2021/10/03 10:28:34.913844 GMT+2
En noviembre de 2001, el brutal atentado de AlQaeda contra EE.UU. era la herida más reciente que había sufrido la humanidad. En octubre, el presidente Bush había iniciado lo que llamó "Guerra contra el terrorismo" y en pocos días la invasión militar de EE.UU. aplastó a los talibanes afganos.
No se sabía entonces, pero esto fue el comienzo de una guerra que duraría 20 años, no obtendría ninguno de los objetivos que se había propuesto, consumiría más de 8 billones de dólares, produciría casi 400.000 muertes en la población civil afgana y terminaría vergonzosamente con la retirada ejecutada por Biden el presente año, sin siquiera consensuarla con los aliados (entre ellos, España) que habían participado en tan funesta aventura. America first!, otra vez.
Con el título ¿Soldados a Afganistán? el día 16 de ese mes, escribí en el diario Estrella Digital el artículo que me permito poner hoy al alcance de los lectores de este foro. Ahora que en Europa se desconfía de la OTAN, se ve lejano a EE.UU., se mira con recelo a Rusia y no se sabe cómo abordar la expansión de China, es interesante comprobar lo poco que veinte años de guerra, muerte y destrucción nos ha hecho avanzar.
Reproducción literal del texto citado:
"En la euforia bélica que la caída de Kabul ha desencadenado desde Afganistán a Washington, hasta el Gobierno español ha sugerido con entusiasmo la posibilidad de enviar contingentes de tropas para la futura fuerza de pacificación que haya de crearse en Afganistán. Esto, supuesto que la paz llegue allí en algún momento y pueda pensarse en reconstruir lo que más de dos décadas de guerras continuas han arrasado. Y suponiendo, también, que tropas de países tan remotos y extraños como España, Italia o el Reino Unido tuvieran algo que hacer en el complicado mosaico étnico de ese país, donde ni siquiera los propios afganos han sabido organizarse en forma coherente y autónoma durante varios decenios.
"Sin embargo, antes de dispersar los no muy numerosos efectivos de combate de las Fuerzas Armadas Españolas desde los Balcanes hasta Asia Central, no sería malo tener aseguradas, al menos a un nivel mínimo, las hipótesis menos favorables de lo que pudiera suceder bastante más cerca. No vaya a ocurrir que, intentando contribuir a sacar las castañas del fuego a afganos o kosovares, nos encontremos con la sorpresa de no poder ayudar del mismo modo a ceutíes o melillenses, recientemente amenazados, y en forma no muy velada, en la Asamblea General de Naciones Unidas por el ministro marroquí de Asuntos Exteriores.
"No es que ahora peligre más la seguridad de las dos ciudades españolas del norte de África, pero cabe imaginar otras hipótesis que pondrían en una muy difícil tesitura al Gobierno de Madrid. Recordando la aventura austral de los dictadores argentinos, encabezados en 1982 por el nefasto Galtieri, no se puede considerar descabellada la posibilidad de un golpe de mano marroquí contra alguno de los islotes mediterráneos de soberanía española, al modo como las tropas argentinas ocuparon por sorpresa las Malvinas. El Peñón de Vélez de la Gomera, el de Alhucemas o las rocas conocidas como las Chafarinas serían unos interesantes objetivos militares y propagandísticos, que reclamarían la inmediata atención internacional.
"España se encontraría, de la noche a la mañana, con un grave problema entre manos: ¿Respuesta militar inmediata y contundente, al estilo británico, para recuperar el territorio ocupado? ¿Represalia armada contra Marruecos? No sería fácil explicar a la opinión pública la necesidad de arriesgar una guerra con Marruecos por unas rocas inhóspitas e innecesarias, pero su abandono ante una acción de fuerza unilateral sería un mal presagio para ceutíes y melillenses y, por extensión, para todos los españoles.
"Por otro lado, una respuesta militar como la que llevó a la recuperación de las Malvinas requiere unos planes bien previstos, unos medios fuertes y bien coordinados y un respaldo político y diplomático que no se obtiene en unas pocas horas. Añádase a esto que demorar la reacción militar más de lo necesario sería visto por los demás estados como una implícita concesión al Gobierno de Rabat del carácter colonial y, por tanto, reversible, de los islotes. Argumento que, más pronto que tarde, se haría recaer sobre las dos ciudades autónomas, con consecuencias mucho más funestas.
"Se asegura que nunca es probable una guerra entre democracias, pero no hay que olvidar que Marruecos no lo es. Del mismo modo como los generales de la Junta Militar argentina buscaron distraer la atención de su pueblo en la aventura bélica que les llevó al derrocamiento, un autócrata que une el supremo poder político a su cualidad de máximo dirigente religioso podría sentirse inclinado a distraer, mediante un conflicto exterior militarizado, la creciente inquietud de sus súbditos, a quienes aquejan el paro y la pobreza e irrita la extendida corrupción de los gobernantes, y a los que llegan los ecos de un islamismo cada vez más efervescente.
"La OTAN podría inhibirse sibilinamente en este caso, aludiendo a que una acción contra Marruecos, en apoyo de España, está fuera de los límites geográficos del Tratado. Y no están en absoluto garantizados los apoyos que se podrían recibir de EE.UU. y Francia, con intereses en Marruecos que no coinciden con los propios, incluyendo su posición frente al conflicto del Sahara Occidental. Así pues, sería recomendable tener los ojos bien abiertos y no ponerse en la situación en que fuera preciso repatriar, a toda prisa y en condiciones de máxima urgencia, a las tropas de choque españolas que estuviesen patrullando el Indokush, a fin de proteger lo que nos es más próximo, inmediato y vital. La seguridad bien entendida empieza por uno mismo".
