Se ha recordado emotivamente hace unos días la masacre de unos 8000 bosnios musulmanes, hombres y muchachos en su mayoría, que en julio de 1995 fueron asesinados por las tropas serbobosnias cuando éstas entraron en Srebrenica, ciudad que había sido declarada "área segura" por la ONU. El Tribunal de La Haya lo calificó de genocidio -el más cruento desde el Holocausto nazi- y ha abierto proceso al que era presidente de la República Serbia de Bosnia, Radovan Karadzik, y al jefe de su ejército, el general Ratko Mladic, que permanecen en prisión.
Nadie procesará, sin embargo, al responsable del contingente militar holandés de "cascos azules", que rechazaron a las aterrorizadas masas de bosnios que huían de la matanza y pretendían acogerse bajo su protección. Como tampoco responderán por negligencia (¿o culpable duplicidad?) los Gobiernos de EE.UU., Reino Unido y Francia que, según han revelado testimonios que ahora han visto la luz, habían aceptado, antes de que Mladic expugnara Srebrenica, que ésta y otras dos localidades protegidas por la ONU eran "indefendibles", y nada hicieron para evitar lo ocurrido.
Con su pasividad, apoyaron las iluminadas visiones del presidente serbobosnio sobre la limpieza étnica que sería necesaria para establecer el definitivo mapa de Bosnia y Herzegovina, donde él había determinado cuáles eran las zonas de las que los musulmanes habían de ser erradicados.
Ni qué decir tiene que el prestigio "pacificador" de la ONU sufrió un duro golpe, primero ante los musulmanes bosnios -y otros pueblos de la comunidad islámica- y después para la mayoría de los países del tercer mundo en cuanto empezaron a difundirse las terribles imágenes de la masacre. Las potencias occidentales fueron más lentas en reaccionar y el Consejo de Seguridad de la ONU se limitó a manifestar su condena por lo ocurrido y a pedir la retirada de las tropas serbias.
Desde entonces, las misiones militares de la ONU han evolucionado mucho. Desde el primer despliegue de cascos azules que en 1948 se creó para vigilar el armisticio entre Israel y sus vecinos árabes, se han desarrollado unas 70 operaciones por todo el mundo. También ha aumentado el peligro que acecha a los pacificadores, que en ocasiones se ven obligados a intervenir con las armas, aunque en condiciones muy controladas. Hasta el pasado mes de febrero, habían muerto 1564 soldados al servicio de la ONU.
Otros obstáculos dificultan esas operaciones: limitaciones de personal, equipos y material inapropiados y falta de mandos experimentados y competentes. Son menos los Estados que voluntariamente proporcionan contingentes y las potencias occidentales -salvo excepciones- son más remisas a enviar soldados a zonas de climatología hostil y prefieren que sean los países contiguos al del conflicto los que intervengan.
Todo esto ha introducido una novedad cada vez más común: el recurso a las llamadas "empresas privadas de defensa", proveedoras de servicios militares o de seguridad. Son lo que antes se llamaban fuerzas mercenarias o "soldados de fortuna". Si en 2009 la ONU invirtió 44 millones de dólares en contratar este tipo de servicios, en 2010 la cifra subió a 76 millones y continúa creciendo. La ONU lo justifica aduciendo una mejor relación coste/eficacia, más rapidez de intervención que cuando se organiza una fuerza combinada entre varios Estados, y tener siempre a mano una opción de último recurso.
El uso de fuerzas mercenarias ha suscitado muchas críticas. Unas se basan en la falta de compromiso democrático y la tendencia al uso de la fuerza bruta, en contra del ideal de la ONU. Aparece un círculo vicioso: los pacificadores, solo movidos por el beneficio económico, se aíslan de una población de la que desconfían y se "bunkerizan", lo que les hace ser temidos u odiados. Aumentan los casos de abusos y violencia gratuita o humillante, que propician venganzas y represalias.
Otras críticas se dirigen a la falta de transparencia en relación con la ONU. No existen normas de aplicación general; cada compañía privada actúa a su modo y solo en 2012 el Secretario General planteó el problema, que fue discutido en la Asamblea General del año siguiente. El asunto sigue sin resolverse. Aunque se apruebe un cuerpo legal que controle las actividades de las empresas contratadas, la cuestión se centra en que la ONU ejerce un mandato político, legitimado por los Estados miembros. Por el contrario, las razones para delegar operaciones en compañías privadas son solo de índole económica, no política.
La privatización de los mandatos pacificadores de la ONU también hace que los pueblos se desentiendan de esas operaciones: las compañías privadas son algo extraño para la gente y tienen unas connotaciones mercenarias que las hacen menos apreciadas que la participación de los soldados nacionales cuando éstos intervienen en las mismas misiones.
Como ocurre siempre, las leyes del capitalismo se imponen hasta en los ámbitos más nobles, como la paz internacional. La competitividad entre las citadas empresas irá creciendo, porque se trata de un negocio que anticipa muy buenos beneficios, como puede comprobarse en la revista Soldier of Fortune (www.sofmag.com). No nos engañemos: las misiones pacificadoras de la ONU pronto tendrán su reflejo en las cotizaciones bursátiles.
República de las ideas, 24 de julio de 2015
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