Enredados en las urgencias del presente, que nos llevan desde la crisis griega y el resquebrajamiento de la Unión Europea hasta la desconcertante remodelación del mapa político español, es fácil perder esa perspectiva histórica que facilita entender lo que sucede y prever lo que puede suceder.
No hace falta tener gran perspicacia para advertir algunos síntomas claros. En los últimos cinco siglos, por ejemplo, el desarrollo y modernización de las armas y los ejércitos fue el motor que creó imperios que extendieron sus tentáculos sobre el planeta, lo explotaron y ejercieron poderosas influencias políticas y culturales que han configurado nuestro presente.
Esos imperios entraron en el conocido ciclo de nacimiento, expansión, culminación y decadencia. Mientras evolucionaban según este esquema, la fuerza militar, por el contrario, crecía sin pausa al paso de los siglos y propiciaba la sustitución de unos imperios por otros.
Finalizada la 2ª Guerra Mundial, ese crecimiento llegó a lo que Stephen Hawking hubiera llamado una "singularidad", es decir, una situación donde no rigen las leyes al uso. El descubrimiento de la bomba atómica puso en manos de los gobernantes un privilegio que en tiempos antiguos solo poseían los dioses: la destrucción total de la humanidad.
La 2ª G.M. fue la última ocasión en la que ejércitos y voluntad imperial fueron de la mano. Las armas configuraron los dos últimos imperios que pugnaban por la hegemonía: EE.UU. y la URSS. Ello les convirtió en las únicas superpotencias, aunque sus gobernantes eran conscientes de que las armas que les conferían esa privilegiada posición jamás serían utilizadas en el campo de batalla, después de Hiroshima y Nagasaki.
De ahí que la Guerra Fría ocupara el espacio central donde aquellas se enfrentaban, a la vez que combatían en zonas periféricas a través de Estados interpuestos, en lo que se llamaron "guerras limitadas", ya que la "guerra total", como la que había acabado con las aspiraciones imperiales del III Reich, no era imaginable en la era nuclear.
De esa situación ha derivado la que contemplamos hoy. Una sola superpotencia ejerce en solitario la hegemonía militar. Pero la que en 2010 Obama calificó como "la más excelente fuerza de combate que jamás el mundo ha conocido" ha sido incapaz de alcanzar sus objetivos, a pesar de haber estado empeñada en guerras sucesivas en Afganistán -dos veces- y en Iraq, donde además ahora muestra su impotencia frente a unos grupos terroristas que, como consecuencia de aquellas intervenciones fracasadas, proliferan desde el Oriente Medio hasta el norte de África.
Si en siglos pasados los imperios rivales (portugués, español, holandés, británico, etc.) pugnaron entre sí por la supremacía, hoy solo tres potencias podrían aspirar a heredar la hegemonía de EE.UU.: UE, Rusia y China.
La UE, todavía gran potencia económica, en otros aspectos carece de peso: ha puesto su fuerza militar al servicio de EE.UU. a través de la OTAN y su cohesión política es débil. Rusia es un gigante tullido que aspira a recuperar la grandeza de tiempos pasados; depende casi exclusivamente de los recursos energéticos naturales y ni siquiera sus fuerzas nucleares la anunciarían como una futura superpotencia.
China está camino de ser la hiperpotencia económica del planeta, pero sigue siendo un pueblo empobrecido, cuyos dirigentes temen una crisis económica y no se atreven a gobernar en democracia. Al igual que Rusia, su aspiración esencial es convertirse en una gran potencia regional, no mundial, por lo que ambos Estados vigilan sus periferias y refuerzan los ejércitos, aunque sus presupuestos de defensa sean minúsculos frente al del gigante norteamericano.
Es una novedad histórica que EE.UU. no sepa utilizar su incomparable fuerza militar para apoyar su hegemonía. El poder de los ejércitos ya no crea Estados, como hizo Napoleón: solo los destruye (Libia, Somalia, Iraq, Siria, Afganistán...). Esa es la situación actual, resultado de aplicar instrumentos inadecuados a los fines perseguidos.
Aunque todo lo anterior fuese una fotografía aceptable de la realidad actual, habré de concluir afirmando que su contenido es equívoco porque el objetivo de la cámara no apunta en la dirección correcta. El mayor peligro para la humanidad no está en las guerras entre las potencias, como en el pasado; ni en las actuales guerras contra terroristas, narcotraficantes o delincuentes organizados. Ni siquiera en la improbable guerra contra los especuladores financieros internacionales, grupo tan dañino para la humanidad como los tres anteriores.
El principal enemigo que amenaza con poner fin al progreso humano es la paulatina y quizá ya irreversible degradación del planeta en el que nacemos, vivimos y morimos. El cambio climático, producto del uso incontrolado de combustibles fósiles, y el acelerado crecimiento demográfico, que tan negativamente incide en la fragilidad de los sistemas ecológicos, son los factores que deberían activar las alarmas de los Gobiernos, en vez de discutir sobre si Grecia cumple o no con lo que los banqueros le exigen. A menudo, lo urgente hace olvidar lo importante. Y así nos va.
República de las ideas, 10 de julio de 2015
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