Con muy ligeras modificaciones, lo que se escribió hace veinte años podría ser hoy de aplicación. Con una diferencia: la irrupción de la pandemia de la covid-19 y la palpable evidencia de una emergencia climática que pone en peligro las bases materiales de nuestras culturas nos obligan a ampliar el punto de mira de nuestras preocupaciones y buscar coincidencias, entre sangrientos terroristas y exaltados neofascistas, que permitan sobrevivir al género humano en condiciones soportables.
Publicado en el foro "Milicia y democracia", de infoLibre, el 3 de octubre de 2021
Escrito por: alberto_piris.2021/10/03 10:28:34.913844 GMT+2
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2021/08/11 07:23:5.140150 GMT+2
La guerra contra el terrorismo que inició el presidente Bush hace más de 18 años invadiendo Irak, y que él mismo dio por concluida el 1 de mayo de 2003, cuando enfáticamente declaró ¡Misión cumplida! a bordo del portaviones Abraham Lincoln, sigue causando muerte y destrucción, aunque casi nadie la siga llamando "guerra" y, sobre todo en EE.UU., haya desaparecido prácticamente de las preocupaciones populares.
Realmente no se puede aplicar esa palabra a enfrentamientos como los que estamos observando en esta época. Véase un reciente ejemplo. Hace unas semanas, el presidente Biden autorizó personalmente tres ataques aéreos contra unas milicias iraquíes apoyadas por Irán, que operaban próximas a la frontera sirio-iraquí. Según informaciones de diversas fuentes, murieron varios miembros de esas milicias y resultó también dañada la población civil en Irak.
La reacción a ese ataque no se hizo esperar: las milicias iraquíes respondieron al día siguiente lanzando misiles contra una base estadounidense situada en Siria. Este es el extraño modo como se desarrolla la conflictividad que enfrenta a EE.UU. con el pretendido terrorismo iraní.
No es preciso consultar un mapa de la zona para comprender lo enrevesado de la situación. Ya no hay frentes de combate ni líneas de contacto claramente definidas. No se lucha en territorio de Irán ni en EE.UU. Pero mueren terroristas apoyados y entrenados por Irán y reciben fuego enemigo los soldados estadounidenses desplegados en el extranjero. Oficialmente no hay guerra entre ambos países, aunque desde el punto de vista de los combatientes implicados en la acción los efectos resultan similares a los de cualquier guerra: fuego, muerte y destrucción.
En realidad, este modo de luchar no hace distingos entre lo que propiamente se llama guerra y lo que podrían calificarse como actos hostiles, actos que en pasadas circunstancias históricas hubieran conducido irremisiblemente a una declaración formal de guerra.
Más delicada es la cuestión de cuáles son las bases legales en que se apoya la acción de Biden para atacar en territorio iraquí sin la autorización de Bagdad, cuyo Gobierno ha protestado oficialmente por ello, alegando una violación de su soberanía. Hecho tanto más sorprendente cuanto que es bien conocida la relación amistosa que vincula al presidente Al-Kadhimi con Washington, que sigue manteniendo un contingente de tropas estadounidenses en territorio iraquí.
En relación con este caso, la analista estadounidense Karen Greenberg ha escrito en The American Prospect: "Los ataques aéreos suprimen la diferencia entre la guerra y las hostilidades" y añadió que "el rechazo a diferenciar globalmente entre la guerra y las hostilidades ha sido el elemento característico en la planificación de la guerra contra el terrorismo".
De ese modo, además, al no hablar de guerra no se hace intervenir al Congreso, que es quien tiene la responsabilidad constitucional de declarar la guerra o la paz. Podríamos llegar a la conclusión de que este es el nuevo modo de hacer la guerra en el siglo XXI. Una misma guerra salta de un país a otro y de un enemigo a otro, a nadie sorprende y nadie la llama guerra.
Los que estudiamos Polemología a lo largo de nuestra carrera militar no podemos olvidar aquella expresión de Clausewitz que Raymond Aron desarrolló con perspicacia: "La guerra es un camaleón", porque su aspecto cambia rápidamente en función de las circunstancias. Solo en el último medio siglo su transformación ha sido radical y, muy probablemente, lo seguirá siendo.
Publicado en infoLibre el 11 de agosto de 2021
Escrito por: alberto_piris.2021/08/11 07:23:5.140150 GMT+2
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2021/06/27 15:46:17.028403 GMT+2
En la declaración oficial conjunta publicada el pasado 16 de junio por los presidentes de EE.UU. y Rusia, se afirma textualmente que ambos países "son capaces, incluso en momentos de tensión, de avanzar con el objetivo común de asegurar la previsibilidad en el ámbito estratégico, reduciendo el riesgo de conflictos armados y la amenaza de una guerra nuclear". Un par de líneas después se asegura contundentemente: "Reafirmamos hoy la norma de que una guerra nuclear no puede ser ganada y jamás ha de ser iniciada".
Tan elocuente punto de partida en el actual panorama estratégico mundial tiene un corolario obligado: hay que invertir más esfuerzos en el control de las armas y en los planes de desarme. No basta con la reciente prórroga de cinco años del tratado START, que limita el número de armas estratégicas, aunque en palabras de Josep Borrell esto sea "una contribución crucial a la seguridad internacional y europea".
