El veterano jefe de una de las más conocidas organizaciones mafiosas italianas dirigía a distancia, desde un remoto refugio campesino, las actividades de sus secuaces mediante notas escritas en pequeños fragmentos de papel que hacía llegar a los responsables que debían ejecutar sus órdenes. Sin firma ni identificación alguna que permitiera a la policía, si caían en sus manos, tirar del hilo para descubrir a los cabecillas mafiosos, la “familia” funcionaba con criminal eficacia sin apenas dejar rastro ni huellas; ni qué decir tiene que el uso del teléfono estaba del todo proscrito.
Las actividades delictivas, como a diario se observa sin más que seguir en los medios de comunicación españoles las investigaciones que van poniendo al descubierto las corruptas triquiñuelas que afectan a distintos niveles de la política nacional, van dejando rastros que, al cabo del tiempo, siempre acaban por facilitar el desenmascaramiento de los delincuentes. Pero no solo se trata de delincuentes privados, sino que también llegan a salir a la luz las actividades subterráneas de algunos organismos públicos que a menudo se mueven en las cloacas de los Estados.
Esto ha ocurrido ahora a raíz de un pleito planteado en un juzgado del Estado de Nueva York (EE.UU.) entre dos empresas privadas, relacionadas con la aviación comercial, que se reclamaban mutuamente ciertos impagos. Un intermediario aeronáutico y una compañía de alquiler de aviones privados, en su pugna porque la justicia les diera la razón, han hecho salir a la luz una extensa documentación relacionada directamente con los famosos “vuelos secretos” de la CIA, que tanto dieron que hablar en su momento y que llegaron a poner en apuros a los gobernantes de varios países implicados en ellos.
Esos vuelos trasladaron a numerosos supuestos terroristas entre las distintas cárceles ocultas que la CIA utilizó a partir de 2002, donde eran sometidos a tortura para obtener información que permitiera apresar y torturar a nuevos sospechosos, en una brutal cadena a la que solo puso fin el escándalo internacional que provocó. Los transportes ilegales de presuntos terroristas, muchos de los cuales acabaron en Guantánamo, se hicieron dentro de una cultura burocrática, de tipo oficial, que exigía facturas, recibos y justificantes de cualquier gasto. La CIA no despilfarraba. Si podía conseguir lo mismo pagando menos, no vacilaba en hacerlo; y el control de los gastos incurridos en esas operaciones clandestinas quedó bien registrado documentalmente.
Los trayectos efectuados por los reactores privados alquilados por la CIA para trasladar a los prisioneros, figuran detallados en numerosos documentos que el pleito antes citado ha sacado a la luz. Si hasta ahora se sospechaba la existencia de esos vuelos por deducciones de otro tipo, ahora se tiene la prueba documental de que, por ejemplo, el imán egipcio Abú Omar, que fue secuestrado en Milán a plena luz del día por agentes de la CIA en febrero de 2003, fue inmediatamente trasladado a El Cairo, donde él afirmó que había sido torturado.
La montaña de papeles, utilizados en el pleito como prueba, contiene detalles significativos de lo que cobraban las tripulaciones de los vuelos contratados, de los hoteles donde se alojaban y, claro está, de las ciudades donde se hallaban las cárceles secretas de la CIA, y de los países donde la policía nacional actuaba al servicio de la CIA para extraer información a los prisioneros. Las hojas de ruta citan a Guantánamo, naturalmente, pero también a Kabul, Rabat, Bucarest, Bangkok, etc. Si a esto se añaden las declaraciones verbales de los responsables de las compañías implicadas en el pleito, se deduce que para ellos se trataba de un negocio más, donde incluso se hacían rebajas para fomentar sucesivas operaciones. Que el “pasajero” trasladado fuera sedado mediante supositorios o atado al asiento del avión era un asunto que no preocupaba a los empresarios aeronáuticos.
Ha sido la organización no gubernamental Reprieve, defensora de los derechos humanos de los prisioneros en cualquier parte del mundo, la que ha descubierto esta documentación, libremente disponible para cualquiera que lo desease. Su director afirmó: “Esto explica por qué la CIA ha podido utilizar una red de centros de tortura durante varios años sin ningún problema. Muestra también la farsa con que la CIA rechazaba las alegaciones de tortura por los prisioneros, aduciendo que ponían en peligro la seguridad del Estado, mientras que los documentos que describían este siniestro negocio estaban al alcance de cualquiera”.
Se puede deducir, al fin de esta deleznable historia, que “no hay mal que por bien no venga” ya que, en este caso, gracias a la minuciosa burocracia y su obsesión por el papeleo, la Historia de la ignominia puede añadir un capítulo más.
Publicado en República de las ideas el 23 de septiembre de 2011
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