La pregunta que da título a este comentario suele hacerse cada vez que se decide, sea en países democráticos o en regímenes autocráticos, la cuantía de los recursos que el Estado dedicará a sus fuerzas armadas. Sin embargo, raras veces la cuestión se plantea con tanta crudeza sino de forma limitada, casi siempre referida a algún gasto militar pendiente cuya necesidad no sea percibida por la población: ¿Para qué necesitamos submarinos nucleares, cazabombarderos, despliegues militares en el extranjero o unas voluminosas fuerzas terrestres? La respuesta se alcanza bien sea por la omnímoda voluntad de un dictador, o tras discusiones más o menos formales en los órganos consultivos o parlamentarios, cuando estos existen y funcionan.
Las respuestas a la pregunta arriba planteada suelen variar a lo largo del tiempo para un mismo país cuando cambian las circunstancias internacionales, y abarcan facetas de muy variada naturaleza. Como ejemplo extremo y más bien anecdótico, cabe recordar que el Estado teocrático del Vaticano posee un minúsculo ejército, la llamada Guardia Suiza, armado a la usanza medieval, para fines honoríficos y ciertas actividades policiales, y cuya existencia se debe a una tradición secular que muchos ya no comparten, puesto que la defensa del Estado vaticano depende de Italia.
En el extremo opuesto de la escala se encuentra EE.UU., la superpotencia militar absoluta, sin parangón en el resto del planeta, tanto hoy como en el futuro previsible. Sus ejércitos cubren todo el mundo, compartimentándolo en mandos militares que se responsabilizan de todos los continentes. Su red de bases terrestres, navales o aéreas constituye una especie de guarnición residente (al estilo del Imperio Romano, sus campamentos legionarios y sus calzadas militares) que engloba a la totalidad de la humanidad. En los últimos años, dispone además de una red de bases de aviones no tripulados (drones) que le da la capacidad de matar o destruir cualquier objetivo, por encima de cualquier frontera y sin el riesgo de sufrir bajas ni la necesidad de pisar el territorio atacado.
Aparte de los medios propiamente militares, en los que invierte más recursos financieros que la suma de los siguientes 12 países en la lista de gastos de defensa, EE.UU. posee los mejores fabricantes de armamento moderno, que dominan sin competencia los mercados de la defensa en todo el mundo. Sus sistemas de satélites y sus redes de vigilancia espacial, electrónica y cibernética pueden espiar todas las comunicaciones que se efectúen en cualquier lugar. Sus agencias secretas son capaces de secuestrar individuos tenidos por peligrosos, sin reparar en trabas legales ni soberanías estatales.
Pues bien, a pesar de todo lo anterior ¿para qué le han servido a EE.UU. sus fuerzas armadas en las últimas intervenciones bélicas en Irak y en Afganistán? En ninguna de ambas guerras el más poderoso mecanismo bélico que ha conocido jamás la humanidad ha logrado alcanzar los objetivos políticos y estratégicos para los que aquéllas se desencadenaron. El resultado conseguido ha sido la desestabilización general de una de las regiones consideradas de mayor interés para EE.UU.
¿Quiere lo anterior decir que las fuerzas armadas son en todo caso inútiles y superfluas, cuando no perjudiciales? De ningún modo. Algunas guerrillas insurgentes, mejor o peor jerarquizadas y organizadas, son en verdad “fuerzas armadas” que en ocasiones alcanzan los objetivos que se proponen, de lo que los talibanes afganos son hoy un claro ejemplo. Otro ejemplo son las fuerzas armadas israelíes, que mantienen oprimido al pueblo palestino con mano dura y ocupan militarmente su territorio, lo que constituye su objetivo principal, aunque para ello no necesiten las armas nucleares que también poseen.
¿No es más apropiado reconocer que las guerras pueden ser perdidas por los ejércitos más poderosos y mejor armados, frente a una resistencia en ocasiones más débil y peor organizada? Las retiradas estadounidenses de Irak y Afganistán así lo confirman. Esto nos lleva a la conclusión de que los ejércitos siguen siendo eficaces instrumentos de muerte y destrucción, o lo que es lo mismo, de desestabilización, pero sobre ellos no se pueden elaborar en el siglo XXI estrategias de dominio político, al estilo de lo que fue habitual en las guerras clásicas. Roma militarmente modeló lo que después habría de ser Europa, gracias a la actividad de sus legiones; EE.UU. ahora se muestra incapaz de modelar el resto del mundo sobre la base de su inigualable poder militar, a pesar de no haber abdicado de esa intención, tan sostenida e invariable a lo largo de su historia.
Uno de los peores errores en que pueden incurrir los gobernantes de Washington es ignorar esta nueva realidad y seguir aferrados a la vieja idea de imponerse al mundo por la fuerza de las armas. Y los gobernantes de segunda fila, como los que participaron en el ataque a Libia en 2011, al observar la situación en la que se debate este desgraciado país, también deberían reflexionar sobre la imposibilidad de llevar estabilidad y paz a ninguna región del mundo con el solo recurso a los ejércitos. Queda claro, pues, que esto es algo para lo que los ejércitos no sirven: una respuesta en negativo a la pregunta planteada en el título de este comentario.
República de las ideas, 25 de octubre de 2013
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