Uno de los hechos más significativos de los últimos días en lo que respecta al sistema internacional de los Estados, y que quizá haya pasado algo desapercibido en algunos de nuestros medios de comunicación ante la avalancha de noticias nacionales que los ha inundado (medidas anticrisis, asuntos Garzón y Gürtel, competiciones deportivas de distinto signo, etc.) ha sido la propuesta conjunta de los Gobiernos de Brasil y Turquía para abrir una nueva vía que permita resolver la tensión creada en torno a las operaciones iraníes de enriquecimiento de uranio.
No puede hoy caer en el vacío la voz de dos dirigentes políticos dotados de un notable carisma ante sus conciudadanos y con gran ascendiente internacional, como son el presidente brasileño Lula da Silva y el primer ministro turco Tayyip Erdogan. Ambos rigen los destinos de sendas potencias medias, que vienen reclamando, cada vez con más fuerza, un lugar relevante en el sistema internacional, como sería, entre otras posibilidades, un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
Mejor que seguir insistiendo en la vía hasta ahora seguida para evitar que Irán llegue a poseer armas nucleares, que consiste en aumentar la intensidad de las sanciones aplicadas contra el Gobierno de Teherán -lo que no ha producido resultados significativos-, desde Brasilia y Ankara se propone un nuevo plan. Éste se basaría en que el uranio de baja concentración obtenido en Irán sería enviado a Turquía, donde se enriquecería hasta la concentración adecuada para usos civiles bajo los necesarios controles internacionales. En una reunión tripartita celebrada el pasado domingo en Teherán, se avanzó por este camino, considerado ya como positivo por Sarkozy y por el Secretario General de la ONU.
Pero las alarmas saltaron enseguida en Washington, donde se pusieron en acción todos los recursos para acelerar el proceso de endurecimiento de las sanciones contra Irán, que ya estaba iniciado en el Consejo de Seguridad antes de la citada reunión tripartita. Es casi seguro que esta brusca reacción de EEUU ante la propuesta turco-brasileña no se debe tanto al temor de que resulte ineficaz como al hecho de que, quizá por vez primera en la Historia más reciente, dos países con suficiente peso demográfico, social, político y económico dan unos pasos que les apartan de la línea marcada por Washington. Esto llama aún más la atención porque el plan de Lula y Erdogan parece estar incluido en la línea política que inicialmente propuso Obama el pasado año, la de recurrir a la diplomacia más que a las sanciones para resolver la espinosa cuestión nuclear iraní.
Lo que ocurre es que Obama se mueve ahora por un estrecho sendero: sin renunciar en teoría a los elevados ideales que propuso en su campaña electoral y confirmó en los primeros meses de su mandato, se ve obligado a mirar con recelo hacia la derecha del espectro político estadounidense, presta a reprochar al Presidente cualquier presumible desviación de las viejas “rutas imperiales” que de modo más o menos ostensible han sido seguidas por sus antecesores en la Casa Blanca. Ceder, sin más, ante países hasta ahora secundarios, como Brasil y Turquía, no está en las prácticas usuales de EEUU.
Un consejero de la presidencia brasileña ha destacado, con claridad, el sentido común del plan proyectado: “Hemos puesto diplomacia donde no la había. Antes solo había amenazas y con éstas no siempre se consigue lo que se desea”. Es la lógica aplastante de quienes no poseen la fuerza militar absoluta y saben que las soluciones políticas más duraderas no son las que se alcanzan mediante la violencia. Erdogan ha contribuido también a aclarar con argumentos elementales un aspecto fundamental de este conflicto: “Mientras las grandes potencias conserven sus armas nucleares ¿qué credibilidad tienen para impedir que otros países se hagan con ellas?”.
Cualquier analista que conozca los antecedentes históricos y examine la situación actual sabe que el statu quo nuclear internacional es profundamente injusto. Una organización esencial para mantener el equilibrio entre los países, como es la ONU, que conserva en su estructura la jerarquización existente al concluir la 2ª Guerra Mundial, no refleja el estado actual del mundo, entrado ya el siglo XXI. El uso de distintos criterios y dispares varas de medir, según se apliquen a unos u otros países, solo conducirá a nuevas tensiones que podrán agravarse peligrosamente.
Muchos Estados de Oriente Próximo no se resignarán a que el único país con armas nucleares en esa zona siga siendo Israel, ante la pasiva aquiescencia de su poderoso aliado estadounidense. Turquía, entre los países islámicos, y Brasil, entre los que son hoy conocidos como países “emergentes”, no van a renunciar a ser oídos y comprendidos en este asunto y en muchas otras cuestiones que afectan a importantes sectores de la humanidad. A la gran superpotencia americana y a las viejas potencias europeas -incluido el socio ruso- les corresponde prestar atención a estas voces que hace solo medio siglo ni siquiera se articulaban. Un nuevo mundo se configura ante nuestros ojos y los esfuerzos por impedirlo no tendrán más éxito que los que hizo España en siglo XVIII por conservar su Imperio o la poderosa Inglaterra con el mismo objetivo en la segunda mitad del XX.
Publicado en República de las ideas, el 21 de mayo de 2010.
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