El pasado 29 de abril, Hillary Clinton pronunció un discurso en la Universidad de Columbia sobre la necesidad de reformar algunas prácticas de la administración de justicia y de la actuación policial en EE.UU. Tras insistir en que existen bastantes aspectos positivos en ambas actividades (como los agentes que inspiran confianza en la población y que desempeñan honrosa y desinteresadamente sus misiones o las comisarías de policía que ensayan nuevas estrategias para proteger a los ciudadanos sin recurrir al uso desmedido de la fuerza), añadió esta significativa sugerencia: "Podríamos empezar asegurándonos de que los fondos federales para el cumplimiento de la ley en los ámbitos estatal y local se utilizan para vigorizar las prácticas más adecuadas y no para adquirir armas de guerra que no pueden tener cabida en nuestras calles".
A finales de 2013 publiqué en este diario un comentario (¡Vivan las 'caenas'!, 12/12/2013) sobre la acelerada criminalización de la vida ciudadana en EE.UU., a raíz de un informe que entonces causó cierto revuelo en la opinión pública, titulado The Over-Policing of America (Los excesos policiales en EE.UU.), y subtitulado Police Overkill Has Entered the DNA of Social Policy, que podría traducirse como “La exageración policial ha penetrado en el ADN de las políticas sociales”.
Consecuencia reciente de este fenómeno que hoy se abate claramente sobre la sociedad estadounidense y que inevitablemente se irá extendiendo por los países europeos, tan dados a seguir lo que en Washington se estila, han sido las violentas algaradas que han estallado en Baltimore, eco a su vez de otros conflictos anteriores de análogo origen, donde en varias ciudades de EE.UU. la latente discriminación racial se combina con una desproporcionada violencia ejercida por las fuerzas de orden público, lo que conduce a situaciones explosivas.
En los barrios de Baltimore sacudidos por la última revuelta popular, más de un tercio de las familias viven en situación de pobreza, con un índice de desempleo superior al 50%. Siguen en estado ruinoso los barrios incendiados durante las revueltas de 1968 tras el asesinato de Martin Luther King; un 33% de los hogares han sido desahuciados y son cada vez más los que no pueden pagar las crecientes tarifas del suministro de agua. Los residentes, en su mayoría negros, viven en realidad en barrios segregados y se sienten abandonados por los poderes públicos.
Por otra parte, más del 70% de la fuerza policial reside fuera de la ciudad, y un 10% fuera del propio Estado, Maryland. Su brutalidad ha sido objeto de varios informes, y en una zona donde solo el 28% de la población es blanca, el 46% de los agentes de la policía son blancos. Pocos son quienes los contemplan como protectores del ciudadano, sino más bien como foráneas fuerzas de ocupación.
El resultado de todo esto es que unos cuerpos policiales, cada vez más dotados de armas de guerra y muchos de cuyos agentes son veteranos militares que han practicado el "antiterrorismo" en Afganistán o Irak, son enviados contra unas comunidades empobrecidas, segregadas y desprovistas de lo más esencial. La policía de Baltimore desplegó todo su arsenal militar, desde los drones hasta los equipos especiales de asalto, como si hubiera declarado la guerra a un enemigo, olvidando que se trataba de una población que protestaba airadamente por motivos más que evidentes.
La guerra contra el terror que desde el 11-S es obsesiva ansiedad de los dirigentes estadounidenses ha penetrado en la actividad policial común, donde incluso han aparecido a veces los llamados "agujeros negros", donde los detenidos desaparecen temporalmente, privados de sus más elementales derechos civiles, según la fórmula probada en Guantánamo o Abu Ghraib.
Desde 1997, casi medio millón de "elementos de propiedad controlada" (armamento y equipo militar) han sido transferidos desde el Pentágono a los órganos de mantenimiento de la ley. Armas portátiles de todo tipo, incluso ametralladoras, aparatos de visión nocturna, vehículos ligeros acorazados y carros de combate, además de aeronaves.
A lo anterior se une el uso de programas de vigilancia automática de las redes sociales y el desarrollo de sistemas de "predicción de comportamientos", para anticipar las acciones de desobediencia civil, protestas callejeras o tumultos violentos. Un sistema informático para clasificar a los que actúan en dichas redes como posibles enemigos está también en la vanguardia de las nuevas aplicaciones represivas.
En la mentalidad nacional está hondamente asentada la idea de que EE.UU. puede hacer la guerra cuando y donde lo desee, sin que este innato belicismo dañe la naturaleza social del país. La experiencia reciente muestra lo erróneo de esta suposición. El fenómeno que aqueja a EE.UU. consiste en que, incorporando a los cuerpos policiales el armamento y la mentalidad militar de quienes contribuyeron a que las últimas guerras desembocaran en sonados fracasos geopolíticos, se establece la tendencia a afrontar los conflictos sociales internos como si se tratara de derrotar a otro peligroso Estado Islámico.
República de las ideas, 8 de mayo de 2015
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