La OTAN no descuidó en el pasado este aspecto y dio pasos para negociar reducciones de fuerza con el extinto Pacto de Varsovia. Los arsenales nucleares de ambos bandos se redujeron en más de un 85% desde el fin de la Guerra Fría. Pero ese impulso parece haberse frenado, como hizo notar el secretario general de la OTAN en la conferencia sobre control de armamentos en octubre de 2019.
Hubo de reconocer que el Reino Unido aumentaba el tope máximo de sus armas nucleares, con el consiguiente efecto negativo en otras potencias nucleares y contraviniendo lo dispuesto en el Tratado de No Proliferación Nuclear. La realidad es que la OTAN no hacía propuestas concretas y se limitaba a "responder en forma defensiva, medida y coordinada a las nuevas amenazas rusas". Pero las propuestas de Moscú eran ignoradas, sin explicar por qué, lo que no dejaba en buen lugar a la Alianza. Por su parte, Rusia desoyó las interesantes propuestas de la OTAN en 2020, asunto casi ignorado por la opinión pública, porque a la Alianza no parece preocuparle suficientemente la esencial cuestión del control de armamentos.
En la misma conferencia, Stolenberg propugnó reglas y limitaciones, de las que nada se ha vuelto a saber dos años después, para controlar las nuevas tecnologías que tanto pueden transformar el modo de hacer la guerra y sus inevitables consecuencias.
En resumen: aunque desde la OTAN se insiste en mantener abierta la puerta al diálogo con Rusia, apenas han surgido en Bruselas ideas originales al respecto: parece que se espera a las acciones rusas para responder a ellas, concediendo así la iniciativa a la otra parte.
Es cierto que el Secretario General de la OTAN no puede decidir por su cuenta y que no es nada fácil poner de acuerdo a treinta países aliados que tienen sus propias ideas sobre la estrategia general a seguir. Pero todos ellos reconocen, sin duda alguna, que un eficaz sistema de control de armamentos (nucleares, cibernéticos, espaciales, convencionales, etc.) aumenta la estabilidad general, ejerce una disuasión más eficaz y razonable, reduce los peligros y disminuye el coste de la defensa en todos los países.
Pero ni en la reunión entre Biden y Putin, ni en la conferencia en la cumbre de los aliados otánicos, se ha valorado en su debida medida, al parecer, el peso del poderoso complejo militar-industrial que en su época denunció Eisenhower y que, ahora en EE.UU., algunos analistas lo han ampliado convirtiéndolo en "complejo militar-industrial-político", para resaltar el peso en el Congreso de los grupos de presión militares e industriales.
Aunque el demoledor paso de Trump al timón de EE.UU. dejó casi grogui a la OTAN, a la que incluso Macrón diagnosticó en "muerte cerebral", todo Secretario General de la Alianza sabe sobradamente que ésta depende de EE.UU., donde el Pentágono impone su ley en asuntos militares. Y donde las poderosas corporaciones industriales, dirigidas remotamente desde el mismo Pentágono (en aplicación de la ley de las puertas giratorias) tienen a menudo la última palabra. Es allí donde Biden tendrá que esforzarse para imponer sus criterios, si desea que sus sugestivos proyectos de ámbito mundial se materialicen eficazmente.
Publicado en infoLibre el 27 de junio de 2021
Escrito por: alberto_piris.2021/06/27 15:46:17.028403 GMT+2
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2021/05/31 08:29:19.938031 GMT+2
Esa revolución verde, a la que el mundo aspira y que Biden pretende encabezar, prescindirá de las fuentes de energía fósil no renovable (petróleo, gas natural y carbón) que tan peligrosamente están acelerando la emergencia climática. Estas fuentes, sobre todo el petróleo, han sido causa de guerras, enmarañados conflictos geopolíticos y la muerte de innumerables de seres humanos. ¿Qué conflictos armados cabe prever en una futura "civilización verde"?
El asunto es complicado. Aunque la luz solar y el viento (sin olvidar las mareas) son fuentes de energía inagotables, para convertirlas en electricidad fácilmente utilizable se requiere el uso de ciertos materiales específicos: litio, cobre, cobalto, manganeso y níquel son los más usuales, aunque no los únicos, así como algunos de los 17 minerales conocidos como "tierras raras", sustancias metálicas cuyo nombre genérico ya indica su escasez.
Las turbinas eólicas, los paneles solares y los vehículos de propulsión eléctrica, base de esa nueva civilización, exigirán crecientes volúmenes de esos minerales, por lo que su demanda aumentará exponencialmente. Además, su extracción se concentra en un numero reducido de países: hoy, por ejemplo, la República Democrática del Congo suministra más del 80% del cobalto mundial y China, el 70% de los metales raros. Entre Argentina y Chile se obtiene el 80% mundial del litio. Y así ocurre con otros productos indispensables para un mundo que pretenda utilizar solo energías renovables.
Fácil es prever que la pugna imperialista por los recursos petrolíferos que desangró el mundo después de la 1ª Guerra Mundial (y que llevó a EE.UU. a implicarse en el avispero de Oriente Medio, del que ahora intenta zafarse) va a repetirse por la posesión de esos imprescindibles minerales. En resumen: la transición a un mundo no dependiente de las energías fósiles podrá originar conflictos de alcance internacional.
Nuevas empresas mineras tratarán de encontrar esos recursos en los países donde esto pueda ser rentable sin riesgos políticos, como Australia. Pero la extracción prolongada de minerales reduce su concentración al paso del tiempo y requiere más consumo de energía, aumenta los precios y genera más residuos nocivos. Según la Agencia Internacional de la Energía, la pureza del cobre extraído en Chile disminuyó un 30% en los últimos 15 años.
