La transición llevada a cabo en muchos países, desde los ejércitos de conscriptos a los de soldados voluntarios, es un fenómeno social, cada vez más generalizado, que suele obedecer a un cúmulo de razones, distintas por lo general en cada caso. Durante el proceso de transformación, en España apenas se adujeron motivos basados en actividades bélicas, de las que los ejércitos españoles habían permanecido muy alejados hasta que la entrada en la OTAN y la participación en misiones internacionales han puesto a nuestros soldados en contacto con el fuego directo de combatientes enemigos.
Aunque en la polémica que en España condujo a la abolición del servicio militar obligatorio se llegaron a citar algunas acciones de guerra, sobre todo relacionadas con los últimos coletazos de nuestra presencia en las colonias africanas, lo que más impulsó al cambio fue el extendido rechazo social a un sistema que muchos veían como injusto, porque, entre otras razones, solo recaía sobre un limitado sector de la población. Tuve ocasión entonces de participar activamente en la creación de opinión favorable al cambio, apoyado por bastantes militares profesionales que sosteníamos la idea de que, incluso desde un punto de vista meramente operativo, un ejército de soldados voluntarios sería siempre más eficaz, porque nadie se vería forzado a obrar contra su voluntad sirviendo bajo las armas. Fue un largo proceso, en el que también influyeron la objeción de conciencia y las ideas pacifistas, alcanzándose por fin la actual situación en la que los ejércitos españoles están íntegramente formados por soldados profesionales.
El paradigma opuesto es EE.UU., el país donde las continuadas guerras en que ha intervenido fueron creando una opinión generalizada en contra del servicio militar obligatorio. Sería imposible conocer los entresijos de la política de EE.UU. ignorando la amplia obra del veterano analista William Pfaff, con el que muchos hemos aprendido los elementos básicos de la dinámica internacional, aunque no siempre coincidamos con sus planteamientos ideológicos. He aquí cómo explica Pfaff, en la última edición de The New York Review of Books, la transición en EE.UU. desde el servicio militar obligatorio hasta los actuales ejércitos profesionales:
“La guerra contra la insurgencia corrompe forzosamente a los soldados. Por definición, se desencadena contra militantes civiles que actúan en un ámbito civil. Para el soldado, es una guerra contra personas civiles y éstos automáticamente son vistos como enemigos. Las mujeres y los niños, también. Cuando estuve allí [en Vietnam] la guerra era cosa de contar cadáveres, una política de gran cinismo que inspiraba hipocresía entre las tropas. Utilizábamos la moderna tecnología contra campesinos: implacables bombardeos, napalm y el agente naranja para despejar la zona de operaciones. Como se ha demostrado en Iraq y en Afganistán, la guerra contra la insurgencia implica asesinatos a sangre fría (como la operación Phoenix en Vietnam), torturas, atrocidades y justificaciones, cada vez más cínicas o desafiantes, por quienes ocupan los más altos escalones, incluso el más elevado”.
Añade después: “Todo esto destruyó el servicio militar obligatorio. En Vietnam hubo deserciones, se lanzaron granadas de mano contra los mandos inmediatos, y los más audaces soldados de infantería eran encontrados muertos con un tiro en la espalda. Una perversa opinión pública, que culpaba de la guerra a los soldados que la hacían, desacreditó también el servicio militar.”
Lo anterior viene a cuento porque la disyuntiva entre servicio militar obligatorio o voluntario no está del todo olvidada en algunos países, como muestra el general McChrystal, que mandó las fuerzas internacionales en Afganistán y fue destituido en 2010 por unas polémicas declaraciones. Insatisfecho por la situación de EE.UU., país que él juzga dividido social y políticamente, con una juventud alienada y temiendo por la unidad nacional, en una reciente conferencia en el conservador Aspen Institute propugnó la vuelta al servicio militar obligatorio aduciendo que “todos deben jugarse el pellejo… cada pueblo, cada ciudad debe arriesgarse…” pues “un ejército profesional no es representativo de la ciudadanía”. Quizá ha olvidado que, en aquellos tiempos a los que él sugiere volver, pocos hijos de congresistas luchaban en primera línea en Vietnam y sí lo hacían muchos jóvenes de las minorías más desfavorecidas.
Se puede alegar que un ejército profesional no es plenamente “democrático”, si por esto se entiende un “ejército de ciudadanos” libres, que toman las armas en defensa propia cuando lo estiman necesario y las dejan en el armario al desaparecer el peligro. Pero esta idea, que pudo sostenerse en los nacientes EE.UU. o en la Francia revolucionaria de los primeros años, no es ya de aplicación universal. Añorar los tiempos en que “los ejércitos eran democráticos” es como evocar las épocas en que la esclavitud facilitaba la vida a las clases privilegiadas.
No hay regreso posible a la supuesta utopía. Por el contrario, sí convendría precaverse frente a un futuro incierto, no vaya a ser que los ejércitos pasen de estar al servicio democrático de las sociedades a hacerlo al servicio de esos no tan ocultos poderes financieros que parecen empezar a suplantar a los Gobiernos elegidos democráticamente por sus pueblos. Si ahora imponen decisiones en el ámbito económico, no es absurdo imaginar que puedan hacerlo también en los asuntos de la defensa.
República de las ideas, 27 de julio de 2012
Comentar