No es ajeno a un posible agravamiento de la crisis ucraniana el hecho de que en EE.UU. tendrán lugar el próximo mes de noviembre las elecciones de mitad del mandato, a fin de renovar toda la Cámara de Representantes y un tercio del Senado y para las que Obama intentará reforzar su capacidad de "hablar alto y claro" en la escena internacional, como le exige insistentemente el partido republicano y el ala más conservadora del suyo. El modo más eficaz de lograrlo será marcando bien sus discrepancias con la política rusa en Ucrania y manteniéndose con firmeza en la vanguardia del frente internacional de sanciones y amenazas que estos días se ciernen sobre Moscú.
Esta mentalidad que domina en Washington no es nueva y recuerda a la fallida reelección de Jimmy Carter, en la que el partido republicano se aferró a la bandera de "volver a hacer fuerte a América (léase EE.UU.)" para curar los daños causados en el prestigio de la superpotencia por la supuesta política débil del presidente saliente. Pero del mismo modo como EE.UU. apreció erróneamente el entusiasmo con el que sus ejércitos serían recibidos como liberadores por el pueblo iraquí y se apresuró a invadir el país, ahora se corre el riesgo de valorar mal el desarrollo de los acontecimientos en Ucrania y, sobre todo, sus circunstancias geopolíticas y la determinación de Moscú de asegurar sus intereses en un país con el que Rusia ha estado estrechamente vinculada a lo largo de toda su historia.
La intención de EE.UU. y de sus socios europeos para aparecer como los "buenos" en una peligrosa situación artificial, creada de modo traicionero (como siempre, claro) por las intrigas de Moscú, se ha ido diluyendo a medida que se conoce más detalladamente cómo Washington y Bruselas han intervenido en los asuntos internos de Ucrania. Ya no es posible mantener la ficción de que no ha existido un golpe de Estado, a medida que van quedando al descubierto las maniobras que condujeron al abandono del presidente legítimamente elegido y al triunfo de unos revolucionarios que en todo momento tocaron al son que les dictaban sus inductores occidentales.
Una muestra de ese modo de vivir en una cápsula aislada de la realidad, tan propio en ocasiones de la política exterior de Washington, es el comentario del Secretario de Estado de EE.UU., John Kerry, en la cadena NBC apenas hace tres semanas: "No se va por ahí invadiendo otros países con pretextos falsos, para defender los intereses propios". Y añadió: "Es un comportamiento propio del siglo XIX en pleno siglo XXI". No se confunda el lector: no se trataba de una educada petición de perdón por la invasión estadounidense de Irak: se estaba refiriendo concretamente a la anexión rusa de Crimea.
Es posible confundirse también al valorar las intenciones del propio presidente Putin. Cuando en el solemne salón de San Jorge del Kremlin moscovita Putin declaró que "en los corazones y en las mentes del pueblo Crimea ha sido siempre una parte inseparable de Rusia", convicción que él basó en "la verdad y en la justicia", sería erróneo ver en tal declaración una reafirmación de cierta voluntad de imperio, al estilo de lo que propugnaba uno de los llamados "puntos de la Falange Española" y que se convirtió en el 3º de "Los XXVI puntos del Estado Español" que rigieron la política del franquismo.
La realidad es algo más compleja, como opinan los que conocen mejor los entresijos del Kremlin. Algunos de éstos opinan que, más que un plan lentamente preconcebido y astutamente llevado a cabo, lo que está ocurriendo es una reacción, a veces impulsiva y poco reflexionada, ante la política de hostigamiento a largo plazo que, según Moscú, viene desarrollando la Unión Europea a instancias de Washington.
Lo que Putin teme son las situaciones revolucionarias: "Odia la revolución -afirma un cercano asesor del Kremlin- pues es un contrarrevolucionario nato". Dos factores han influido en sus decisiones, según él. Uno de ellos es el rechazo occidental a la propuesta de Putin para una solución negociada del conflicto ucraniano, con un Gobierno de transición de todas las fuerzas políticas, el desarme de las bandas armadas rebeldes y la conservación del ruso como segundo idioma oficial: "Si se hubiera aceptado, Crimea seguiría siendo parte de Ucrania".
El segundo factor es ver en el conflicto de Ucrania la culminación de muchos años de actitudes hostiles contra Rusia en la comunidad internacional. "Nos dicen que estamos violando las leyes internacionales... ¡es bueno pensar que ellos creen que existen esas leyes! Mejor tarde que nunca", dijo Putin entre ovaciones en su alocución kremliniana. En resumen: si "ellos" violan cuando quieren la legislación internacional, ya va siendo hora de que "nosotros", alguna vez, podamos hacer lo mismo.
Un inmediato asesor de Putin aclara: "Andarse con miramientos cuando los demás hacen lo que quieren no es pragmático. Putin se ha hecho realista". Tenemos la sensación, declara otro, de que "hagamos lo que hagamos, Occidente no lo aceptará, así que las cosas no pueden mejorar". Putin cree que Rusia ha dado muchos pasos hacia el compromiso y el acuerdo, sin haber recibido la menor señal de aceptación y concordia.
De nuevo, EE.UU. y Rusia entran en la nebulosa de los malentendidos en que se desarrolló gran parte de la Guerra Fría. Si un Obama con preocupaciones electorales próximas se une a una OTAN necesitada de una publicidad que compense su fracaso en Oriente Medio y a un Putin receloso, que se siente acorralado por los enemigos de siempre, la mezcla así formada puede tener resultados explosivos. Esperemos que nadie le aplique una mecha encendida.
CEIPAZ, 25 de marzo de 2014
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