Algunas rendiciones de ciudades ante los ejércitos sitiadores que las ocuparon fueron a lo largo de la historia bélica actos vistosos. En ellos, a veces, el poderío y la fuerza de los triunfadores se realzaban por su magnanimidad al tratar con nobleza y cortesía a los vencidos. En la época de las ciudades amuralladas, los asediados entregaban las llaves de la ciudad al vencedor, ceremonia a la que los gobernantes de ambos bandos -reyes, príncipes, generales, etc.- solían acudir revestidos de sus mejores galas.
La rendición de Granada por el sultán que los cristianos conocían como Boabdil el Chico, ante los reyes Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla, llevada a efecto en enero de 1492, puso fin a la existencia del poder musulmán en la Península y fue plasmada en un famoso cuadro que se conserva en el palacio del Senado. De sobra es conocido el afán del pintor por reflejar la gloria de los Reyes Católicos, aun incurriendo en algunas inexactitudes históricas que no deslucen el sentido la ceremonia. Quedó a salvo la dignidad del sultán vencido, que aun a lomos de una poco caballeresca mula no se vio obligado a besar la mano del rey católico.
Justo 133 años más tarde, otra rendición no menos lucida y otro pintor: Velázquez y la rendición de Breda, cuadro exhibido en el Museo del Prado. En él, Justino de Nassau, el defensor de Breda, entrega las llaves de la ciudad al general genovés Ambrosio de Spínola. La resistencia de los holandeses fue heroica y las tropas de Felipe IV se esforzaron denodadamente en un difícil asedio. La rendición fue una ceremonia de cortesía por ambas partes; el ejército español presentó armas ante los defensores, que abandonaron la ciudad desfilando tras sus propias banderas. El cuadro conocido como Las lanzas muestra la caballerosidad que aún revestía ciertas acciones bélicas, muy lejos de la habitual humillación del vencido sobre la que se erigieron muchas glorias militares, como ya relató Homero.
En la rendición final del Reich alemán en mayo de 1945 en el Berlín recién ocupado por las tropas soviéticas, el mariscal Keitel pretendió inútilmente crear cierta sensación de espíritu caballeresco, al saludar ceremoniosamente con su bastón de mando a la delegación aliada y quitarse el guante de la mano derecha para firmar el acta ante la frialdad de los vencedores que ni siquiera devolvieron su saludo. La criminal ignominia nazi envolvía la escena y hacía imposible cualquier residuo de magnanimidad.
Justamente estos días hace cien años, durante la Primera Guerra Mundial, hubo otra ciudad que también se rindió ante la llegada del ejército invasor. Se trataba de una capital esencialmente religiosa, la "eterna" Jerusalén, y lo hizo de un modo mucho más prosaico, como se va a ver. Las tropas británicas, avanzando desde Egipto con ayuda de los árabes sublevados, penetraban en el Imperio Turco y se acercaban a Jerusalén.
Así describe lo ocurrido el historiador Martin Gilbert. Durante la mañana del domingo 9 de diciembre (de 1917), por un valle al norte de Jerusalén dos soldados británicos merodeaban de madrugada, buscando huevos, en alguna granja abandonada o hallando algún campesino que se los proporcionara. Habían venido combatiendo desde las orillas del Mediterráneo y estaban acampados cerca de la ciudad, esperando la ofensiva que habría de arrancarla del dominio turco.
En eso estaban cuando vieron acercarse un grupo variopinto de personas con una bandera blanca, unos de paisano y otros con uniforme turco. Se trataba de dignatarios locales: el alcalde, rabinos, imames y sacerdotes, que llevaban las llaves de la ciudad y buscaban alguna autoridad militar ante la que rendirse. El ejército turco, con algunos mandos militares alemanes, había abandonado la ciudad y los británicos podrían entrar libremente en ella.
Los soldados les condujeron hasta un sargento, que pudo enlazar con algún general que se hizo cargo de las llaves. Tras este comienzo tan poco ceremonioso, el comandante en jefe británico, general Allenby, atravesó la puerta de Jerusalén el 11 de diciembre. Lo hizo a pie, para contrastar con la ostentosa visita del Kaiser en 1898, a lomos de una espectacular cabalgadura. Siguiendo instrucciones del Gobierno, mostró respeto ante los lugares sagrados de todas las religiones y no permitió que se izaran banderas aliadas. Fueron tropas musulmanas indias las que protegieron la mezquita de la Roca, para no ofender a la población mahometana.
La toma de Jerusalén hizo estremecerse al mundo. Resonaron las campanas en Roma y los judíos albergaron nuevas esperanzas. Pero todavía quedaban muchos meses de guerra encarnizada por tierra, mar y aire y la sangre humana seguiría siendo vertida en los frentes de combate que siguieron activos.
Publicado en República de las ideas el 28 de diciembre de 2017
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