Una forma casi obligada de despedir el curso, al que pone fin la llegada del paréntesis veraniego, es hacer una reflexión global sobre ciertos fenómenos políticos y sociales observados en los últimos meses, tanto en España como fuera de ella. Sobre la tónica dominante de la crisis económica mundial, que no cesa y que día tras día viene amenazando de muy diversas formas a los ciudadanos de uno u otro país, se han escuchado en muchas ciudades las opiniones de ciudadanos "indignados" y las de los políticos sorprendidos por sus innovadoras y pacíficas protestas; se han celebrado consultas electorales cuyos resultados parecen carecer de explicación lógica, como por distintos motivos ha sucedido en España en la Comunidad Valenciana y en algunas poblaciones de las tierras guipuzcoanas. Todo un cúmulo de fenómenos cuya sintomatología apunta en muchas direcciones pero que no indica de dónde puedan llegar los remedios.
No merece la pena insistir en que democracia no es igual a elecciones libres. Todos lo sabemos. Hay más aspectos que inciden en la realidad democrática y algunos de ellos -como el respeto a las minorías o la educación básica del ciudadano- son tanto o más importantes que las urnas para configurar un sistema verdaderamente democrático. Pero sí es necesario resaltar el hecho de que la política electoral es ese eslabón esencial que conecta la voluntad popular libremente expresada con el poder político que cada consulta pone en manos de unas personas concretas. Cuando los ciudadanos no se sienten representados por los políticos que han elegido, se abre una brecha de peligrosas consecuencias. A ella debe atribuirse el lento, pero continuo, aumento de la abstención en muchos países desarrollados, lo que es un índice significativo de la desconfianza que amplios sectores ciudadanos muestran hacia su clase política.
Esa desconfianza aumenta cuando se empieza a percibir que la democracia aparece como inerme y rendida ante el poder de "los mercados". Cuando los programas electorales son olvidados, si no trastocados, ante la presión que sobre el poder político ejercen unas fuerzas ajenas a él y que actúan sobre todo en el plano de las finanzas. La pregunta que hoy se hacen muchos ciudadanos es: ¿cómo puede seguir funcionando la democracia si el poder último y definitivo está en manos de las corporaciones transnacionales y no en manos del Estado? ¿Por qué los españoles acabamos siendo controlados por el Banco Central Europeo, por los tecnócratas de Bruselas, por el Fondo Monetario Internacional o, lo que es peor, por el mercado secundario de la deuda soberana de los Estados? Mercado que, como es bien sabido, solo se mueve a impulsos de la codicia de esos especuladores globalizados a los que se disfraza con el nombre de inversores para no calificarlos más apropiadamente como bandoleros internacionales, pues buscan su propio beneficio a expensas de los ciudadanos de los países atacados.
Así que hemos de contemplar cómo la indignación de los ciudadanos se muestra en las calles atenienses o en las plazas españolas, como una expresión de rabia producto de la impotencia. Pero ni la rabia ni la impotencia, bajo la bandera internacional de la indignación, parecen capaces de configurar una fuerza política que pueda poner freno al imparable avance de una globalización que beneficia principalmente al invisible y transfronterizo poder financiero. Todo se globaliza paulatinamente, no solo las finanzas sino también el tráfico de armas o narcóticos, o el de personas explotadas, la mano de obra o la delincuencia organizada. Algunos aspectos de la globalización han llevado a constituir entidades superestatales para combatir sus efectos: se relacionan entre sí los órganos policiales de los Estados para combatir la criminalidad, el narcotráfico o la explotación de la mujer. Pero son más los aspectos descoordinados ante los que los instrumentos de un solo Estado resultan ineficaces: se puede declarar la guerra a la explotación laboral de los niños, pero nadie ha encontrado todavía la forma de hacer frente a los agresivos mercados. Es legítimo sospechar que la razón es que forman parte consustancial del sistema capitalista neoliberal que voluntaria y generalizadamente ha sido aceptado como la única fórmula viable de convivencia política en democracia.
Pero, como se suele decir, esta democracia "lleva en el pecado la penitencia": ¿para qué votar -se preguntan algunos- si el verdadero poder está fuera de todo control democrático? Y aunque la ira de los "indignados" sea comprensible y compartida por muchos, es obligado preguntarse también si merece la pena indignarse cuando las trabas y los controles son tantos que la pregunta sin respuesta sólo puede ser: ¿qué se puede hacer?
Observando críticamente la realidad se llega a la conclusión de que los ciudadanos podemos elegir democráticamente a nuestros políticos, pero apenas podemos decidir sobre lo que éstos vayan a hacer después, ya que su margen de maniobra está constreñido, cada vez más estrechamente, por el poder económico globalizado. Ante tan deprimente panorama quizá solo quepa esperar dos vías de resolución: la imaginativa que cree nuevas fórmulas y sistemas, como los viejos atenienses que configuraron las bases de la democracia del mundo desarrollado, o la violenta, la del que rompe la baraja porque las reglas del juego siempre le son adversas. La elección es obvia.
Publicado en CEIPAZ el 18 de julio de 2011
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