En los albores de la Segunda Guerra Mundial, la agresividad de la Alemania nazi, que en 1936 había remilitarizado Renania, violando el Tratado de Versalles, y que en 1938 se había anexionado Austria y los llamados Sudetes (los territorios checos de mayoría alemana), se dirigió contra un pequeño enclave, la ciudad libre de Dánzig. Su situación respecto a Polonia la convertía en un obstáculo para la continuidad geográfica alemana, pues se interponía entre el territorio alemán y la entonces llamada Prusia Oriental, el núcleo histórico y espiritual del antiguo imperialismo alemán.
En la primavera de 1939 Alemania exigió la anexión de Dánzig y el derecho de libre paso terrestre, a través de territorio polaco, hacia Prusia Oriental. El llamado “corredor de Dánzig” se convirtió así en un grave problema de enfrentamiento geopolítico entre Polonia y Alemania: para aquélla, era su única salida al mar Báltico; para ésta, el nexo de unión entre los dos territorios alemanes. No hubo acuerdo posible y el 1 de septiembre de 1939 Alemania inició la invasión de Polonia, lo que desencadenó la más cruenta guerra que jamás haya padecido Europa.
Los apenas 2000 km2 de Dánzig (como Gipuzkoa, y con menos población que la provincia de Burgos hoy) no fueron la causa de la Segunda Guerra Mundial, pues muchos otros factores propiciaron el comienzo de la carnicería europea. Pero no conviene perder de vista el papel detonante que algunos pequeños territorios de especiales características juegan en la Historia de las guerras.
Si pocos eran los que entonces eran capaces de encontrar Dánzig en el mapa de la Europa de 1939, son aún menos los que hoy pueden situar en el mapa de Oriente Próximo el llamado “plan E1″. Sin embargo, ese territorio de apenas 12 km2 podría convertirse en 2013 en el “Dánzig de Palestina”, y agravar las tensiones propias del conflicto palestino-israelí.
También aquí se plantea un problema de continuidad territorial, aunque ahora no afecte a un país poderoso, expansivo y bien armado, como fue el III Reich hitleriano, sino a un pueblo vencido y expulsado de sus tierras ancestrales, humillado día tras día por la ocupación militar israelí y que aspira a alcanzar su soberanía con dignidad: el pueblo palestino.
Si se lleva a cabo el plan previsto de recolonización israelí de esa crítica zona de Cisjordania, ésta quedaría dividida en dos partes separadas entre sí; además, el sector palestino de Jerusalén resultaría cercado por colonias judías, haciendo inviable la llamada “solución biestatal”, que implica convertir a Jerusalén en la doble capital de ambos Estados.
Como en Dánzig en 1939, en E1 confluyen hoy dos intereses enfrentados. Para Israel, este territorio es la expansión natural y obligada del vasto poblado Maale Adumim, erigido fuera de la llamada “Línea verde” y, por tanto, ilegal para la comunidad internacional, según la 4ª Convención de Ginebra. Para la Autoridad Palestina, su pérdida supondría el troceamiento definitivo del territorio cisjordano que, casi convertido ya en una red de bantustanes aislados, quedaría inhabilitado como base territorial para un Estado.
Para la organización israelí proderechos humanos B’tselem, la colonización de E1 “agravará la forzosa separación entre Cisjordania y Jerusalén. Rodeará a la capital por el Este y creará una barrera física y funcional entre Jerusalén Oriental y la vecina población palestina, cuyo principal centro metropolitano y religioso está en la capital”.
El conflicto está, pues, servido. Y, lo que es peor, afecta a las relaciones entre EE.UU. e Israel, creando más incertidumbre y tensión. El pasado 30 de noviembre, en The New York Times un portavoz del Consejo de Seguridad Nacional anunciaba: “Reiteramos nuestra antigua oposición a los asentamientos y a las construcciones en Jerusalén Oriental; creemos que son acciones contraproducentes que dificultan reanudar las negociaciones directas para alcanzar una solución biestatal”. El diario recordaba que “durante años, los dirigentes de EE.UU. y Europa han declarado que el plan E1 es una ‘línea roja’. Aunque el anuncio de su colonización es una seria amenaza, quizá nunca se lleve a cabo, porque el Gobierno israelí teme sus consecuencias”.
Pudiera ocurrir que todo quedara en una lucha entre símbolos: el símbolo de la aceptación de la Autoridad Palestina como miembro observador de la ONU, y el símbolo de la fuerza israelí abatiéndose, en contrapartida, sobre el pueblo palestino. Pero no es descartable un agravamiento de la tensión, como periódicamente viene sucediendo, que centre la atención del mundo en el único punto capaz de adoptar decisiones que frenen la escalada: la Casa Blanca. Allí donde el reelegido Obama podría amenazar al Gobierno de Israel con dejarle solo frente al resultado de sus aventuradas decisiones y no seguir apoyándole ciegamente. Un Netanyahu en campaña electoral y un Obama luchando contra el déficit fiscal volverían a cruzar espadas, no solo diplomáticas, en uno de los puntos más sensibles donde confluye la conflictividad internacional.
República de las ideas, 28 de diciembre de 2012
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