Se cuenta que el cardenal Cisneros, cuando en 1516 ejercía como regente de Castilla tras la muerte de Fernando el Católico, hasta que el futuro Carlos I fuera coronado rey, al ser interpelado por los nobles que le exigían saber cuál era la legitimidad en que se apoyaba para ocupar tan alto cargo, les mostró unos cañones que había desplegado frente a su palacio: "Estos son mis poderes".
Por aquella época se desarrollaba lo que después se vino a conocer como la "Revolución militar", que causó un gran impacto en las relaciones políticas del poder. Su base tecnológica fue el desarrollo de la artillería, que puso en manos de los soberanos un arma contra la que los nobles feudales no podían competir. Hasta entonces, éstos habían mantenido violentas pugnas con sus soberanos, protegidos en sus castillos y al frente de las mesnadas de campesinos armados que constituían sus ejércitos privados.
La aparición de la artillería cambió radicalmente las cosas. Solo los reyes podían disponer de los recursos económicos necesarios para construir y utilizar con letal eficacia las nuevas armas, aquellas bocas de fuego con las que acabó imponiendo su voluntad sobre la nobleza, tildada habitualmente de "levantisca" en los viejos textos de Historia del bachillerato. En los pesados cilindros metálicos que causaban espanto en quienes oían su tronar (como describe en "La revolución militar" el historiador británico Geoffrey Parker), y que al mejorar las técnicas de fundición permitían mostrar en bellos relieves los escudos de las casas reales a las que servían, no faltaba la tradicional leyenda Ultima Ratio Regum, es decir: "El argumento definitivo de los reyes"; el que se imponía para resolver pleitos dinásticos, apetencias de poder o reclamaciones territoriales.
La monarquía absoluta fue arraigando en Europa al amparo del fuego de sus cañones, que arrasaron las torres feudales en las que hasta entonces había residido parte del poder, cuando éstas no eran voluntariamente desmochadas por sus señores, atendiendo el requerimiento real. (Varios pueblos españoles conservan en su nombre el recuerdo de lo sucedido: Torremocha).
Una estrecha vinculación de la monarquía con la religión, mutuamente beneficiosa para ambas, sirvió, además del cañón, para asentar definitivamente el poder de la corona. No mucho tiempo antes de ser ejecutado, Luis XVI todavía imponía las manos sobre los súbditos enfermos que a él acudían, en la creencia de que Dios obraba a través de la divina majestad de su rey; y en España, un general erigido en dictador tras una cruenta guerra civil también se proclamó a sí mismo "Caudillo por la gracia de Dios", intentando prolongar en su persona la vieja alianza del Trono y el Altar.
Fueron transcurriendo los años y el poder de los soberanos absolutos iba regresando paulatinamente a los pueblos bajo diferentes fórmulas constitucionales, de modo que fueron éstos, en último término, y no las veleidades de los tronos, los responsables de las guerras que asolaron el planeta. Sin embargo, sobre la humanidad ensangrentada por tanta guerra, se empezaba a cerner una nueva revolución, casi tan demoledora como la "militar" del siglo XV, y que también haría cambiar de manos el poder político: nacía el "poder de los mercados".
Los que ahora imponen su voluntad sobre los pueblos, hacen temblar a los Gobiernos de las naciones, y llevan a menudo la miseria y la desesperanza a muchos de sus habitantes, no necesitan construir cañones, ni siquiera armas de guerra. En realidad, no construyen nada tangible, no crean bienes, no inventan nada, salvo la llamada "ingeniería financiera", un modo elegante de denominar las estafas concebidas para incautos codiciosos. Los "mercados" se disfrazan de "inversores" cuando todos sabemos que solo son "especuladores". La tecnología que lo ha hecho posible es la de las comunicaciones globales e instantáneas, que permite la transferencia de grandes sumas de dinero "virtual", a veces mediante sistemas automáticos, de un lugar a otro del mundo, atendiendo siempre a la obtención del máximo beneficio en el más breve plazo para quienes operan a la sombra de una legislación relajada que permite cualquier latrocinio.
No merece la pena gastar dinero en armamento (cañones de bronce o armas nucleares) cuando se puede poner de rodillas a cualquier Estado sin más que apretar sus clavijas financieras, azuzando contra él a los implacables mercados. Son éstos los que hoy señorean el planeta, crean o deponen Gobiernos, dictan leyes y modifican a su antojo los presupuestos de los Estados; ahogan a los pueblos o los halagan, según su grado de sumisión.
No será fácil recuperar el poder ahora perdido. Habría que averiguar dónde se hallan las torres feudales en las que se encastilla esta nueva nobleza levantisca, la que en vez de mesnadas armadas se sirve del invisible poder financiero. Y encontrar el modo de abatirlas a golpes de Ley o de cañón, para volver a poner el poder en manos de su legítimo dueño: el pueblo. Parece tarea complicada, pero no es imposible.
República de las ideas, 6 de abril de 2012
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