Lo que nos lleva indefectiblemente a China, que no solo extrae en su territorio casi todos los minerales citados sino que además procesa lo obtenido en otros países: el 90% mundial de las tierras raras, el 65% del cobalto, el 35% de níquel y el 60% del litio. El mundo verde pasa por las manos de China. Cabe anticipar esfuerzos para diversificar la procedencia de esas sustancias o encontrar otros métodos para obtener electricidad de las energías renovables; pero la dependencia del mundo respecto a China en este aspecto es hoy por hoy ineludible.
Así pues, los planes de Biden para un futuro de energía verde serían imposibles sin concertarlos con la economía china. De no ser así, solo es posible imaginar un mundo enzarzado en pugnas continuas por recursos limitados (como hasta ahora ha ocurrido con los crudos petrolíferos) o bien un mundo que abandone las aspiraciones "verdes", por escasez de medios, y se hunda en la emergencia climática que puede conducir al caos final.
Todo parece indicar la necesidad de un obligado acuerdo entre China y EE.UU., con el apoyo de los demás países, para extraer coordinadamente los minerales necesarios para esa revolución verde que se anuncia; inventar sustitutos sintéticos para los más escasos, mejorar y adecentar los sistemas mineros y acelerar al límite el reciclado de sustancias esenciales.
En interés de toda la humanidad, el entendimiento entre EE.UU., la mayor potencia militar del mundo, y China, un gran poder económico y tecnológico, es una condición indispensable para poner en marcha esos planes universales que pretenden frenar o invertir la tendencia planetaria hacia una emergencia climática de fatales consecuencias.
Publicado en infoLibre el 31 de mayo de 2021
Escrito por: alberto_piris.2021/05/31 08:29:19.938031 GMT+2
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2021/05/14 08:14:3.990269 GMT+2
La infiltración de las organizaciones de ultraderecha en los ejércitos está siendo motivo de preocupación tanto en el seno de la Alianza Atlántica como en algunos de sus países miembros. En España y Francia también ha surgido recientemente esta cuestión.
Por este motivo, en EE.UU. se ha estudiado a fondo la violenta algarada callejera que el pasado 6 de enero asaltó tumultuariamente el Congreso y alcanzó unos extremos revolucionarios que pusieron en peligro la democracia del país. Los resultados obtenidos son de interés.
Entre las 356 personas inicialmente acusadas por estos hechos, el 60% arrastraba problemas económicos y algunos tenían antecedentes por violencia de género. Pero, sobre todo, llama la atención el dato de que casi un 15% estaba vinculado a los ejércitos, cuando en EE.UU. la suma del personal militar en activo y los veteranos licenciados apenas alcanza el 7,5% de la población.
Días después de la revuelta, unos senadores del Partido Demócrata pidieron al Inspector General del Pentágono que investigase la existencia de "supremacismo blanco y extremismo" entre las fuerzas armadas. Y en febrero, un subcomité de la Cámara se reunió para tratar sobre los "Incidentes alarmantes de supremacía blanca entre los militares" y el modo de hacerles frente.
Los reglamentos vigentes tienden más a definir los derechos de que carecen los miembros de las FF.AA. que los que poseen. Los militares en activo pueden participar en demostraciones políticas, pero fuera del cuartel, sin uniforme, sólo en territorio de EE.UU. y representándose a sí mismos, siempre que no se difame al Presidente o a las autoridades. Pero serían expulsados los militares que participaran en la recaudación de fondos o distribución de material político, que vistieran prendas exaltando el supremacismo blanco u otros extremismos, y si se manifiestan a través de ciertas redes sociales.
El problema es que la procedencia de muchos militares coincide con la que alimenta las filas de la ultraderecha: hombres jóvenes, socialmente aislados, que han descendido en la escala social y son económicamente vulnerables. Un veterano negro, que denunciaba el racismo en la Armada, dijo que sus compañeros no necesitan que se les inculque una ideología racista o fascista, porque "la traen de su familia y de su comunidad".
Naturalmente, los ejércitos son organizaciones jerárquicas, autoritarias y organizadas para la confrontación bélica. Desde la instrucción básica se inculcan ciertas ideas como el respeto profundo por la tradición, la idealización del heroísmo, el culto por la acción en sí misma y la entrega desinteresada hacia los compañeros. Se equipara la masculinidad con el militarismo ("Aquí mi fusil, aquí mi pistola") y se tiene como traidor a quien piense de otro modo. Los grupos de ultraderecha adoptan ideas bastante parecidas.
Mucho de lo hasta aquí comentado es específico de EE.UU., donde los militares pasan a menudo largos periodos de operaciones en el extranjero (las "guerras interminables" que Biden pretende concluir). Los ostensibles fracasos de algunas de ellas y la sensación de ser incomprendidos por la población generan un resentimiento del que se valen las organizaciones supremacistas. También es propio de EE.UU. el conflicto del Estado con algunas asociaciones de veteranos que se sienten menospreciadas y defraudadas por las promesas que creyeron recibir al alistarse, cuestión que se remonta nada menos que a la Guerra de Vietnam.
Sin embargo, aunque en la mayoría de los países europeos no es aplicable todo lo anterior, la infiltración en los ejércitos de las ideologías ultraderechistas es un problema generalizado que habrá que seguir muy atentamente para evitar llegar a situaciones de las que después sea difícil recuperarse.
