He hecho alusión, hace un par de días ("Arco triunfal para el pueblo tunecino"), al arco de triunfo erigido en la entrada a Madrid por la N-VI.
Incontables veces lo habré contemplado y ya hace años que aprendí de memoria los textos de las dos grandes lápidas que lo coronan. Estudié siete años de latín en mi viejo instituto vitoriano (los mismos que duraba entonces el bachillerato), así que no me es difícil entender ambas leyendas.
Esta es la que se lee, entrando en Madrid, en traducción libre:
La inteligencia, siempre vencedora, dona y dedica este monumento a los ejércitos que aquí triunfaron.
¡No está mal! Ya se sabe cuáles fueron los ejercitos que acabaron ganando la guerra en las proximidades de la Ciudad Universitaria.
No obstante, no deja de causar sorpresa que, grabada en piedra, fuera aceptada esa cualidad vencedora de la inteligencia, por muchos de los que, pocos años antes, habían aplaudido entusiasmados aquel desaforado grito de "¡Abajo la inteligencia!", que resonó en la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936.
Pero la lápida que se lee al salir de Madrid y, por tanto, al contemplar el "campus" (¡qué palabreja!) universitario, es mucho más petulante y significativa. Dice así:
Construido por la generosidad del rey y restaurado por el caudillo de los españoles, el templo de los estudios matritenses florece bajo la mirada de Dios.
¡Ahí es nada! Gracias a la "munificencia regia" tuvo Madrid una sede universitaria. Nada de proyectos educativos o culturales, nada de obligada atención a la educación... Fue un "regalo" real. Como cuando la Corona regaló la Casa de Campo a los madrileños. Sencillamente, le dió la gana.
Vivir para ver.
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