A principios de este mes tuvo lugar la 48ª reunión anual de la llamada Conferencia de Seguridad de Munich, que congregó en esa ciudad a altos dirigentes políticos de todo el mundo, expertos en seguridad y analistas internacionales; en resumen, lo que puede considerarse la élite universal de la seguridad mundial.
Fueron muchos y de muy variada índole los problemas abordados, lo que hace imposible resumirlos en un escueto comentario. Pero habida cuenta de la participación española en Afganistán, que preocupa a los españoles y al Gobierno, y teniendo presente la repercusión que en la comunidad internacional ha de producir el modo de poner fin -si esto es realmente posible- a tan prolongado conflicto, resumiré algunas reflexiones sugeridas por los documentos presentados en la conferencia.
Uno de los aspectos más dificultosos, que socavan los esfuerzos de todos los implicados en ese problema para vislumbrar su resolución, es el enfrentamiento, oculto y poco aludido oficialmente, entre dos estrategias que se han de desarrollar simultáneamente. Una es la estrategia de los aliados, dirigida por EE.UU. y la OTAN, cuya finalidad principal es abandonar militarmente Afganistán en el año 2014, con los mejores resultados posibles para los dirigentes occidentales y su futura influencia económica, política y militar en esta importante zona del planeta. La otra estrategia es la que preocupa sobre todo al Gobierno afgano, encabezado por el presidente Hamid Karzai, y se encamina a alcanzar una estabilidad y seguridad aceptables para su país y para su pueblo, sin desdeñar la continuidad en el poder de la coalición hoy gobernante en Kabul.
Tanto la primera estrategia como la segunda habrán de desarrollarse forzosamente en un entorno regional que sufre un elevado grado de inestabilidad: desde Israel a Pakistán y desde Siria al Yemen, el panorama político y militar está cuajado de indicios que hacen temer en cualquier momento la agravación de una situación ya de por sí muy peligrosa.
El presidente afgano se encuentra críticamente acorralado entre ambas estrategias. Desearía alcanzar algún tipo de acuerdo con EE.UU., que permitiera prolongar de algún modo su presencia militar en el país (lo que para muchos afganos aparece como una mayor garantía de seguridad), y a la vez lograr una reconciliación con los talibanes, con la que superar la crónica inestabilidad interna a la que el país seguirá estando abocado si éstos no intervienen en los órganos de gobernación del Estado.
Una complicación adicional del problema es la falta de unanimidad sobre el camino a seguir, tanto en Washington como en Kabul. Mientras el Pentágono busca la derrota de los talibanes, es decir, anotarse la victoria militar en la guerra, el Departamento de Estado orienta más sus esfuerzos hacia un entendimiento con aquéllos, como la vía más eficaz para dar solución al conflicto. También el presidente Karzai está sometido a la influencia de los diversos y enfrentados sectores de su Gobierno: desde los que ven en las negociaciones con EE.UU. una nueva trampa imperialista, hasta los que creen que son el remedio más eficaz para resolver esta compleja situación.
Conviene recordar que Al Qaeda y los talibanes siguen caminos distintos y no buscan los mismos objetivos, aunque en el pasado hayan coincidido en bastantes ocasiones. Hoy por hoy, aquélla apenas influye ya en la gobernabilidad de Afganistán, mientras que los talibanes todavía son capaces de ejercer una insistente presión militar, incluso amenazando con desencadenar una nueva "ofensiva de verano" este mismo año. La poca perspicacia de EE.UU. para afrontar de modo distinto a ambos enemigos ha sido quizá el factor que más ha contribuido al poco éxito de esta guerra.
Ambas estrategias habrán de implicar también, como antes se ha dicho, diálogos y acuerdos políticos con los principales países de la zona, para controlar su grado de intervención en los asuntos afganos. La mayoría de ellos se oponen a que EE.UU. mantenga allí tropas después de 2014. Hay dos países que requieren atención especial: Pakistán e Irán. El primero, por su conexión política, militar y étnica con los talibanes; y el segundo, por su crítica situación frente a la comunidad internacional, donde las amenazas de guerra ya no son voces aisladas y crean una peligrosa tensión.
En estas circunstancias, la conferencia cumbre de la OTAN, que tendrá lugar en Chicago el próximo mes de mayo, es el acontecimiento que más luz puede arrojar sobre el incierto futuro afgano. La OTAN no debería seguir manteniendo una estrategia imprecisa, a veces sometida a las necesidades electorales de los países socios, ni alentar un espíritu triunfalista de victoria militar, que no se corresponde con la realidad. La óptica exclusivamente bélica no llevará a la resolución de este conflicto. En 2014 no solo se producirá la retirada militar prevista: también habrá elecciones presidenciales; será preciso comprobar si las nuevas fuerzas de seguridad afganas son capaces de cumplir con la misión para la que están siendo entrenadas por los ocupantes; y habrá que superar el explicable desánimo de una población que sigue sufriendo penalidades, no se siente representada por su Gobierno y donde la corrupción sigue haciendo estragos.
Lo más difícil de las guerras, de todas las guerras, sigue siendo cómo salir de ellas. Esto no siempre lo tienen en cuenta quienes irreflexivamente las desencadenan. Afganistán no es una excepción. Lo más desolador es constatar que la ignorancia de esa regla implica más muerte, miseria y destrucción, que al final recaen sobre los pueblos elegidos como teatro para las operaciones militares.
CEIPAZ, 21 de febrero de 2012
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