar a un desequilibrio tecnológico que hará difícil que nuestros ejércitos puedan operar conjuntamente. EEUU cada vez produce material militar más avanzado y los europeos se van retrasando. Llegará un momento en que, aunque haya voluntad de cooperar, la brecha tecnológica será tan grande que lo hará imposible”.
Como ejemplo, citó la intervención de la OTAN en Libia, donde EEUU tiene que ayudar con suministros bélicos a los países europeos que ahora operan allí. Remachó así su posición: “El pueblo de EEUU se pregunta legítimamente por qué debe soportar el peso de garantizar la paz y la estabilidad internacionales. Los europeos se aprovechan de ello, así que también deberían contribuir. Es el mensaje del Secretario [de Defensa de EEUU] Gates, mensaje que yo comparto”.
Tras asegurar que, supuesta la inminente caída de Gadafi, él no desea que sea la OTAN la que tenga que intervenir en el “post-gadafismo”, sino que sea la ONU la que tome las riendas del asunto, mostró su pesimismo sobre el final de esta operación. Si la OTAN ha estado coordinando la ofensiva contra Libia, parece difícil que no sea también la Alianza la que tenga que hacerse cargo de los momentos iniciales de la transición libia. Esto preocupa en la OTAN.
No es preciso escarbar mucho en todo este asunto para advertir que la OTAN está sufriendo una grave crisis, como un navío que hace agua por todas partes sin saber cómo atender a la crítica situación en la que ella misma se ha colocado. Buscando misiones que sustituyesen a su papel durante la Guerra Fría, parece haber entrado en un callejón sin salida. Así, Afganistán sigue siendo un grave problema de difícil solución, en el que la OTAN ya no parece aspirar a una victoria militar, que reconoce imposible a largo plazo, sino que se conformaría con no deteriorar irreversiblemente su imagen y sus posibilidades de subsistir en el futuro, convertida en algo tan peliagudo como el guardián militar de la seguridad internacional. No es una perspectiva que induzca al optimismo, y los países que hoy contribuyen en distinto grado a mantener esta situación bien harán en reflexionar sobre dos cuestiones: si merece la pena seguir sosteniendo la Alianza Atlántica, y con qué habría que reemplazarla si desaparece. No es fácil papeleta.
Publicado en República de las ideas, el 17 de junio de 2011
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