Como ya se ha comentado en pasados artículos, durante la larga lucha contra el Estado Islámico (EI) en Irak las fuerzas kurdas combatieron apoyadas por EE.UU. para contribuir con gran arrojo a la destrucción del califato suní. Los kurdos consolidaron de ese modo una estrecha alianza con EE.UU., que les proveyó de armas, entrenamiento y suministros, además de un eficaz apoyo aéreo en sus operaciones.
Pero las alianzas y antialianzas en Oriente Medio siempre han sido asunto complejo desde que, a raíz de la Primera Guerra Mundial y para desarticular el Imperio Otomano, los aliados occidentales irrumpieron en esa región, modificando fronteras, inventando Estados, desplazando pueblos y enfrentando a unos contra otros para mejor provecho propio.
Ahora ha sido Turquía la que en una sorprendente e imprevista (¿en qué estaba pensando la antena de la CIA en Ankara?) operación militar ha atacado un pueblo kurdo del noroeste de Siria, Afrin, dominado por las llamadas Unidades de protección del pueblo (YPG), fieles aliadas de EE.UU. en su pasada lucha contra el EI.
Erdogan las considera fuerzas terroristas, afines al Partido de los trabajadores de Kurdistán, que lleva varios decenios de sangrienta lucha por la independencia kurda. Aquí es donde empieza a fallar la antigua y sólida relación entre EE.UU. y Turquía, ambos importantes socios de la OTAN, porque Washington había previsto servirse de las citadas Unidades de protección kurdas para cubrir la frontera siria con Turquía e impedir que allí se volviesen a asentar grupos residuales del EI o incluso de Al Qaeda.
El plan estadounidense no carecía de lógica. El desmantelamiento del EI ha dejado libres -y sin su fuente habitual de ingresos- a muchos combatientes endurecidos en la guerra, que podrían reconstruir nuevas milicias. Por eso, prefiere que sean fuerzas locales, en este caso kurdas, las que establezcan una zona segura entre Siria y Turquía.
Complica aún más la cuestión el hecho de que el Gobierno turco no tuvo en cuenta a la OTAN para explicar sus pretensiones de seguridad nacional, sino que acudió a Moscú para obtener allí la luz verde que le permitiera atacar a los kurdos de Afrin.
Todo parece indicar que Erdogan, el nuevo sultán otomano del siglo XXI, pretende reforzar su presencia imperial en Oriente Próximo, para lo que necesita desplazar a su aliado otánico, EE.UU., y abrirse a otros espacios, como ya lo ha hecho estableciendo bases en Catar y Somalia, y mostrando su repulsa ante la decisión de Trump de aceptar a Jerusalén como capital israelí.
Se puede decir que Turquía y EE.UU. se han enfrentado militarmente entre sí por intermedio del pueblo kurdo. Si a esto se suma que, para EE.UU., Irán y Rusia siguen siendo Estados peligrosos a los que conviene vigilar y contener, la posición de Turquía en el nuevo Oriente Medio que se reconfigure tras la derrota definitiva del EI y el fin de la guerra civil siria va a dar mucho que hablar todavía.
En el fondo parece subyacer una vieja cuestión que afecta a la propia esencia de la OTAN. Es la misma idea que en 1966 llevó a De Gaulle a abandonar la estructura militar de la Alianza, para desembarazarse de la presión de su poderoso aliado de ultramar, la que hoy parece preocupar también en Ankara: ¿Es la OTAN un instrumento que, en último término, siempre estará al servicio de la política exterior de EE.UU. sobre la de los demás socios?
Conjugar sus inocultables ambiciones regionales y su pertenencia a la Alianza Atlántica puede poner a Turquía en una difícil e incierta situación, de la que se podrán aprovechar, entre otros, Rusia, Irán o Arabia Saudí, complicando todavía más el ya enrevesado mapa del Oriente Medio.
Una vez más, la Historia muestra que las repercusiones de los actos llevados a efecto con objetivos temporales limitados (tratados de paz tras la 1ª G.M., implantación del Estado israelí, invasión occidental de Irak, etc.) pueden producir efectos imprevistos muchos decenios después.
Publicado en República de las ideas el 25 de enero de 2018
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