Publicado en infoLibre el 14 de mayo de 2021
Escrito por: alberto_piris.2021/05/14 08:14:3.990269 GMT+2
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2021/04/21 08:06:3.323857 GMT+2
El control civil de lo militar forma parte del más hondo substrato de la Constitución de EE.UU., donde las Fuerzas Armadas están sometidas a la Presidencia y al Congreso, democráticamente elegidos. En ambos niveles existen los órganos institucionales necesarios para mantener la debida subordinación de los ejércitos al Gobierno de la nación.
Sin embargo, como explica un ensayo publicado en Foreign Affairs (mayo-junio 2021), en los últimos años ese control se ha venido degradando paulatinamente. No es que se hayan producido casos de insubordinación, pero se han debilitado los instrumentos de vigilancia y exigencia de responsabilidades a los ejércitos.
En muchos países, no solo en EE.UU., los altos mandos militares poseen -y pueden manejar a su gusto- gran parte de la información que los dirigentes políticos necesitan para tomar las decisiones adecuadas. Por ese motivo, para influir en el poder o ejercerlo desde la sombra, ya no se necesita ocupar militarmente el Congreso, al estilo del general Pavía o del coronel Tejero en el madrileño palacio de la Carrera de San Jerónimo. Se puede conseguir lo mismo sin romper la cadena de mando civil-militar, de modo que, sin violencia externa y casi sin tener conciencia de ello, los gobernantes pueden ser controlados por el mando militar.
Ha habido en EE.UU. casos de clara oposición entre ambos "poderes", como cuando el general Powell evitó que el presidente Clinton derogara la disposición que impedía a los homosexuales entrar en los ejércitos: la política pretendía responder a un deseo popular, pero la milicia lo rechazó. Y durante los mandatos de Obama y Trump el mando militar exigió el envío de refuerzos a Afganistán, en contra de la voluntad presidencial que, por uno u otro motivo, deseaba desligarse del avispero afgano en el que EE.UU. estaba implicado.
La exigencia constitucional, establecida en 1947 en EE.UU., de que para dirigir el Pentágono un mando militar ha de estar siete años retirado fue desobedecida por Trump y ahora por Biden, rompiendo siete décadas de tradición de control civil. Nada indica que un militar sea más eficaz que un civil para dirigir el Pentágono; más bien, puede ocurrir lo contrario. En los ejércitos es fundamental la obediencia y la eficacia en la ejecución de las órdenes, sin perder demasiado tiempo evaluando sus posibles consecuencias; esto es, por el contrario, uno de los más importantes aspectos en la dirección de la política general de un Estado, que es precisamente lo que concierne al poder civil.
Otro aspecto que influye en esta cuestión es la instrumentación de lo militar por los partidos políticos, dado que en EE.UU. los ejércitos gozan de gran estima popular, sobre todo tras los atentados del 11-S. Hemos observado presidentes, vestidos con uniforme militar, en alocuciones sobre asuntos de política exterior en centros militares y no en universidades, como parecería adecuado.
La pugna entre los militares y los diplomáticos se acentuó durante el mandato de Trump. La globalidad militar de EE.UU. es el factor más determinante en esta cuestión. De hecho, algunos de sus embajadores dependen más del mando militar de la zona donde residen que de la Secretaría de Estado, porque la superficie del planeta está dividida en once mandos territoriales que dirigen el poder militar estadounidense sobre la Tierra.
Preocupa ahora en EE.UU. esta aparente relajación del control civil sobre los ejércitos y se intenta hacer consciente de ello a la población, que vive bastante alejada de estos problemas desde que se abolió el servicio militar obligatorio. Las tradiciones democráticas y la seguridad nacional dependen mucho de que se mantenga la correcta relación de subordinación militar al Gobierno. Es opinión extendida el hecho de que, si se relaja el control civil de los ejércitos, EE.UU. no podrá seguir mucho tiempo siendo una democracia y, a la vez, una gran potencia mundial.
Publicado en infoLibre el 21 de abril de 2021
Escrito por: alberto_piris.2021/04/21 08:06:3.323857 GMT+2
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2021/04/08 12:17:20.122889 GMT+2
El 25 de marzo pasado, el presidente Biden dio su primera conferencia de prensa en la Casa Blanca. En ella pronunció estas palabras, al ser preguntado sobre la amenaza de China: "[Nuestros] hijos y nietos harán sus tesis doctorales sobre si triunfó la autocracia o la democracia, porque esto es lo que está en juego, no solo China". E insistió: "Es una batalla entre la utilidad de las democracias en el siglo XXI y las autocracias. Verán que en Rusia ya no se habla más de comunismo: es una autocracia... Esto es lo que está en juego: hemos de demostrar que la democracia funciona".
Aquí conviene un breve inciso para resaltar el contraste de estas palabras con una España donde a menudo se resucita el fantasma del comunismo en enfrentamientos electorales, revelando un cierto desfase intelectual en algunos líderes políticos.
Para EE.UU., esta "nueva batalla" refleja lo ocurrido en Europa tras la 2ªG.M. con la creación de la OTAN para "contener" a la URSS. En Washington se busca una nueva alianza que contenga a China, porque Rusia, al fin y al cabo, es solo una potencia económica menor, equiparable a Italia. En la misma conferencia Biden afirmó que China tiene un objetivo, cuya legitimidad él no discute, que es convertirse en el país líder del mundo, el más rico y poderoso, pero añadió: "esto no ocurrirá durante mi presidencia, porque EE.UU. seguirá creciendo y expandiéndose".
