En el editorial del diario israelí Haaretz del pasado lunes se leía: "La Ley del Estado-nación es la piedra angular constitucional del apartheid en la totalidad de la Tierra de Israel". Un titular muy audaz en un entorno cultural donde la maldita palabra en lengua afrikáans es tabú. Se refería al proyecto de ley del mismo título, aprobado por un comité ministerial, que habrá de ser sometido al habitual trámite parlamentario para convertirse en ley básica del Estado.
Con este proyecto se pretende hacer realidad una idea que subyace en el fondo del sionismo más conservador: desechada la solución biestatal, ¿qué hacer con los palestinos que viven en los territorios ocupados, cuya anexión total y definitiva duerme en lo más profundo del alma de todo "auténtico" israelí?
El Gobierno que propugna esta ley desea ejercer la soberanía sobre toda la "tierra prometida", pero no le interesa incorporar como ciudadanos con plenos derechos a los palestinos allí residentes. Por eso, necesita armar un artilugio legal y jurídico para segregarlos y preservar para siempre la supremacía judía.
Hoy los judíos serían mayoría en un supuesto Estado binacional pero, de seguir la actual tendencia demográfica, podrían convertirse en minoría. En tal caso, la naturaleza judía del Estado solo podría mantenerse por la violencia, mediante leyes discriminatorias y el reforzamiento de un régimen político opresor que las hiciera cumplir contra la voluntad de la mayoría de la población. Es lo que ocurrió en Sudáfrica hasta 1994. Significaría el fin de la democracia, sacrificada en el supremo altar del judaísmo.
Sin necesidad de llegar a ese extremo, el proyecto de ley citado ya discrimina negativamente a los israelíes árabes, a los que considera ciudadanos inferiores. Se declara el hebreo como idioma nacional y el árabe dejará de serlo; se establece el Estado de Israel como "el hogar nacional del pueblo judío" y se afirma que "solo el pueblo judío puede ejercer el derecho de autodeterminación en Israel".
En el proyecto de ley, los árabes son considerados "residentes", no ciudadanos: "Todo residente en Israel, sin distinguir religión o procedencia nacional, tiene derecho a trabajar para preservar su cultura, patrimonio, lenguaje e identidad". Incluso se esbozan ya los síntomas previos del apartheid: "El Estado puede autorizar a una comunidad formada por miembros de la misma religión o el mismo origen nacional a disponer de asentamientos comunes separados". No otra cosa eran los bantustanes sudafricanos.
El Estado de Israel no posee una constitución propiamente dicha, pero cumplen esta función las llamadas "Leyes básicas". Por eso, la nueva ley, que pone en lugar preferente la identidad judía, puede chocar con otras que garantizan derechos básicos, como la dignidad humana o la libertad. También contradice la Declaración de Independencia de Israel, que proclama "la igualdad completa de derechos sociales y políticos para todos los habitantes, con independencia de su religión, raza o sexo".
Es fácil percibir que la citada ley encierra una clara agresión al pueblo palestino, lo que ha llevado a algunos políticos israelíes a afirmar que se trata de "una declaración de guerra contra los ciudadanos árabes de Israel y contra Israel como sociedad democrática y cabalmente gobernada". No son pocos los que advierten que en esa ley la naturaleza judía del Estado y la democracia no son aspiraciones paralelas, sino que la primera socava y deteriora a la segunda.
La obsesión por la identidad que subyace en este proceso es evidente: "[el proyecto] es un paso importante para establecer nuestra identidad", declaró uno de sus proponentes. El pueblo israelí parece ser una nación cuya identidad necesita ser reavivada buscando en la religión sus raíces básicas. Por eso, desde los sectores más progresistas y democráticos se critica esa tendencia hacia una "República Judía de Israel", comparándola despectivamente con la "República Islámica de Irán".
Muchos pueblos suelen atravesar periodos históricos en los que su identidad se ve sometida a revisión por la propia población, como consecuencia de guerras, revoluciones, luchas internas de raíz cultural, étnica, religiosa o incluso económica.
España no ha sido ajena a estas vicisitudes y parte del conflicto que hoy domina el panorama de nuestra política se debe a que la "idea de España" no es un valor cultural común a todos los ciudadanos del Estado. La vieja polémica entre Américo Castro y Sánchez Albornoz, luego repetida y multiplicada, todavía vibra en el subconsciente de muchos españoles. Pero es una cuestión interna a resolver dentro de España y sin apenas trascendencia exterior.
Por el contrario, la crisis de identidad de Israel, en uno de los focos más llameantes del conflictivo mapa geopolítico del Próximo Oriente, cuajado de guerras, invasiones y fermentos terroristas, es un problema que incumbe y amenaza a todo el mundo. Esperemos que la próxima visita de Trump a esta zona no genere nuevos y más peligrosos conflictos.
Publicado en República de las ideas el 11 de mayo de 2017
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