Convendría empezar señalando que, aunque ciertas disposiciones internacionales pongan de relieve la diferencia entre emigrantes y refugiados, la realidad muestra que esa distinción es vana e incluso acaba apareciendo hipócrita. Se suele insistir en que los primeros (emigrantes "económicos" se les llama) no tienen derecho a gozar del mismo trato del que se benefician los que huyen de la persecución (política, cultural, religiosa, etc.) o de la guerra, los cuales son considerados refugiados y pueden acogerse a lo establecido para su protección.
El Estatuto del refugiado adoptado por Naciones Unidas lo define como una persona que tiene "un miedo fundado de ser perseguido por razones de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un grupo social o de opinión política". El refugiado puede ampararse bajo una favorable legislación internacional, aunque no son pocos los casos en que los Gobiernos esquivan su aplicación y recurren a retorcidas explicaciones para quitarse de encima la molesta carga que les puede suponer cumplir con sus obligaciones internacionales.
Es indiscutible que un refugiado busca una vida mejor, lejos del riesgo, angustioso y constante, de ser perseguido, apresado, torturado o ejecutado, dadas las anómalas condiciones reinantes en su país de origen. Pero también es imposible ignorar que el emigrante común, el mal llamado "económico", que no huye de la guerra ni de la persecución, huye de algo que puede ser igualmente nocivo para su vida y la de los suyos: el hambre, la miseria, el infortunio cotidiano del que no sabe si mañana comerá.
Pero hay algo que no puede pasarse por alto. Todo emigrante se esfuerza, se sacrifica y arriesga su vida en un viaje henchido de incertidumbre y peligro, porque aspira a lo que ninguna legislación internacional puede negarle: un futuro mejor para él y su familia. Este es el aspecto básico, común a emigrantes y refugiados y, por esta razón, tanto unos como otros deberían poder acogerse a la ayuda de las organizaciones creadas para el bienestar general de la humanidad, como se lee en el preámbulo a la Carta de las Naciones Unidas: "Reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas".
La "dignidad y el valor de la persona humana" es lo que día a día vemos pisoteado, despreciado y humillado en las imágenes que los medios de comunicación muestran sobre el éxodo de miles y miles de seres humanos que estos días huyen a la vez, codo con codo, mezclados y confundidos en una misma muchedumbre, de la guerra y de la miseria. Son las imágenes de la infamia, las que están envenenando la sangre de Europa con la exhibición de una política cicatera, ciega y nacionalista, de regateo y desconfianza mutua, y por la penosa y lenta reacción de las autoridades de la UE ante esta catástrofe humanitaria.
Un reputado historiador llamó al siglo XX europeo el "siglo de los refugiados", por los efectos combinados de las brutales dictaduras totalitarias y su persecución de los disidentes o no adictos; de la 2ª Guerra Mundial y el gran reajuste de fronteras europeas que causó; y por la eclosión de nuevos Estados liberados del colonialismo y las depuraciones y expulsión de los colonizadores europeos que hubieron de regresar a sus países de origen. Pues bien, esta segunda década del siglo XXI parece avanzar por un camino parecido en lo que respecta a Europa y sus confines orientales y meridionales, desde donde afluyen los que aspiran a una vida más segura dentro de nuestras fronteras.
Ese respeto a la dignidad de la persona humana que propugna la ONU no se vio en las aguas de la España africana, cuando los inmigrantes que se acercaban nadando penosamente hacia la playa eran recibidos con pelotas de goma disparadas por las fuerzas de seguridad españolas. Tampoco se ha observado con las personas de toda edad y condición que padecen lo indecible para cruzar las reforzadas fronteras europeas. También esas fronteras interiores que algunos incautos habíamos pensado que desaparecerían, cuando nos tragamos el mito europeo inicial, el que unos nos vendieron y otros están explotando en su beneficio.
Esos emigrantes y refugiados huyen de países donde no se respetan los derechos humanos: eritreos condenados a un servicio militar obligatorio sin fecha de licencia, sirios que han visto desaparecer a amigos y familiares y donde casi seis millones de niños están en situación de extrema pobreza según Unicef. Huyen también de países que sufrieron los devastadores efectos de las guerras de los ejércitos occidentales, sea para combatir un terrorismo que apenas existía entonces y que se ha multiplicado entre las ruinas abandonadas; sea para imponer la democracia eliminando a un dictador, como en Libia, pero abonando el terreno para sembrar el caos social y fomentar el extremismo terrorista.
Europa está siendo sometida a prueba. Inmigrantes y refugiados son la piedra de toque que nos permitirá comprobar qué hay de verdad en nuestros textos y tratados fundacionales y qué es mera palabrería u ocultación de la realidad. Es de temer que, una vez más, sean los intereses puramente económicos los que prevalezcan sobre la solidaridad común y confirmen esa incoherencia que es el talón de Aquiles de una unión política tan mal construida.
República de las ideas, 4 de septiembre de 2015
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