Se suele decir a menudo, para intentar justificar el olvido de algunas promesas electorales o el desvío de lo que es la base ideológica de los partidos políticos en su praxis cotidiana, que la política es el "arte de lo posible". Valga esto como excusa, pero no como explicación de lo que suele ser, con frecuencia, un modo más discreto y elegante de parodiar a Groucho Marx cuando decía: "Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros".
Si en la práctica política siempre se hubiera seguido esa fórmula que, al fin y al cabo, es un reflejo evidente de la ley del mínimo esfuerzo, los grupos humanos serían regidos todavía por monarcas ungidos por un dios inescrutable y lejano y controlados de cerca por chamanes religiosos, administradores de lo inefable, y jefes guerreros, investidos para ejercer la violencia.
Esto es así, porque limitarse a "lo posible" sin esforzarse denodadamente por "lo deseable", por lejano o utópico que esto parezca, es el modo más común de dejar las cosas como están. Y dejar las cosas como están es mantener las injusticias inherentes a las sociedades más primitivas, aquellas en las que la fuerza y la opresión -física o espiritual- fueron durante largo tiempo los instrumentos básicos de la acción política.
Al fin y al cabo, dejar las cosas como están tiene un nombre muy descriptivo: conservadurismo. No merece la pena recordar aquí que todos los avances que la humanidad ha ido consiguiendo y que le han permitido progresar y alcanzar cotas superiores de bienestar en muchos ámbitos de la sociedad, han sido logrados siempre con esfuerzo y sacrificio, al servicio de un ideal político y mediante el coste de innumerables vidas humanas. En todos esos casos fue el convencimiento de que había que saltar al otro lado de "lo posible" para conseguir "lo deseable": libertad, bienestar, igualdad... fraternidad, etc.
Las medidas recientemente adoptadas por el presidente francés para deshacerse de la presencia de un grupo humano -los gitanos rumanos-, visto con desagrado por un amplio sector de la población, es un claro ejemplo de lo que aquí se está tratando. Una viñeta gráfica mostraba hace pocos días a Sarkozy explicando así sus medidas: "Expulsando a los gitanos haré que vote menos gente a Le Pen y así no gobernará la extrema derecha". Es el mismo principio de Groucho Marx, expresado con otras palabras.
La polémica que este asunto ha suscitado en Europa, rápidamente acallada en los órganos ejecutivos y legislativos de la UE, ha venido a mostrar que los elevados ideales con los que se modeló este conglomerado de países que se ponen en pie al escuchar el "Himno a la Alegría" con música de Beethoven, han sufrido un serio revés, del que tardarán mucho en reponerse, en aras a ese "arte de lo posible". Poca alegría se puede sentir al observar lo que está sucediendo ahora en nuestra Europa.
Pero el peligro más inminente que se desprende de todo esto es el auge del populismo demagógico, tanto en la izquierda como en la derecha. Ya no se trata de formar políticamente al pueblo, antiguo ideal del socialismo más igualitario, como incluso prescribe nuestra Constitución al establecer que los partidos políticos deben contribuir "a la formación y manifestación de la voluntad popular". El populismo es justamente lo contrario: se trata de detectar cuáles son los aspectos que suscitan mayor irritación entre la gente, para explotarlos electoralmente.
Bien es verdad, que en ese mismo artículo de nuestra Carta Magna se exige a los partidos que su "estructura interna y su funcionamiento deberán ser democráticos", lo que está bien alejado de la realidad en la España de hoy. En último término, esto es una muestra más de que entre la Constitución y la realidad cotidiana de nuestro país hay un creciente vacío que parece no importar a casi nadie.
En este inestable ambiente de crisis económica que nos ha tocado vivir, los Gobiernos están tan preocupados por superar los graves obstáculos que ha generado el codicioso e incontrolado sistema financiero internacional, que olvidan a menudo los programas electorales que les llevaron al poder. La peor consecuencia que de ello puede derivarse es el descrédito de la democracia y de la política en general.
Si el pragmatismo que parece necesario para capear tan duro temporal puede hacer que el "arte de lo posible" sea el instrumento a corto plazo, nunca se podrá dejar de lado la imprescindible aspiración a "lo deseable", que es lo que, a la larga, es capaz de movilizar los más nobles recursos de los seres humanos basados en la solidaridad y el apoyo a los más desfavorecidos y menos poderosos.
Publicado en CEIPAZ el 19 de septiembre de 2010
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