Una enseñanza clásica de la historia bélica de la humanidad es que las guerras se inician de modo deliberado, aunque su curso posterior sea a menudo imprevisible. Puede haber discrepancias políticas más o menos agudas entre los dirigentes del país que propugna resolver sus conflictos en el campo de batalla, pero la guerra siempre se desencadena con propósitos claramente establecidos, que se consideran positivos y ventajosos para el propio país. No hubo, naturalmente, discusión política en Alemania en 1939 sobre la decisión de Hitler de invadir Polonia, pero no fue tan sencillo para el Congreso de EE.UU. entrar en la misma guerra: es la naturaleza del régimen la que determina el mecanismo político que abre en cada Estado el camino a la guerra. Salvo cuando ésta viene impuesta, como hubo de hacer forzadamente la URSS en 1941, invadida por el Tercer Reich.
La Primera Guerra Mundial es el ejemplo paradigmático de cómo se pueden torcer las cosas y cómo el recurso a la guerra puede convertirse en un tiro por la culata para el país que a ella recurre. El asesinato en Sarajevo del heredero al trono imperial austrohúngaro, a manos de un extremista serbio, incitó al jefe militar del Imperio, el conde Conrad von Hötzendorf, a declarar la guerra a Serbia, con dos objetivos definidos, como recuerda Vicens Vives en su "Historia general moderna": robustecer el trono imperial de Viena, que pasaba por una época de crisis, y eliminar el perturbador foco de intranquilidad balcánica que era entonces Belgrado. En los últimos días de julio y primeros de agosto de 1914, las imprevistas repercusiones de la decisión tomada por el Gobierno de Austria-Hungría incendiaron Europa en la que fue la primera contienda de carácter universal que ha conocido la humanidad. Cuatro años después, el mismo Imperio que inició la guerra se había desintegrado a causa de ella.
Las dos guerras que el anterior presidente de EE.UU. desencadenó sucesivamente en Afganistán e Iraq a partir de 2001 ofrecen, a su estilo y en otras condiciones, un caso similar al anterior, lo que viene a confirmar la enseñanza histórica aludida al principio de este comentario. Cuesta creer que el cuarteto responsable de llevar la guerra a Oriente Medio tras los atentados terroristas del 11-S (el presidente George W. Bush, el vicepresidente Dick Cheney, el jefe del Pentágono Donald Rumsfeld y el secretario de Estado Colin Powell) no hubiera asumido tan evidente lección de la Historia, aunque la oleada de patrioterismo que invadió EE.UU., la tosca política de su Presidente, la duplicidad astuta de Cheney, el arrogante planteamiento militar de Rumsfeld y la inocencia del engañado Powell hicieron mucho para perturbar su capacidad de juicio: "los dioses ciegan a quienes quieren perder".
El caso es que hoy, diez años después del inicio de las sucesivas invasiones, las repercusiones alcanzan ya gravemente a quien fuera un buen aliado de Occidente y, sobre todo, de EE.UU.: Pakistán. El pasado 22 de septiembre, el almirante Mullen, que cesó en su cargo de Jefe del Estado Mayor Conjunto de EE.UU., afirmó en una comparecencia ante el Senado que el grupo insurgente afgano dirigido por Jalaluddin Haqqani "estaba actuando como el brazo del ISI [el servicio de inteligencia militar pakistaní]". Le atribuyó, ayudado por el ISI, el prolongado asalto contra la embajada de EE.UU. en Kabul y el Cuartel General de la OTAN del 13 de septiembre, que causó 24 muertos, y el atentado con un camión bomba que hirió a 77 soldados estadounidenses.
Así pues, el tiro por la culata ahora hiere a Pakistán. Durante algún tiempo se venía sospechando que el ISI apoyaba secretamente a los talibanes afganos o, al menos, toleraba su presencia como medio para mantener a Kabul bajo su control. Pero la acusación directa del almirante Mullen tiene una inocultable gravedad y las autoridades pakistaníes han negado rotundamente cualquier implicación.
El ministro de asuntos exteriores de Pakistán, Rabbani, aprovechó la ocasión para recordar que el grupo hoy considerado terrorista "había sido la niña de los ojos de la CIA durante muchos años; es decir, que fue creada por ella, podríamos asegurar". Jalaluddin dirigía una fuerza muyahidín muy eficaz durante la guerra contra los soviéticos de Afganistán, apoyado por EE.UU., y luego se unió a los talibanes y a Al Qaeda.
Para complicar más el asunto, el presidente Karzai ha insistido en que el origen del terrorismo afgano hay que buscarlo en Pakistán y no en Afganistán. Así pues, vuelve a aparecer la constante histórica antes citada: nadie pensó en Pakistán -salvo para considerarlo como otro aliado en la zona- cuando Washington decidió soltar sobre Oriente Medio la plaga de la guerra, y ahora es ese país el que se encuentra en el ojo del huracán.
En Washington no se desea que las cosas se compliquen demasiado y la Secretaria de Estado no ha tardado en insistir sobre los intereses comunes que unen a sus dos países en la lucha contra el terrorismo. Pero las palabras de la diplomacia no pueden ocultar la creciente gravedad de la situación en este importante país musulmán, provisto de armas nucleares y con aspiraciones hegemónicas en la zona, que se ha convertido en la principal amenaza para los intereses de EE.UU..
CEIPAZ, 18 de octubre de 2011
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