Esto es precisamente a lo que se aspira con una nueva alianza de democracias en Asia (que algunos denominan the Quad, "El cuarteto"), que dirigida por EE.UU. incluiría a Australia, India y Japón, reproduciendo así otra guerra fría, esta vez en los márgenes occidentales del Pacífico.
Un indicio de esta situación se produjo el pasado 22 de marzo, cuando un avión espía estadounidense se aproximó peligrosamente a las defensas litorales de China antes de retroceder, algo que nunca había ocurrido antes. Por su parte, China también ha aumentado los vuelos militares críticos en las cercanías de Japón y Taiwán.
Según filtraciones del Pentágono, las fuerzas armadas de EE.UU. están empezando a olvidar la "guerra contra el terror" y se orientan para una posible confrontación con China y Rusia, desde el Ártico hasta el mar de la China Meridional.
Es cierto que China y EE.UU. no buscan enfrentarse militarmente y que ambos países tienen como objetivo preferente la recuperación y el crecimiento de sus economías. Pero, llevados del espíritu de la guerra fría, ambos se esfuerzan en mostrar que estarían dispuestos a alcanzar cualquier extremo para no dejarse dominar por el rival. Las guerras no siempre empiezan según un plan preconcebido y en la Historia son numerosos los casos en que un país se ha visto implicado en una guerra que no deseaba.
Las tres mayores potencias militares del mundo se están comportando hoy ahora de un modo peligroso. Desde la frontera occidental de Rusia en Europa hasta las aguas litorales de China se producen casi a diario incidentes críticos. Y si en Europa las líneas de contacto están bien establecidas, no es así en torno a China, donde los litigios de soberanía en varios archipiélagos y arrecifes permanecen sin resolver.
China, EE.UU. y también Rusia están implicados en un peligroso juego que puede afectar a todo el mundo. Las provocaciones verbales, las maniobras militares en zonas disputadas y la rivalidad enconada podrían llevar a una situación tan desastrosa como recuerda la Historia de la fatídica 1ªG.M. que nadie deseó y muchos hubieron de sufrir.
El 25 de marzo pasado, el presidente Biden dio su primera conferencia de prensa en la Casa Blanca. En ella pronunció estas palabras, al ser preguntado sobre la amenaza de China: "[Nuestros] hijos y nietos harán sus tesis doctorales sobre si triunfó la autocracia o la democracia, porque esto es lo que está en juego, no solo China". E insistió: "Es una batalla entre la utilidad de las democracias en el siglo XXI y las autocracias. Verán que en Rusia ya no se habla más de comunismo: es una autocracia... Esto es lo que está en juego: hemos de demostrar que la democracia funciona".
Aquí conviene un breve inciso para resaltar el contraste de estas palabras con una España donde a menudo se resucita el fantasma del comunismo en enfrentamientos electorales, revelando un cierto desfase intelectual en algunos líderes políticos.
Para EE.UU., esta "nueva batalla" refleja lo ocurrido en Europa tras la 2ªG.M. con la creación de la OTAN para "contener" a la URSS. En Washington se busca una nueva alianza que contenga a China, porque Rusia, al fin y al cabo, es solo una potencia económica menor, equiparable a Italia. En la misma conferencia Biden afirmó que China tiene un objetivo, cuya legitimidad él no discute, que es convertirse en el país líder del mundo, el más rico y poderoso, pero añadió: "esto no ocurrirá durante mi presidencia, porque EE.UU. seguirá creciendo y expandiéndose".
Esto es precisamente a lo que se aspira con una nueva alianza de democracias en Asia (que algunos denominan the Quad, "El cuarteto"), que dirigida por EE.UU. incluiría a Australia, India y Japón, reproduciendo así otra guerra fría, esta vez en los márgenes occidentales del Pacífico.
Un indicio de esta situación se produjo el pasado 22 de marzo, cuando un avión espía estadounidense se aproximó peligrosamente a las defensas litorales de China antes de retroceder, algo que nunca había ocurrido antes. Por su parte, China también ha aumentado los vuelos militares críticos en las cercanías de Japón y Taiwán.
Según filtraciones del Pentágono, las fuerzas armadas de EE.UU. están empezando a olvidar la "guerra contra el terror" y se orientan para una posible confrontación con China y Rusia, desde el Ártico hasta el mar de la China Meridional.
Es cierto que China y EE.UU. no buscan enfrentarse militarmente y que ambos países tienen como objetivo preferente la recuperación y el crecimiento de sus economías. Pero, llevados del espíritu de la guerra fría, ambos se esfuerzan en mostrar que estarían dispuestos a alcanzar cualquier extremo para no dejarse dominar por el rival. Las guerras no siempre empiezan según un plan preconcebido y en la Historia son numerosos los casos en que un país se ha visto implicado en una guerra que no deseaba.
Las tres mayores potencias militares del mundo se están comportando hoy ahora de un modo peligroso. Desde la frontera occidental de Rusia en Europa hasta las aguas litorales de China se producen casi a diario incidentes críticos. Y si en Europa las líneas de contacto están bien establecidas, no es así en torno a China, donde los litigios de soberanía en varios archipiélagos y arrecifes permanecen sin resolver.
China, EE.UU. y también Rusia están implicados en un peligroso juego que puede afectar a todo el mundo. Las provocaciones verbales, las maniobras militares en zonas disputadas y la rivalidad enconada podrían llevar a una situación tan desastrosa como recuerda la Historia de la fatídica 1ªG.M. que nadie deseó y muchos hubieron de sufrir.
