En un bien razonado artículo publicado en estas páginas el pasado martes (“Sobre la democracia en Europa”, 16 abril 2013) concluía Josep Borrell extrayendo una comprometida consecuencia: “parece que a los europeos del siglo XXI nos falta un enemigo común que aglutine nuestras voluntades”. Era obligado deducir, además, que ese enemigo había de ser enfrentado con medios militares, dado que el antecedente histórico que permitía llegar a esa conclusión era la guerra de las llamadas trece colonias americanas contra un enemigo común: la Inglaterra colonial de Jorge III, guerra que nada tuvo de simbólica y derramó mucha sangre en el campo de batalla.
De ser esto cierto, habría que deducir que la Unión Europea necesitaría seguir el camino neoconservador tan bien trazado por los gobernantes de EE.UU. en los últimos decenios. Desde que se desintegró la URSS, EE.UU. ha venido necesitando sucesivos enemigos que desempeñaran las funciones indispensables para mantener en pie el complicado tinglado político, económico y militar que se fue fraguando en el país durante la Guerra Fría.
Veamos cuáles. Enemigos necesarios para mantener viva una permanente sensación de miedo en la población, que la haga más gobernable y menos propensa a la rebeldía; para justificar una creciente pérdida de libertades y derechos humanos, lo que suele acompañar siempre a las situaciones de guerra semipermanente; para mantener activo y expansivo el complejo industrial-militar (además de investigador, académico, cultural, etc.), empeñado en la búsqueda de nuevos artefactos bélicos (como los drones, sin ir más lejos) que hagan soñar con una futura seguridad absoluta; y para algunos otros efectos, incluso ajenos al plano puramente material, como la distorsión de la capacidad humana de percepción de la realidad, a lo que tan generosamente contribuyen muchos medios de comunicación.
Como ejemplo de esto último, conviene tener presente cómo el reciente atentado de Boston, con tres muertos y un centenar y medio de heridos, ha hecho resonar los tambores de alarma en todos los medios, algunos de los cuales ni siquiera se enteraron cuando, como se recordaba en un diario digital español, hace un par de meses un misil Scud sirio aniquiló una entera manzana de casas en Alepo, causando la muerte a medio centenar de personas, muchos de ellos niños.
Es lo que pasa cuando los enemigos nos vienen designados desde fuera y no son parte de nuestra propia percepción. Ocurre así cuando están incluidos en la “guerra universal contra el terror”: entonces ya no es necesario pensar individualmente y basta con saber de qué hay que abominar por sistema y qué es lo que no conviene resaltar.
En EE.UU., por ejemplo, se ha dado mucho más peso a las casi 3000 víctimas del 11-S, producto del terrorismo, que a los 19.000 estadounidenses que en 2010 se suicidaron o a los 11.000 que perecieron ese año por disparos de arma de fuego. Menosprecio que se extiende a los 32.000 que en 2011 murieron en accidente de tráfico. ¿Es que son vidas de distinto valor específico? ¿O es que el valor se lo proporciona la existencia de un determinado tipo de enemigo: el definido por las autoridades?
Como escribe Tom Engelhardt, que desde su atalaya web (www.tomdispatch.com) se esfuerza en ser el “antídoto frente a los medios dominantes”, los norteamericanos aceptan sin pestañear el equivalente anual a más de seis veces los muertos en el 11-S si se trata de suicidios, o más de diez veces en las muertes en carretera.
Otro ejemplo: Si hubiera tenido éxito el tan difundido intento de aquel terrorista que en diciembre de 2009 llevaba bajo su ropa explosivos suficientes para volar el Airbus que transportaba a 290 pasajeros desde Ámsterdam a Detroit, no cabe duda de que se habría producido una horrorosa matanza atribuible al terrorismo. Pero para alcanzar la cifra de suicidios antes citada hubiera sido preciso destruir 65 aviones, y más de 110 para igualar las muertes anuales en carretera. ¿Reciben estas tragedias el mismo trato en los medios de comunicación y en las preocupaciones gubernamentales?
Si fuera la vida de sus ciudadanos el principal desvelo de los gobernantes, éstos deberían haber declarado la guerra -en este caso, solo simbólicamente- a la industria del automóvil o a la de las armas de fuego, y haber invertido ingentes recursos económicos y humanos creando estructuras de todo tipo para evitar que continuase tan grave sangría humana.
Lo anterior viene a cuento porque la necesidad de disponer de un enemigo para alcanzar objetivos que nada tienen que ver con enfrentamientos concretos o conflictos reales, conduce a la larga a situaciones caóticas, como se comprueba sin más que observar el panorama internacional creado por la histérica “guerra contra el terror” de Bush II, contra un enemigo que nunca supo definir -porque es por naturaleza indefinible- y siempre se le escabulló, porque no sabía bien dónde estaba.
Si las voluntades de los europeos no son capaces de aglutinarse a falta de un enemigo exterior, quizá fuera mejor deducir que los europeos tienen pocos deseos de unirse y mejor sería buscar soluciones a nuestros problemas por otros caminos.
República de las ideas, 20 de abril de 2013
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