La guerra hoy llamada antiterrorista distorsiona muchos de los principios en los que se basaba la guerra clásica; suprime de un plumazo casi todas las leyes y preceptos tácticos y estratégicos elaborados por los teóricos de la guerra, desde Sun Tzu a Clausewitz. Esto es así porque, por un lado, para los altos mandos que la dirigen se trata de desarrollar acciones bélicas contra enemigos no propiamente militares, en un teatro de operaciones que se confunde con el ámbito de la vida cotidiana de la población que allí reside.
Por otra parte, para los soldados que la llevan a efecto, por muchas reglas de enfrentamiento que se dicten para prevenir la violencia contra los inocentes -mujeres, niños y ancianos-, todos estos quedan a merced de las incidencias de la guerra igual que si estuvieran encuadrados en la primera línea de combate enemiga. Además, ocurre que los éxitos y fracasos de las operaciones antiterroristas se suelen valorar por el número de cadáveres enemigos generados al fin de cada jornada, a falta de cotas a conquistar o de líneas enemigas a ocupar.
Entre esas operaciones antiterroristas se han dado casos de aniquilamiento de toda una población campesina mediante napalm, desbrozando previamente la zona con el deletéreo “agente naranja” -como ocurrió en Vietnam- o el exterminio violento e imprevisto, fulminándolos por sorpresa desde el aire, de los asistentes a una ceremonia religiosa, confundida con una concentración de terroristas por las “infalibles” fuentes de información de los servicios que dirigen a distancia la acción, presuntamente “quirúrgica”, de los omnipresentes drones.
Todo eso ha venido contribuyendo a crear en las tropas más implicadas en la guerra antiterrorista una sensación de impunidad ante acciones que violan las más elementales leyes del derecho internacional humanitario, impunidad que suele extenderse por conducto reglamentario hasta alcanzar los más elevados escalones del mando. Es así como conviene interpretar la “Historia del soldado Charlie”, publicada en el suplemento dominical de El País del pasado 12 de mayo, que tanto ha chocado a muchos de los lectores de ese diario, sobre todo por tratarse de un soldado español. Testimonio tan estremecedor de la brutalidad esencial del antiterrorismo militarizado obliga a reflexionar sobre qué es lo que se quiere conseguir en cada caso y cuáles son los medios más adecuados para alcanzarlo, sin necesidad de copiar o adaptar los manuales tácticos que genera el Pentágono para sus propios fines.
La historia de las guerras recientes muestra lo fácil que es derivar hacia una degeneración moral de los combatientes, como la que en Vietnam creó el neologismo inglés fragging, palabra con la que se designaba el hecho de atacar al propio jefe lanzándole por la espalda una granada de mano, cuando sus órdenes o exigencias no eran del agrado de los soldados que debían ejecutarlas.
Una consecuencia de lo anterior fue la supresión del reclutamiento obligatorio en EE.UU. en cuanto se dio por terminada la guerra de Vietnam. Se trataba de eliminar los problemas disciplinarios que tanto habían contribuido a la descomposición militar. Sin embargo, para algunos analistas estadounidenses eso supuso el final de la democracia en los ejércitos. Un conocido periodista escribió: “El ejército [de conscripción] era democrático y el Gobierno se veía forzado a reconocer y respetar los deseos de la población y de los soldados y oficiales civiles que lo constituían. Lo que Vietnam destruyó fue el ejército democrático. El nuevo ejército profesional de voluntarios hace posible las guerras no democráticas, ideológicas por su naturaleza y motivos, y las guerras interminables”.
Pero el retorno al ejército de conscripción es imposible ya en EE.UU. En las últimas guerras “clásicas” de EE.UU. (la 2ª G.M. y la de Corea), el reclutamiento se valoraba mayoritariamente como algo patriótico que no admitía excepciones: era lo que había que hacer. Pero en Vietnam, la primera gran guerra antiterrorista que libró el país, desapareció la universalidad del servicio: había más negros que blancos empuñando las armas, y no era fácil encontrar allí a los jóvenes de las clases altas, a los que las juntas de reclutamiento solían enviar a destinos alejados de los disparos. Como le ocurrió al expresidente Bush (camuflado en la Guardia Nacional de Texas) o a su vicepresidente Cheney, que se vio forzado a justificar su ausencia de la guerra alegando que tenía “otras prioridades” que le hicieron buscar subterfugios para eludir el reclutamiento.
Sin embargo, es erróneo considerar no democráticos a los ejércitos profesionales de alistamiento voluntario. El ejército no es más ni menos democrático que el Estado al que sirve. Los desmanes (torturas, abusos, violaciones, desapariciones…) publicados profusamente en los últimos años se producen cuando la democracia es una virtud para uso interior de la propia población pero se desdeña cuando se combate contra pueblos extraños, tenidos por inferiores. Además, soldados voluntarios o forzosos, por igual, han oprimido y exterminado en ocasiones a sus propios pueblos en los regímenes dictatoriales. Los ejércitos son instrumentos de muy delicado uso: como las armas domésticas. El abuso de unos y otras suele conducir a situaciones de muy alta peligrosidad.
República de las ideas, 17 de mayo de 2013
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