Publucado el 8 de abril de 2021 en infoLibre
Escrito por: alberto_piris.2021/04/08 12:17:20.122889 GMT+2
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2021/03/24 08:32:8.299788 GMT+1
El profesor Martin Conway es el director del Centro para la Memoria y la Ley de la Universidad de Oxford y profesor de Historia Europea Contemporánea. En un reciente ensayo titulado Making Trump History, sugiere que está emergiendo un nuevo concepto general de la política, frente al que carecemos de instrumentos adecuados para gestionarlo. Ante nosotros, afirma, "se abre un terreno no explorado" en el que sobresalen tres factores a tener en cuenta.
Define el primero como la desaparición de las barreras que mantenían la actividad política dentro de unos canales familiares. La política de hoy "ha desbordado sus cauces" habituales, escribe Conway. Las figuras que antes estaban al frente ya no lo están: presidentes, gobernantes o parlamentarios compiten con otras personas, "futbolistas, famosos de la televisión y raperos", que tienen un contacto más fluido con la población y que a menudo son cortejados por los dirigentes políticos. Las palabras de una figura popular del cine suelen tener más influencia que las del presidente de un parlamento.
El segundo factor alude a la vinculación del Estado con la ciudadanía. Ha decaído el contrato tradicional: cumplir con los deberes personales a cambio de beneficios colectivos. La nueva política de "mercadillo" defrauda a la mayoría mientras beneficia a unos pocos, como esos megabillonarios que, durante la pandemia, han visto crecer sus caudales a velocidad astronómica. Los regalos monetarios de Biden para ayudar a las personas más desfavorecidas de su país no ocultan la realidad: la emergencia de un populismo antisistema.
Por último, Conway define el tercer aspecto como "la desaparición de la frontera política entre izquierda y derecha". En la nueva Historia del Presente, escribe, la política se sostiene sobre "la identidad y la queja o reivindicación". Los ciudadanos apoyan causas basadas en "emociones, identidad grupal o aspiraciones", y desdeñan los antiguos conceptos de clase o partido político. Las viejas instituciones, las tradiciones ideológicas e incluso las normas democráticas van siendo sustituidas "por una política menos disciplinada y más abierta". Esto hace que la Historia del Presente adolezca de una gran volatilidad.
El profesor Conway no hace predicciones, pero cree que estos efectos serán intensos y persistentes. Sí opina que las clases dirigentes seguirán ancladas en las ideas del siglo XX, entre otras cosas porque eso les evita la necesidad de pensar.
Quizá tengamos que admitir que, con pandemia o sin ella, el siglo XX pasó ya a la Historia y con él convendría enterrar los modos antiguos de conducir la política. El reto puede ser enorme, pero no mayor que el que presentan la acelerada emergencia climática, los nuevos (des)equilibrios de poder entre grandes potencias y la extendida sensación de vacío que induce a muchos a creer en paranoicas teorías conspirativas o a agruparse en manadas que se protegen colectivamente contra enemigos imaginarios.
Podría ocurrir que Conway no haya acertado plenamente con esta teoría, pero su análisis de la política del presente parece difícil de refutar. Habrá que sacar conclusiones, al comprobar que en España también se muestran claramente algunos síntomas del fenómeno que el profesor analiza.
Publicado en infoLibre el 24 de marzo de 2021
Escrito por: alberto_piris.2021/03/24 08:32:8.299788 GMT+1
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2021/03/09 14:47:36.892287 GMT+1
Las dos amenazas que con más evidente peligro se ciernen hoy sobre la humanidad -la pandemia de covid-19 y la emergencia climática- son abordadas por los Gobiernos de todos los países con las vacilaciones y dudas propias de todo avance científico, pues solo desde los parámetros que establece el conocimiento real y comprobado de ambos fenómenos puede alcanzarse el éxito. Cuando la política pretende imponerse a la ciencia, el fracaso sustituye al éxito: el virus se propaga y el planeta se deteriora.
Sin embargo, tales amenazas, por graves que aparezcan, no deberían ocultar el hecho de que entre el mar Mediterráneo y el Arábigo hay encendida una mecha que chisporrotea hacia ese barril de pólvora formado por Israel e Irán. Esta amenaza, al contrario de las dos anteriores, es esencialmente política y, como tal, habrá de resolverse entre los dos límites clásicos: la guerra y la diplomacia.
La diplomacia negoció en 2015 un acuerdo internacional para controlar el rearme nuclear de Irán, sometido a las inspecciones de la ONU. Trump rompió el acuerdo tres años después e Irán reanudó sus actividades nucleares. La elección de Biden ha llevado a un nuevo entendimiento que otorga tres meses de plazo para alcanzar un acuerdo, aunque Irán pone como condición previa el levantamiento de las sanciones a las que está sometido.
En ambos bandos, no obstante, hay sobrados intereses para hacer fracasar cualquier acuerdo. El ataque ordenado por Biden a finales de febrero contra elementos proiraníes desplegados en la frontera sirio-iraquí ha jugado a favor de las facciones más duras de ambos países, las más propicias a la guerra que a la diplomacia.
Las elecciones a celebrar en breve en Israel y en Irán en junio impiden a Netanyahu -en débil posición personal- aceptar la vuelta a la anterior situación y dificultan en Irán la influencia de los partidarios de reanudar el acuerdo y dialogar con EE.UU.
