Si usted, estimado lector, desea ventilar las neuronas y cambiar de asunto tras haberse informado exhaustivamente estos días por los diversos medios de comunicación sobre los datos, opiniones, estudios prospectivos y demás análisis elaborados tras la consulta electoral del pasado domingo, le sugiero aquí mismo un breve ejercicio de evasión.
Busque en Google (ese instrumento internáutico con el que se le supone familiarizado si es lector asiduo de República de las ideas) el siguiente nombre propio: Harold Camping. Casi seguro que, en principio, no le evocará nada, pero es inevitable la sorpresa al constatar que, en una fracción de segundo, ese afamado buscador le dice que ha encontrado en Internet cerca de veintiún millones de referencias a ese nombre.
Naturalmente, usted sabe que, en numerosas ocasiones, muchas de esas citas suelen ser repeticiones de un mismo texto difundido por distintos medios. En todo caso, los más prolíficos y afamados periodistas que habitualmente escriben en estas páginas electrónicas difícilmente llegan al millón de citas. ¿Qué es, entonces, lo que tanta relevancia proporciona al señor Harold Camping para ocupar tan amplio espacio en Internet? La respuesta surge con facilidad de la misma pantalla de su ordenador. Se trata de un pastor evangélico de EEUU que públicamente profetizó que el fin del mundo tendría lugar el pasado sábado, 21 de mayo. Lo hizo a través de su organización religiosa radiofónica Family Radio International.
Desde los más remotos tiempos del cristianismo siempre ha habido personajes que han anunciado a plazo fijo el fin del mundo, basándose en recónditas interpretaciones de los diversos textos tenidos por sagrados. Pero no existía Internet y sus fábulas tenían corta duración en el tiempo y limitada difusión en el espacio. Ahora las cosas han cambiado y la red de redes y las redes sociales que de aquélla han brotado dan publicidad instantánea y casi universal a cualquier asunto. Desde el más elaborado estudio científico hasta la patraña más inverosímil fruto de la mente calenturienta de cualquier alucinado.
La profecía de Camping se difundió rápidamente. Su materialización coincidía curiosamente con el “día de reflexión” electoral de los españoles, aunque aquí no estuviéramos al tanto del asunto. Ese mismo día, los verdaderos creyentes (unos 200 millones, según el visionario) serían abducidos a los cielos mientras un enorme terremoto aniquilaría a los que no habían sido seleccionados para su salvación.
No piense el lector que estamos ante una simple broma como las propias de aquel desaparecido “día de los inocentes”, tantos años celebrado en España. La organización del pastor evangélico invirtió millones de dólares en anuncios radiofónicos y televisivos, pancartas y vehículos publicitarios que anunciaban la llegada del inminente “día del juicio”, dinero que obtuvo de las donaciones efectuadas por sus fieles seguidores al acercarse la fecha fatídica, quienes indudablemente pretendían con sus dádivas reservarse una plaza en el anunciado trasbordo celestial.
Comprobado el fiasco, el predicador se retiró con su esposa a un motel, para intentar comprender lo sucedido, según él mismo declaró. Emergió de su retiro el lunes, explicando por su emisora que Dios, compasivo y generoso, le había hecho ver que concedería a la humanidad cinco meses de prórroga, aplazando el apocalipsis hasta el 21 de octubre: “Fueron unos días difíciles para mí. Revisaba en mi cabeza todas las promesas que Dios me había hecho. Recé mucho: ¡Dios mío, qué ha pasado?”.
Pero como, según Santa Teresa, “Dios está entre los pucheros”, el fallido profeta hubo de atender a las muy terrenales reclamaciones de quienes se sintieron estafados y le reclamaban su dinero. “No puedo dar consejos financieros, -dijo- pero hemos tenido una gran recesión y mucha gente ha perdido el trabajo y la casa y, a pesar de ello, han sobrevivido”. ¡Total – se diría el fracasado profeta – para aguantar hasta octubre no se necesita mucho! ¿Por qué protestan tanto ahora?
Parece difícil aceptar que, en un país aparentemente desarrollado y con cierto nivel cultural, como EEUU, el nivel de credulidad de amplios sectores de la población haga posibles estafas de tal naturaleza. Más todavía, cuanto que, con motivo de este fiasco, se ha sabido que el mismo pastor cristiano perpetró otro timo similar en 1994.
Los fraudes de base religiosa son tan antiguos como la humanidad, sabedores los que se erigen en administradores del más allá del pavor reverencial que sus mitos producen entre las gentes. Pero que en el siglo XXI sigan teniendo valor patrañas no muy distintas a las que anunciaba un alucinado monje del siglo X no permite albergar mucho optimismo sobre el desarrollo progresivo de la humanidad.
República de las ideas, 27 de mayo de 2011
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