El martes pasado El País publicó una necrológica del profesor Juan Linz, escrita por un coronel retirado y, a la vez, veterano sociólogo y profesor del Instituto Universitario “Gutiérrez Mellado” de la UNED. En ella el autor recordaba como el fallecido sociólogo español (tan acreditado en las universidades extranjeras como poco conocido en las nuestras), en un curso de verano desarrollado en Ronda en 2001 sobre la transición política española, había manifestado que en España “tendremos graves problemas siempre que haya españoles deseosos de dejar de serlo”.
Recordaba el autor que eso le pareció una “frase redonda, impactante, efectista, pero relativamente exagerada y subjetiva”. Doce años después su opinión ha cambiado y aquella rotunda frase “ha ido revelándose progresivamente como una constatación acertadísima, propia de la inteligencia penetrante de un riguroso científico social”. El vaticinio de Linz no fue exagerado y en la España de hoy vemos surgir los “graves problemas” que presagió el desaparecido sociólogo.
Por otro lado, no era un sociólogo famoso ni había publicado numerosos libros un general a cuyas órdenes tuve el honor -y el placer- de servir, que en los años iniciales de la transición, y con motivo de la inquietud extendida entre las fuerzas armadas españolas (que explotaría a tiros contra el techo del hemiciclo parlamentario poco tiempo después) me expresó su opinión personal sobre el mismo asunto en términos parecidos a los siguientes: “Mire usted, Piris: si en España hay un número sustancial de españoles que no quieren seguir siéndolo, o un territorio donde la mayoría de la población no se siente española, eso ya no es España; eso, en todo caso, se parecería más a una colonia. Y entonces el problema no se podría resolver por medios militares, sino solamente por vías políticas”. Así pues, un general en activo anticipaba ya el problema que años después plantearía Juan Linz ante sus alumnos veraniegos.
Pero entre uno y otro caso, todavía habían de ocurrir algunos hechos reseñables. Así fue cuando en junio de 1987 el Gobierno destituyó fulminantemente al entonces gobernador militar de Guipúzcoa porque, al ser preguntado sobre la actitud de los ejércitos en el caso de que alguna autonomía se proclamase independiente o exigiese la autodeterminación, había declarado: “Si las instituciones del Estado lo aceptan, habría que respetarlo”. Era la más pura expresión de un fiel servidor de la Constitución y del orden establecido, aunque el Gobierno la tachó de inoportuna. Un editorial de El País comentó al respecto que si “del primer ministro [sic] para abajo, todo el que dice algo inoportuno en este país fuera apeado del cargo, las poltronas estarían hoy vacías”.
Han existido y existen, pues, mandos militares en España (como sucede en otros países democráticos) que asumen la democracia, respetuosos con el poder establecido y poco dados a utilizar lo que en otras ocasiones he llamado el “agujero golpista” de nuestra Constitución. Ese agujero está formado por los artículos 8 y 62-h. El primero asigna a las Fuerzas Armadas, entre otras, la misión de “defender la integridad territorial” del Estado; el segundo confiere al Rey “el mando supremo de las Fuerzas Armadas”. Algunos llegan a pensar que, puesto que la Constitución aprobada por las Cortes y ratificada por el pueblo español ha asignado ya sendas misiones al Rey y a sus ejércitos, la “integridad territorial” española no será puesta jamás en tela de juicio. ¿Rompería, por ejemplo, el federalismo esa integridad? Si el Rey y los ejércitos opinasen conjuntamente que sí, ya no habría espacio para la discusión política: la intervención militar sería automática y lo mismo ocurriría si alguna parte de España pretendiese alcanzar la independencia por vía democrática, al estilo quebequés o escocés. Ese camino, según los que así argumentan, estará para siempre bloqueado.
El agujero golpista tentó profundamente a los residuos del franquismo durante la transición, cuando la política del Gobierno no era la que ellos deseaban. Pero la fórmula que deshace la trampa se basa en otros dos artículos de la misma Constitución, olvidados por los propensos al golpismo: el 97 y el 64. El primero pone en manos del Gobierno, entre otras cosas, “la Administración militar y la defensa del Estado”; el segundo limita la legalidad de los actos del Rey a su refrendo por los miembros competentes del Gobierno. Queda así definitivamente cerrado el peligroso agujero golpista.
No puede ignorarse que hoy asoma la cabeza el grave problema predicho por Linz. ¿Cómo afrontarlo y resolverlo? Soñar con atajos militarizados solo conducirá a su agravamiento o a un aplazamiento temporal y a su futuro renacer en peores condiciones, como muestra la historia de los pueblos. La vía más razonable es el ejercicio de la democracia en el campo exclusivamente político. Una de las cualidades de la política es su capacidad para prever futuros conflictos y anticipar su resolución pacífica y duradera. Sin profundizar en esto, a todos se nos alcanza que sería más eficaz articular una política general que se esforzase en no fomentar y agravar la voluntad disgregatoria prevista por Linz; y no afrontar ésta mediante la simple coerción o el temor larvado a enfrentamientos violentos. Aunque esto requiera políticos sagaces y un pueblo poco fanatizable y capaz de vivir pacíficamente en democracia. ¿Se dan en España estas condiciones?
República de las ideas, 11 de octubre de 2013
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