La situación es tensa y delicada. Trump abandonó el acuerdo internacional a instancias de Netanyahu y EE.UU. ha venido adoptando una actitud hostil hacia Irán impulsado por Israel, Arabia Saudí y otros Estados recientemente sumados a esta alianza, como los Emiratos Árabes Unidos. Esta situación alcanzó un punto crítico en los últimos meses del mandato de Trump, con una proliferación de incidentes violentos que llegaron a bordear la guerra.
Los cuatro años de "máxima presión" contra Irán bajo el mandato de Trump han resultado un fracaso. Las sanciones han perjudicado a la población pero no han dañado al régimen político. La imprudente aproximación a la guerra ha estremecido a la humanidad, sabedora de la reforzada capacidad nuclear de Israel y de la infiltración iraní en otros conflictos de la zona. Es peligroso jugar con fuego.
Hay que volver a la diplomacia, no solo la de las palabras sino la de los hechos. Algunos pasos parecen obligados ahora por parte de Washington: entre ellos, aprobar la petición de Irán al FMI de un crédito de 5.000 millones de dólares, para afrontar la pandemia, y descongelar los activos iraníes en el exterior, para adquirir productos médicos y sanitarios.
De este modo podría reavivarse la tendencia a volver a los acuerdos de 2015. Además, con ello EE.UU. recuperaría su posición ante la comunidad internacional tras la errática política trumpiana, se perjudicarían las aspiraciones del sector duro iraní en las elecciones de junio y se frenaría a los sectores más belicosos de ambos bandos. El dilema vuelve a ser el de siempre: guerra o diplomacia.
Publicado en infoLibre el 9 de marzo de 2021
Escrito por: alberto_piris.2021/03/09 14:47:36.892287 GMT+1
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2021/02/26 09:36:28.834177 GMT+1
Entre los numerosos informes y comentarios que estos días se han publicado, a raíz del 40º aniversario de aquel fatídico 23 de febrero que puso en peligro la supervivencia de la democracia española, llaman especialmente la atención las palabras de un alto mando militar que mucho tuvo que ver con el final de aquella esperpéntica aventura.
El teniente general Quintana Lacaci era a la sazón Capitán General de Madrid, máxima autoridad militar de la región. Según escribe Paul Preston en su "Juan Carlos: El Rey de un pueblo", el general Quintana confesó en cierta ocasión lo siguiente: "El Rey me ordenó parar el golpe del 23F y lo paré; si me hubiera ordenado asaltar las Cortes, las asalto".
Dos consecuencias pueden extraerse de estas palabras. La primera, de sobra conocida, es el papel jugado por el Rey, que en último término abortó con firmeza la intentona golpista, ejerciendo sin vacilar su autoridad militar sobre los sublevados.
La segunda consecuencia es más inquietante. Porque la posibilidad de éxito del golpe de Estado pudo depender de una vulnerabilidad que sigue viva en el articulado de la Constitución. Se basa en los artículos 8 y 62-h.
El primero asigna a las Fuerzas Armadas tres misiones: defender la "soberanía e independencia", la "integridad territorial" y el "ordenamiento constitucional". Por otro lado, el 62-h confiere al Rey el "mando supremo de las Fuerzas Armadas". Con estos dos elementos ya se puede montar un eficaz trampantojo: si el Rey y sus ejércitos consideran que se incumple alguna de las tres misiones asignadas, la propia Constitución les incitaría a intervenir. Como los golpistas, entre otras cosas, aborrecían el régimen autonómico, al que atribuían la ruptura del Estado, les bastaba una orden del Rey para entrar en acción y corregir, bajo la amenaza de las armas, una política nacional que estimaban peligrosa.
Esa aparente vinculación directa que la Constitución establece entre el Rey y las FF.AA., a las que asigna misiones específicas, soslayaría cualquier otra vía política para quienes solo tienen en cuenta los dos citados artículos. (Una reflexión: parece uso habitual en España aceptar una Constitución "fragmentada": aludir a unos artículos e ignorar otros en función de los intereses políticos).
Así pues, los golpistas hacían caso omiso de las partes del texto constitucional que revelarían su engaño. Porque el art. 97 pone en manos del Gobierno "la Administración militar y la defensa del Estado" y el 64 limita los actos del Rey que, para tener validez legal, han de ser refrendados por los miembros idóneos del Gobierno o el presidente del Congreso.
La evidente ambigüedad que afecta al conjunto de estos cuatro artículos estuvo en la base del 23F y en otras fallidas intentonas posteriores. Bien es verdad que el golpismo tradicional no se suele parar en barras. "¡El próximo, sin el Rey!", anunciaban los defraudados por el fracaso. Y aunque entre las tres misiones antes citadas figura la defensa del ordenamiento constitucional, no se sabe de ningún jefe de unidad que aquel día ordenara formar a sus tropas y prepararlas para salir en defensa de la Constitución si fuera necesario.
Los ejércitos españoles de hoy no se parecen en nada a los de 1981. Ni la España actual a la de entonces. Las nostalgias se han ido desvaneciendo y la realidad del mundo que nos rodea ha abierto mucho las perspectivas de los que constituyen el brazo armado del Estado al servicio del pueblo español. De ahí que la citada vulnerabilidad constitucional no sea un riesgo inmediato para nuestra democracia, pero debería ser tenida en cuenta para cualquier reforma de la Constitución que el transcurso del tiempo parece aconsejar.
Publicado en infoLibre el 26 de febrero de 2021
Escrito por: alberto_piris.2021/02/26 09:36:28.834177 GMT+1
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