Uno de los principales pilares de la política exterior de EE.UU. (y, por tanto, de un buen número de potencias occidentales) se ha resquebrajado y corre el peligro de deshacerse bajo el ímpetu de la oleada revolucionaria que está movilizando a los pueblos árabes. Es el mito, válido y muy eficaz durante medio siglo para los intereses occidentales, de que Israel era una isla de democracia y respeto a los derechos humanos, rodeada por un océano en el que dominaba un medieval oscurantismo teocrático, donde todo odio y resentimiento tenían cabida y se expresaban sistemáticamente a través del terrorismo.
Ahora, en ese mismo mundo y de un modo poco comprensible en su origen, ha surgido un movimiento de rebeldía, iniciado por una juventud a la que se han sumado en su avance destacadas figuras de la oposición, funcionarios, militares, campesinos, etc. Éstos, a la vez que expulsan a sus corrompidos dirigentes, les exigen responsabilidades y se resisten a ser catalogados desde Occidente como otro movimiento revolucionario más, del tipo de los que han ido conformando nuestra historia.
Se trata de unos pueblos que han sufrido la inédita experiencia de vivir desde dentro la "guerra contra el terror"; que han conocido de cerca los efectos de las invasiones de Iraq o Afganistán. No olvidan que unos pocos días antes de que la coalición occidental iniciara la intervención en Libia, el gobierno de EE.UU. vetó una resolución del Consejo de Seguridad (aprobada por 14 de sus 15 miembros) que denunciaba la ilegalidad de los asentamientos israelíes en la Palestina ocupada. Unos pueblos a los que las filtraciones de WikiLeaks han mostrado la sumisión de la Autoridad nacional palestina ante Israel y EE.UU., tan contraria a los intereses de su pueblo. Empiezan a saber identificar la mentira y el doble juego y a rebelarse contra ellos.
Esos pueblos árabes y musulmanes en ebullición están acostumbrados a la hipocresía de quienes ahora acuden a ayudarles y forcejean para ser vistos en la vanguardia de la preocupación humanitaria universal. Entienden tan bien como nosotros que EE.UU. haya evitado un excesivo protagonismo en el conflicto libio y prefiera servirse de Naciones Unidas y de la OTAN -organizaciones ambas sobre las que ejerce una hegemonía sin par- porque ha aprendido algo de las nefastas experiencias de sus intervenciones militares en Iraq y Afganistán, sin olvidar la trágica aventura somalí.
En el Pentágono, en Washington y en las más destacadas capitales occidentales se sopesa el riesgo que corre su tradicional hegemonía en una zona tan crítica (para la que incluso EE.UU. creó un nuevo mando militar territorial: el AFRICOM), como consecuencia de la súbita irrupción de nuevas ideas y nuevos talantes políticos que no parecen propensos a seguir el juego habitual del neocolonialismo.
Los medios de comunicación, los centros de análisis y reflexión y las organizaciones internacionales de todo tipo se esfuerzan por situarse en este nuevo escenario. Unos lo hacen desde la derecha y propugnan recetas neoliberales, con la finalidad última de que los intereses occidentales no sufran quebranto. Por su parte, desde la maltrecha izquierda que busca reconstruirse en un mundo en el que casi todo le es adverso, las poblaciones alzadas contra sus tiranos y reclamando el derecho a dirigir sus propios destinos son consideradas como una renovada izquierda que brota contra un mundo corrompido.
Podría ocurrir, no obstante, que ambas perspectivas fuesen erróneas. ¿Y si esta oleada revolucionaria fuera realmente fruto de un islam vivido de una manera muy distinta, cuando no opuesta, a la que nos han acostumbrado los estereotipos de siempre y los propios extremistas fanáticos alimentados por el Corán? ¿Podríamos estar ante una nueva vía de desarrollo social y político de los pueblos árabes e islámicos, tan alejada del islamismo fanático como del liberalismo neocolonial?
Razones hay para sospechar que no se trata solo de una rebelión contra los corruptos dictadores árabes sino de una revolución alimentada por la prolongada humillación de unos pueblos cuyos dirigentes habían aceptado la sumisión (política, económica y hasta cultural) ante Occidente a cambio de un apoyo que les permitiera gobernar en tiranía, con tal de que se erigieran en "bastiones frente el terrorismo islámico".
Si así fuera, quedaría al descubierto la trampa que nos ha engañado largamente. Porque bastaría desmentir fehacientemente la acusación de que el islamismo radical está detrás de estas revueltas populares, para poder abordar la cuestión definitiva: ¿y si el triunfo de estas revoluciones se convirtiera en el verdadero "bastión" frente a los fanáticos que, por carecer de toda perspectiva de progreso, solo en una religión que lo abarque y justifique todo encuentran su razón para vivir?
De este modo llegaríamos a la paradoja definitiva de que la más eficaz guerra contra el terror no es la de Bush/Obama sino la que inició en Túnez un agobiado ciudadano que un día, perdida ya toda esperanza, decidió convertirse en una llamarada.
Publicado en CEIPAZ el 11 de abril de 2011
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Escrito por: Miguel.2011/04/17 12:30:44.373000 GMT+2
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