El llamado “excepcionalismo americano” (léase: estadounidense) es un habitual término político que forma parte de la mitología fundacional de EE.UU. Sostiene que este país es único y sin par en el mundo, Dios está siempre a su lado y su destino es llevar la democracia y la libertad al resto de la humanidad, por la fuerza si es preciso.
Pero esa peculiaridad de EE.UU. no es la más destacada, aunque tantas guerras haya promovido al paso del tiempo. Es más difícil entender cómo ese país puede mantenerse como referente mundial en destacados aspectos del desarrollo humano, como la ciencia y la tecnología, mientras que muchos de sus ciudadanos permanecen ajenos e ignorantes de lo que hoy son, para la mayoría de los pueblos desarrollados y civilizados, los fundamentos básicos de la ciencia moderna.
Una encuesta Gallup publicada el pasado 2 de junio mostraba que el 42% de los estadounidenses cree que “Dios creó a los seres humanos en su forma actual hace 10.000 años”, opinión que ha permanecido casi invariable durante las tres últimas décadas. Quienes eso piensan viven al margen de los avances que la ciencia ha logrado en los campos de la geología, paleontología, biología, etc., desde que el primer investigador que estudió un fósil se atuvo exclusivamente a su razón y no a lo que los sumos sacerdotes dictaminaran en nombre de algún dios.
Incluso entre los encuestados que admitían estar “muy familiarizados con la teoría de la evolución” (un 42%) solo un 34% opinaba que los seres humanos han evolucionado sin que ningún poder divino haya influido en el proceso; un 33% se adscribía a la hipótesis de los 10.000 años y un 30% apoyaba una evolución gobernada por Dios. Claro está que considerarse “muy familiarizado” con alguna teoría depende del optimismo del encuestado; hay quien piensa que con afirmar que e=mc² conoce ya a fondo las teorías de Einstein sobre la relatividad. Pero las encuestas son así: se apoyan en lo que dicen las personas y éstas no suelen adoptar la precisión propia del científico.
Hace unos tres años, otra encuesta del mismo instituto descubrió que uno de cada tres estadounidenses (un 30%) acepta al pie de la letra lo leído en los textos bíblicos, porque cree que se trata de la palabra de Dios. Un 17% los consideraba una recopilación escrita por hombres, conteniendo fábulas, leyendas, hechos históricos y preceptos morales. Un 49% consideraba que la Biblia está realmente inspirada por Dios pero que no debe tomarse siempre en sentido literal.
Esta última opinión mayoritaria suscitaría un interesante debate para descubrir qué partes de la Biblia puede cada uno aceptar o rechazar: ¿la narración de la creación? ¿las escabrosas historias de algunos de sus personajes? ¿los hechos racionalmente imposibles? ¿la crueldad de algunos comportamientos y la ternura de otros? ¡Difíciles dilemas!
Puede existir quien asuma textualmente la orden divina expuesta en Dt. 13 (7-12), donde un ser supremo sumamente irritado castiga a todo apóstata: “No tengas piedad de él, no lo perdones ni encubras su crimen. Al contrario, lo matarás. Tú mismo iniciarás el castigo contra él y luego te seguirá todo el pueblo. Lo apedrearás hasta matarlo…”. Elegir qué partes de la Biblia son aplicables a la sociedad actual y cuáles no, es un delicado problema de difícil, si no imposible, solución.
El excepcionalismo estadounidense también influye en el nivel de religiosidad que impregna la vida diaria. No hace falta ser una mezcla de sociólogo e historiador para saber que cuanto más pobre es un país más apegado se muestra el pueblo a las ideas religiosas, consuelo para sus desdichas. EE.UU. es una excepción, como revelaba otra encuesta Gallup de 2010: “Unos dos tercios de los estadounidenses afirman que la religión es importante para su vida. Entre los países más desarrollados, solo en Italia, Grecia, Singapur y los Estados petrolíferos del Golfo se hallan índices comparables”.
Aunque en EE.UU. tan peculiar “exceso” de religiosidad llega a ofuscar y entorpecer a parte de su población el acceso a la ciencia moderna, sumiéndola en un pantano de superstición, en otras culturas el plus de religión presenta un cariz mucho más peligroso. Un precepto islámico, no muy distinto del texto bíblico antes citado, ha condenado a muerte por apostasía a una mujer sudanesa que se convirtió al cristianismo; condena que se mantendrá en suspenso hasta que el bebé que ahora amamanta cumpla dos años. Tan cruel modalidad de ajusticiamiento a plazo fijo no parece encajar muy bien con los mandatos de un Dios al que se tiene por “misericordioso y compasivo”. He aquí otra excepcionalidad, esta vez no americana.
Parece oportuno recordar lo que dijo el físico estadounidense Steven Weinberg, premio Nobel en 1979: “Con religión o sin ella, habría buena gente haciendo cosas buenas y gente malvada haciendo cosas malas; pero para que la buena gente haga cosas malas hace falta la religión”. Algunas personas pueden equivocarse al afirmar que no existieron los dinosaurios o que Eva le dio una manzana a Adán, y también pueden errar al condenar a muerte a una apóstata. Pero la experiencia histórica muestra que nadie se confunde de un modo tan absoluto y entusiasta como cuando lo hace impulsado por sus certezas religiosas.
República de las ideas, 12 junio 2014
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