La historia del pensamiento militar está llena de sorprendentes contenidos, expresados por lo general en términos poco comprensibles para el profano. Ya de las legiones romanas se dice que utilizaban el llamado “orden oblicuo”, que al atacar al enemigo en diagonal permitía desequilibrar sus líneas y ser superior a él en el lugar elegido. Un ataque “de costadillo”, como hubiera dicho un castizo. Y el sempiterno Clausewitz, cuya cita no puede faltar siempre que se trate de estrategia militar, no dudó en llamar “principio de polaridad” al hecho, más que evidente para todos, de que en una batalla cada una de las dos partes quiere vencer, y la victoria de una será la derrota de la otra.
Hagamos una honrosa excepción a lo anterior: Sun Tzu también escribió sobre la guerra, pero lo hizo en términos mucho más sencillos y sin recurrir a expresiones esotéricas (suponiendo que las traducciones que utilizamos sean fieles al idioma en que se expresó el estratega chino). Sus fórmulas eran sencillas, tales como: “El que sabe cuándo hay que combatir y cuándo no, será el vencedor”. Sorprende que una máxima tan elemental no formara parte del acervo intelectual de Bush, por limitado que fuese, cuando decidió golpear dos veces seguidas sobre el temible avispero de Oriente Medio, sin pensárselo mucho y con el estimable apoyo moral del entonces presidente del Gobierno español.
Los que, cadetes de las academias militares o alumnos de las escuelas de Estado Mayor, tuvimos que estudiar los diversos aspectos del llamado arte de la guerra, comentábamos desenfadadamente a veces que, al fin y al cabo, tanto la estrategia política como la militar se basan en antiguas fórmulas que el paso del tiempo ha confirmado y algunas de las cuales, probablemente, tienen su origen en las operaciones cinegéticas de nuestros antepasados prehistóricos. “Amagar y no dar”; “quien da primero, da dos veces”; “ver sin ser visto”; “no te fíes ni de tu padre” (a la que hoy habría que añadir “no te creas ni lo que ves”, en esta época de imágenes digitales trucadas).
Viene esto a cuento de la embrollada intervención militar de EEUU en Afganistán y de las declaraciones de un funcionario de la Casa Blanca, al ser preguntado sobre la estrategia que allí desarrollan las fuerzas estadounidenses. Conviene empezar recordando que la conocida operación “Libertad duradera”, con la que EEUU pretende erradicar las bases terroristas de ese país, se arrastra desde octubre de 2001 entre dudas, vacilaciones y fracasos, sin alcanzar su objetivo. Hace ya seis meses que Obama decidió reforzar sus tropas, a la vez que establecía la fecha del comienzo de la retirada en julio del 2011.
Desde entonces la sensación de impotencia y fracaso reina entre los dirigentes del Pentágono. La Casa Blanca anuncia una reunión para el próximo mes de diciembre, a fin de revisar fechas, plazos y compromisos. Confirman esta sensación de desconcierto las declaraciones del comandante en jefe de EEUU en Afganistán, general McChrystal, que afirmó que las operaciones preparadas contra los talibanes en la zona de Kandahar “se ejecutarán más despacio que lo que se había previsto inicialmente”, según se lee en International Herald Tribune.
El ya citado funcionario de la Casa Blanca se ha referido a la estrategia de EEUU en Afganistán de este modo: “Algunos indicios nos hacen pensar que no se va a seguir una línea recta de progreso. Se describiría mejor como una línea en zigzag. Algunos días, habrá dos pasos hacia adelante y uno hacia atrás, o un paso adelante y dos atrás”. Es curioso escuchar, repetida en boca de un alto cargo estadounidense, la vieja máxima revolucionaria que Lenín escribió a principios del pasado siglo, lo que muestra, una vez más, la universalidad de algunas estrategias, aunque cambien sus nombres.
Añadida queda, por tanto, la “estrategia del zigzag” a la larga lista de sus predecesoras en la historia de las guerras. Como muchas de éstas, la nueva estrategia también tiene un nombre más sencillo, que todos entienden: es la estrategia de la duda, del no saber bien qué hacer y de intentar contentar a las innumerables partes implicadas en el prolongado conflicto afgano.
Partes ya de por sí numerosas y contrapuestas (Senado, Congreso, Pentágono, Gobierno afgano, grandes corporaciones de EEUU, así como su sector financiero, sus industrias, etc.), a las que ahora se van a unir los diversos agentes que intentarán gestionar los antagónicos intereses que inevitablemente surgirán, si es cierta la reciente información sobre el descubrimiento de valiosos yacimientos minerales en Afganistán, efectuado por un equipo de prospección del Pentágono. A las sospechas obligadas (¿qué pinta un equipo del Pentágono perforando el suelo afgano?) se añade el temor que anuncia la idea de que Afganistán se pueda convertir en “la Arabia Saudí del litio”, como se informa en The New York Times.
¡Pobres afganos, lo que se les viene encima! Algo no muy distinto, aunque a escala mucho mayor, de lo que para los rifeños supuso la Guerra de Melilla de 1909 (y su continuación en la Guerra de Marruecos, que duró hasta 1927), en cuyo origen se hallaba la explotación española de las minas de hierro de Beni Bu Ifrur, en las que tenían intereses unos destacados prohombres de la aristocracia financiera. Cambie el lector lugar, años, personajes y guerras, pero conserve la idea de lo que supone la explotación minera en un país ocupado militarmente en régimen de protectorado. Comprobará que los problemas se repiten, aunque se inventen nuevos nombres para viejas estrategias.
Publicado en República de las ideas, el 18 de junio de 2010
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