Las vacilaciones del presidente Obama en relación con la postura a adoptar ante el problema sirio, han reabierto en EE.UU. la recurrente polémica sobre los poderes presidenciales en relación con la capacidad de recurrir al brazo armado de la nación. Polémica que ha traído de nuevo a la luz el papel que la política reserva a la violencia militar como un instrumento más de la acción de gobernar.
Para un amplio sector del pensamiento estadounidense, la “joya de la corona” constitucional reside en el artículo que atribuye en exclusiva al Congreso la facultad de recurrir a la guerra. Para los “padres fundadores”, la Historia había demostrado con creces la tendencia de los gobernantes a exagerar los peligros y a falsear las razones para ir a la guerra, muchas veces por motivos de venganza personal o por resentimientos ocultos.
Uno de los más destacados de aquéllos, el controvertido James Madison (futuro 4º presidente) había observado con acierto: “De entre todos los enemigos de las libertades públicas, la guerra es quizá el más temible, porque en ella se concentran los gérmenes de todos los demás… La guerra es la que verdaderamente alimenta la desproporcionada hegemonía del poder ejecutivo”. Opinaba que “ninguna nación puede preservar sus libertades en medio de una guerra prolongada”. (La guerra contra el terror de Bush corroboraría años después la exactitud de su teoría).
Pero conscientes todos ellos de que los trámites parlamentarios, en una democracia bien articulada y protegida por un sistema de controles y contrapesos, pueden retrasar decisiones vitales en caso de amenaza grave, el mismo Madison introdujo una distinción: reservó al Congreso la decisión de “declarar la guerra”, pero dejó en manos del presidente la de “hacer la guerra” cuando fuera necesario para rechazar ataques súbitos contra la nación. Distinción que tenía visos profundamente democráticos al impedir que el poder ejecutivo jugase a la guerra según su capricho, pero sin atarle las manos de modo que le impidiera hacer frente con eficacia a una situación de emergencia militar.
En la conferencia que en Pensilvania tuvo lugar en 1787 para ratificar la Constitución de los EE.UU., James Wilson, eminente politólogo y uno de los 56 firmantes de la declaración de independencia, razonó así: “El sistema [adoptado] no nos arrastrará a la guerra; está calculado para prevenirnos contra ella. Implicarnos en tal desastre no estará en la mano de una sola persona o de un solo grupo de personas: la declaración habrá de hacerse con el acuerdo de la Cámara de Representantes, y de este modo podemos estar seguros de que solo el interés nacional podrá conducirnos a la guerra”.
Muchos años después, Robert Jackson, que fue Fiscal General e intervino destacadamente en los procesos de Nuremberg al concluir la 2ª Guerra Mundial, mostraba su recelo contra las posibles guerras desencadenadas por voluntad presidencial: “Pocas cosas hay más claras en nuestra Constitución que la exigencia de que sea el Congreso quien declare la guerra. Naturalmente, puede existir un estado de guerra fáctico sin declaración formal. Pero el Tribunal Supremo no podría sentar doctrina más siniestra y alarmante que la de dejar en manos de un presidente, que gestiona a su gusto la política exterior, y a veces de modo desconocido, la posibilidad de aumentar su dominio sobre los asuntos internos del país comprometiendo a las fuerzas armadas de la nación en alguna aventura remota”.
Su teoría pronto había de verse arrinconada ante la actuación de futuros presidentes, entre los que Truman, al iniciar la guerra de Corea, Clinton en Bosnia y Kosovo y Bush en Irak, son ejemplos destacados, pero no los únicos. No fue distinta la actuación de Obama en Libia, como tampoco lo han sido sus posteriores y contradictorias declaraciones sobre la intervención en Siria.
Sin embargo, a pesar de la elaborada teoría política con que se preparó el texto constitucional de EE.UU., para evitar el belicismo tan común entonces en Europa, la realidad política del país está muy cerca de la ingenua interpelación con que un congresista exhortó al presidente Grover Cleveland, cuando éste se oponía a un proyecto de ley que estimaba inconstitucional: “¡Y qué nos importa la Constitución cuando estamos entre amigos!”.
Frase de muy amplio espectro que, alejándonos de Siria y de los problemas internacionales, nos permite entrar en un terreno más común y peligroso, del que hoy en España tenemos abundantes ejemplos: si los que gobiernan son amigos, pertenecen a la misma clase social y tienen intereses comunes ¡a qué preocuparse por la legalidad, por los requisitos constitucionales o democráticos! Hagamos unas leyes o una constitución que satisfagan a la opinión predominante, porque nosotros ya sabremos cómo soslayarlas cuando nos haga falta. Si una idea similar se expuso bajo las bóvedas del Capitolio washingtoniano, supuesta sede de las más puras esencias democráticas, ¿no es natural que también sea de aplicación allí donde la democracia nunca brotó para quedarse, como es el caso de España?
República de las ideas, 27 de septiembre de 2913
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