La mecha que provocó la explosión ciudadana en Charlottesville (Virginia, EE.UU.), que culminó con el brutal atropello de ciudadanos indefensos por un exaltado "supremacista blanco", fue la propuesta de eliminar una estatua del general confederado Robert E. Lee en un parque público de la ciudad.
El general Lee fue el jefe de los ejércitos de la Confederación sudista durante la Guerra Civil (1861-65) y tras su muerte se convirtió en una figura simbólica para todos los nostálgicos de aquel Sur, esclavista, blanco, religioso y fanático, junto con la bandera aspada que ha seguido ondeando hasta hoy en numerosos domicilios privados y edificios públicos de los antiguos Estados sudistas.
Varios años de residencia en los Estados de la franja meridional de EE.UU. me permitieron comprobar la vitalidad de esta memoria en amplios sectores de la población. Aunque Barack Obama opinó que la citada bandera debería quedar relegada a los museos, como un residuo de la historia de la nación, sus defensores sostienen que se trata de un símbolo indispensable del legado histórico de EE.UU., que nada tiene que ver con la esclavitud, la raza o la religión sino con el recuerdo de sus antepasados que murieron con honor para defenderla. Un episodio más de esa irracional lucha de símbolos que tan a menudo conduce a los pueblos a sangrientos e inútiles enfrentamientos.
Es lo que ha ocurrido ahora, porque el odio que sembró aquella guerra ha resurgido violentamente. Tras más de siglo y medio, el pueblo estadounidense sigue mostrando peligrosas fracturas ideológicas por las que fluye la ardiente lava del odio étnico y la xenofobia, excitados en esta época de guerras, terrorismo y migraciones masivas.
Trump ha contribuido en gran manera a fomentar esta crítica situación porque ha perdido los papeles y ya no sabe a qué asesores recurrir para llenar sus peligrosos vacíos mentales. Durante la campaña electoral halagó con mensajes de odio a los sectores más ultraderechistas del electorado, incluyendo las organizaciones de la supremacía blanca, dominantes de muchos Estados del Sur, con un discurso populista y xenófobo.
Los incidentes del pasado fin de semana en Virginia no han sido una sorpresa. Ya en junio de 2015, un adorador de las armas y la bandera sudista atacó una iglesia metodista en un barrio de población negra en Charleston (Carolina del Sur), asesinando a nueve personas. Al ser detenido, confesó que el motivo de su agresión era encender la mecha de una guerra racial.
Mucho más recientemente, el pasado 5 de agosto, un desconocido lanzó una bomba contra una mezquita somalí en Minneapolis, que afortunadamente no produjo víctimas. Aunque el gobernador del Estado lo calificó de terrorismo, el Fiscal General no compartió esa opinión y Trump ni siquiera aludió al asunto.
De ahí que lo ocurrido en Charlottesville poco después fuese previsible. Trump, tan prolífico como infantiloide al publicar sin freno sus espontáneas opiniones, permaneció algún tiempo en silencio. Luego, presionado por la creciente marea pública alzada contra los supremacistas blancos, recurrió al tuit para repudiar la violencia procedente "de muchas partes". Al final, hubo de reconocer que la violencia en este caso no estaba repartida por igual en "muchas partes", porque el sustrato formado por los supremacistas blancos y los nostálgicos del general Lee fueron los principales agentes de los altercados, sublimados en el salvaje supremacista que al volante de su automóvil se lanzó a atropellar pacíficos manifestantes. O por los neonazis que, armados como para ir a la guerra, invadieron la ciudad para imponer su violencia, como muestra la fotografía.
El Gobernador de Virginia declaró el estado de emergencia tras el atentado y prohibió la marcha de los nazis y supremacistas blancos a los que pidió: "Simplemente: volved a casa. No os deseamos en esta gran comunidad. Avergonzaos". No le hicieron mucho caso y hasta el Ku Klux Klan agradeció a Trump su presunta ecuanimidad al juzgar las causas del conflicto.
En la "era Trump" ya no resulta anómalo encontrar por la calle manifestaciones amparadas bajo las banderas nazis o confederadas, desfiles nocturnos con antorchas al estilo del KKK insultando a los ciudadanos negros y denunciando a los judíos. Concluir la fiesta con un automóvil aplastando manifestantes antinazis por la calle era algo casi obligado después.
Trump ha perdido los papeles. Y en esto reside el peligro que acecha a la humanidad. Cuando un Gobierno asiste estupefacto a los disturbios populares que sus repetidos errores han provocado tiene una solución que forma parte del abecé de la política: buscar fuera algún problema que permita curar la fractura interior que su incompetencia ha generado y que una a los ciudadanos frente a una amenaza externa. Corea del Norte y Venezuela parecen aspirar a convertirse en oportunas cabezas de turco para el desacreditado inquilino de la Casa Blanca, sobre cuyo final ya se empiezan a cruzar apuestas.
Publicado en República de las ideas el 17 de agosto de 2017
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