La obsesión por alcanzar la seguridad absoluta y universal es uno de los efectos perniciosos más habituales que llegan a aquejar a los gobernantes de un país cuando sobre éste se abate la plaga del terror. Es especialmente el terrorismo el causante de ese trastorno, que a menudo les impide actuar con la deseable serenidad y les induce a tomar decisiones irreflexivas que, en muchos casos, agravan el problema en vez de resolverlo. Esto se debe a que, a pesar de que una catástrofe natural puede llevar consigo mayor destrucción y pérdida de bienes y vidas humanas que un acto terrorista, las calamidades de la naturaleza no suelen reivindicar nada, mientras que tras todo acto terrorista existe siempre algún tipo de demanda -por absurda o irracional que parezca- que los gobernantes necesitan analizar a fin de aprestar los instrumentos adecuados que impidan su repetición. (Hago aquí un breve inciso: también, en ocasiones, una catástrofe natural reivindica las leyes de la naturaleza: construcciones en cauces fluviales, arrasamiento de zonas arboladas, deterioro del medio ambiente, etc. Pero no se trata ahora de este asunto).
Muchos países han venido padeciendo sangrientas acciones terroristas sin que por ello se tambalearan los cimientos de la sociedad ni ésta entrara en una larga crisis. Los salvajes atentados causados por el independentismo norirlandés o por los terroristas etarras no fueron capaces de trastocar radicalmente la vida en el Reino Unido ni en España, ni mucho menos pudieron grabar a fuego en la opinión pública la idea de que, tras ellos, "todo ha cambiado y empieza una nueva era", como ocurrió después de los atentados de Al Qaeda contra EEUU, hace ahora diez años.
Todo cambió, evidentemente, tras el 11-S, no solo por la brutalidad instantánea del hecho y su carácter inusitado para la superpotencia imperial, sino por la reacción que los atentados produjeron en la política de EEUU (y, en consecuencia, en la mayor parte del mundo occidental), cuyos peores efectos todavía perduran: Guantánamo, por ejemplo, sigue mostrando al mundo su ignominia, y el rodillo de la guerra arrasó -y lo sigue haciendo- a muchos pueblos del Oriente Medio que poco o nada tuvieron que ver con aquellos atentados.
En EE.UU., el Gobierno se transformó: se crearon nuevos organismos sólo orientados a combatir el terrorismo, como el Departamento de Seguridad Interior o el Centro Nacional Contraterrorista; el FBI, de ser el tradicional guardián de la ley, pasó a convertirse en un centro de adquisición de información antiterrorista, utilizando dudosos métodos para revelar la existencia de posibles terroristas antes de que éstos actuaran; y, lo que es peor, el Congreso autorizó al Gobierno a indagar en la vida privada de los ciudadanos hasta extremos nunca alcanzados, limitando seriamente algunos derechos básicos.
Se creó la ilegal figura del "combatiente enemigo"; se ignoraron las convenciones internacionales de aplicación en casos de guerra; se "eliminaron" sospechosos y desaparecieron las garantías jurídicas para ciertos tipos de personas, según arbitrarias decisiones solo basadas en conjeturas no probadas. Se llegó a afirmar oficialmente que el Presidente, en su condición de Comandante en Jefe, podía tomar cualquier decisión para hacer frente al enemigo, incluso si era contraria a la legislación internacional o a las resoluciones del Congreso.
Pero lo más absurdo no está en los aspectos jurídicos o militares de la transformación que sufrió EEUU, sino en lo que afecta a los recursos económicos. Según informes de Tony Blair, actual representante del Cuarteto de paz para Oriente Próximo (formado por la ONU, la UE, EEUU y Rusia), el número total de terroristas pertenecientes a Al Qaeda y organizaciones afines está entre tres mil y cinco mil individuos en todo el mundo. Y según un almirante estadounidense retirado, que ejerció responsabilidades en los órganos la inteligencia nacional, EEUU invierte unos 80.000 millones de dólares al año en la lucha antiterrorista, sin incluir en esta cifra los enormes gastos de los despliegues militares en Afganistán e Iraq.
Se deduce fácilmente, con una simple operación aritmética, que EEUU está gastando entre 16 y 27 millones de dólares al año por cada posible individuo terrorista capaz de amenazar su seguridad. ¿Puede uno siquiera imaginar lo que podría hacerse con esa suma a fin de erradicar las semillas en las que hoy crece el terrorismo?
Durante los largos años de la Guerra Fría, el anticomunismo suscitó análogos despilfarros para proteger a los pueblos amenazados por lo que se tenía como el mal absoluto; disipado el nubarrón amenazante, un nuevo mal absoluto viene a reemplazarlo. Es fácil suponer que, tanto entonces como ahora, existen fuertes intereses que prosperan al abrigo de una situación de amenaza continua. El problema sigue estando, como siempre, en la dificultad de someterlos a la voluntad democrática de los ciudadanos, aun en los países donde esto es posible.
Publicado en CEIPAZ el 19 de septiembre de 2011
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