El atentado terrorista que la pasada semana sacudió Londres y conmocionó sobre todo a la acomodada sociedad occidental, muchos de cuyos medios de comunicación quedaron ciegos y sordos a cualquier noticia que no estuviera relacionada con el suceso, obliga a insistir, aun a riesgo de caer en la monotonía, en un par de reflexiones obligadas que brotan tras la repetición de hechos similares.
Londres: capital del Reino Unido, una de las potencias nucleares del planeta con asiento permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. En el Parlamento de Westminster se ha discutido sobre el coste y la necesidad de renovar los misiles nucleares Trident de la flota de submarinos estratégicos. Apoyando la moción, la primera ministra May aseguró que esos submarinos "han sido la póliza de seguro" del país durante casi medio siglo y representan "el compromiso del Reino Unido con la OTAN y sus aliados europeos". Desde la oposición, el líder laborista Corbyn replicó que "la amenaza de un asesinato en masa no es una forma legítima de abordar las relaciones internacionales" porque cada cabeza nuclear puede matar a millones de personas.
Ambos tenían razón desde su punto de vista, pero la discusión se ha revelado totalmente inútil. La seguridad de la gran potencia nuclear quedó en evidencia la pasada semana ante un desconocido ciudadano británico que alquiló un automóvil en un agencia sin siquiera ocultar su identidad y guardó un par de cuchillos en la guantera del vehículo.
Con esos instrumentos causó varios muertos y medio centenar de heridos en el corazón de la capital británica, aparte de sembrar la inquietud en gran parte de la humanidad, obligar a la señora May a salir corriendo de la Cámara de los Comunes en busca de su automóvil -secuencia que repitieron hasta la saciedad las cadenas de televisión- y hacer sonar la alarma antiterrorista en todas las capitales de Occidente.
¿De qué sirve la OTAN o el poder nuclear frente al más elemental terrorismo? ¿Cuál es el enemigo del que había que defenderse: Rusia, China, Corea del Norte o ese desconocido terrorista fanático, al volante de un automóvil, al que no le importa morir?
Durante un par de días la información sobre el hecho fue exhaustiva, rozando el ridículo con numerosos detalles innecesarios. Las cadenas competían en una cascada de sobreinformación. Aprovechando el viento favorable, se difundió la prohibición de utilizar aparatos informáticos en los aviones comerciales, concediendo al terrorismo una nueva victoria al limitar nuestras libertades.
La segunda consideración parte de un hecho reciente. Pocos días antes de que en Londres saltaran las alarmas, un ataque aéreo estadounidense contra el Estado Islámico mató a más de 200 ciudadanos en Mosul. Apenas logró titulares y pasó desapercibido para la mayoría de los medios. Lo mismo que los últimos atentados terroristas en ciudades y mercados de Irak o Siria, que sumaron varios centenares de víctimas inocentes, en su mayoría musulmanas.
¿Cuántos terroristas potenciales se habrán creado el día en el que la gloriosa Fuerza Aérea estadounidense destruyó "por error" varios edificios residenciales de Mosul? La violencia engendra violencia y el terrorismo islámico, que se basa y se recrea en la violencia, no es una excepción a esta ley.
Cuando el alucinado Bush, visitando una escuela, supo del derribo de las Torres Gemelas de Nueva York y, para vengar el humillante ataque, decidió convocar a los ejércitos en vez de activar los órganos de seguridad interior del Estado para afrontar un acto terrorista, puso en marcha una dinámica cuyos efectos todavía sufrimos: recurrir a la guerra para combatir el terrorismo.
¿Y ahora qué? Las agencias de investigación avanzada para la defensa están acostumbradas a seguir extravagantes caminos para desarrollar tecnologías presuntamente protectoras. No es fácil detectar a los llamados "lobos solitarios". ¿Qué hacer para descubrir potenciales terroristas entre todos los ciudadanos? La imaginación futurista no tiene límites. Suponga usted, querido lector, que la ciencia neurológica descubre los síntomas cerebrales propios de alguien que en breve podrá cometer un atentado. ¿Deberían pasar periódicamente todos los ciudadanos a través de algún escáner o máquina de resonancia para advertir con tiempo a las autoridades de que el día de mañana pueden ser asesinos terroristas?
Pues igual que nos descalzamos para entrar en un avión, por si nuestros zapatos escondieran un explosivo, o por la misma razón se nos prohíbe el uso a bordo del teléfono móvil y el ordenador portátil, quizá llegue el día en que todos debamos ser observados periódicamente en alguna complicada máquina cuyos algoritmos determinen si tenemos o no riesgo inminente de convertirnos en terroristas suicidas.
¿Es posible imaginar un mejor triunfo para el terrorismo? Orwell se estremecería de envidia ante esa situación. Pues bien: empieza a extenderse la nefasta idea de que para afrontar el terrorismo habremos de acostumbrarnos a perder crecientes parcelas de nuestra intimidad y nuestros derechos personales con la falsa esperanza de alcanzar una seguridad que ningún organismo de ningún Estado es capaz de garantizar. Esto es un paso atrás en el camino que conduce al progreso de la humanidad.
Publicado en República de las ideas el 30 de marzo de 2017
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