La pasada semana murió en Libia un destacado periodista gráfico británico, Tim Hetherington, mientras cubría el conflicto en la asediada ciudad de Misrata como fotógrafo de guerra. La noticia volvió a poner en primer plano de la actualidad dos documentos narrativos bélicos de gran valor para cualquier persona interesada en conocer más a fondo ese fenómeno social llamado guerra: el documental Restrepo, exhibido y premiado en 2010, que él grabó y dirigió junto con el periodista y escritor norteamericano Sebastian Junger, el autor de Guerra, libro que acaba de ser publicado en España (Crítica, 2011).
Cuando lo que con más frecuencia difunden los grandes medios de comunicación sobre la guerra de Afganistán son comunicados oficiales, declaraciones de altos responsables políticos y mandos militares o sesudos análisis especializados, y cuando en la OTAN o el Pentágono se discuten estrategias y planes de altos vuelos, es conveniente poner los pies en la tierra -en este caso, en el terreno donde se lucha, se muere y se mata- para tomar contacto con la realidad de los que allí combaten. Esto hacen las dos obras citadas.
El libro de Junger lo consigue de un modo casi tan realista y estremecedor como la película. Las balas silban entre sus páginas, hay que buscar cobertura frente a los disparos de los talibanes, cerrar con los nudillos la herida por la que el compañero pierde la vida antes de aplicar el apósito reglamentario que le permitirá ser evacuado a un puesto de socorro. La guerra se cuenta desde la perspectiva de los más bajos escalones de la jerarquía militar: los soldados y mandos subalternos que forman los cuatro pelotones de la 2ª Sección de una compañía de infantería, encargada de luchar contra los talibanes en un estrecho valle afgano. Aparte del capitán de la compañía y de alguna esporádica aparición del jefe del batallón, en esta narración bélica no hay generales ni altos cargos políticos o militares. Es la guerra vista por quienes la hacen matando o muriendo.
Esta guerra nos hace recordar otra que afectó mucho a los españoles en el primer tercio del pasado siglo: la Guerra del Rif. Se trata de dos guerras coloniales clásicas: penetración en territorio hostil para establecer posiciones enlazadas entre sí que se protejan recíprocamente; contactos políticos con los jefes indígenas para apaciguar a los pueblos rebeldes, ataques y retrocesos, etc. Sus tácticas elementales apenas han variado desde entonces, aunque sí son distintos en ambos conflictos los objetivos finales y, sobre todo, las armas de fuego y los medios de transporte y comunicaciones.
Distingue Junger entre el “territorio humano” y el “terreno real”, objetivos ambos de las operaciones; se trataría a la vez de lograr el apoyo de la población y de ocupar el terreno: “Con un puesto avanzado en un pueblo se puede dominar el terreno físico, pero si la presencia de los hombres extranjeros implica que las mujeres de allí no puedan pasar por determinados caminos para llegar a sus tierras, con ello se habrá perdido un pequeña batalla en el territorio humano”.
Pero el asunto dominante en el libro -y en el documental- es el compañerismo, la lealtad al que lucha al lado y al jefe inmediato, principales motivaciones de los que cada día se juegan la vida, nominalmente “por la Patria” pero en verdad por los otros combatientes de su pelotón o su sección. No se va mucho más allá en los escalones militares: desde una posición ocupada por un pelotón perdido en las montañas afganas, los batallones, brigadas o divisiones casi no existen; solo se sabe de ellos porque en ciertos momentos son capaces de enviar con rapidez aviones o helicópteros que, descargando sobre el enemigo el fuego aplastante del que la industria bélica les ha dotado, puedan evitar que la posición sea arrollada por un número superior de talibanes armados con fusiles Kalashnikov.
Tampoco se combate pensando en la religión: “¿por qué invocar a Dios cuando puedes llamar a los Apache [helicópteros de ataque a tierra]?”. Ni se discute sobre complejas cuestiones como la política internacional, la ayuda al desarrollo afgano, etc. La verdadera fe está puesta en los hombres de la propia sección: “Lo que más aterrorizaba a los soldados era la idea de fallar al hermano cuando te necesitaba y, en comparación, morir resultaba sencillo. Morir se terminaba en sí mismo. La cobardía, en cambio, no te abandonaba nunca”.
El autor preguntó a un soldado si arriesgaría la vida por sus compañeros: “Por ellos me arrojaría sobre una granada de mano”, le respondió. Y aclaró: “Porque quiero a mis hermanos, los quiero de verdad. Poder salvar su vida para que puedan vivir me parece que vale la pena. Y todos ellos lo harían por mí”. Ante esto sobran las palabras, esas retóricas huecas que suelen constituir el discurso militar dominante. Quien sólo lea con malicia las declaraciones de algunos soldados podrá pensar que sus cerebros han sido manipulados; pero quien capte en el documental la sinceridad de sus palabras y expresiones verá que hay algo más profundo que inspira respeto, sin necesidad de entrar a considerar la legitimidad o la perversidad de esta guerra.
La descuidada traducción del libro dificulta a veces entender lo que se está narrando. Incluso cuando se acierta a traducir correctamente platoon por “sección” y section por “pelotón”, en la sobrecubierta se confunden estos términos. Que a las ametralladoras se les llame “artillería” podría pasar, pero hablar de “la intensidad de la potencia de fuego” que recibe una unidad es tan rebuscado como describir un proyectil de “40 eme-eme” (así, en cursiva) en vez de 40 mm. En fin, lo de siempre: un texto original de enorme fuerza descriptiva, al ser mal traducido se convierte en un galimatías ininteligible.
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