El próximo 9 de noviembre será el trigésimo aniversario del derribo del muro de Berlín, un acontecimiento histórico que marcó un punto de inflexión en las relaciones internacionales y cuyos efectos perduran hoy.
Durante la noche de ese día en 1989, los ciudadanos berlineses, a ambos lados del muro que dividía la vieja capital germana, iniciaron pacíficamente la destrucción de uno de los símbolos más enraizados de la Guerra Fría. El Partido Comunista de Alemania del Este acababa de anunciar que se podía cruzar libremente la frontera, lo que desencadenó el entusiasmo de la población.
Fue algo que tomó por sorpresa a todo el mundo, incluidos los servicios de información de las potencias occidentales. Los think tanks estadounidenses tenían por seguro que la Guerra Fría proseguiría sin fin a no ser que el perverso imperialismo soviético desencadenara el apocalipsis nuclear, amenaza que mantuvo con vida a la OTAN y multiplicó los beneficios de las corporaciones del armamento. Ambas partes (OTAN y la industria bélica) tenían mucho que perder si la situación se pacificaba.
Aunque el origen de tan crucial fenómeno político estuvo en la decisión de Gorbachov, que en semanas anteriores se había opuesto a cualquier reacción militar contra las masivas manifestaciones populares en pro de la libertad, celebradas en varias ciudades al otro lado del telón de acero, el presidente Bush (I) rápidamente se apuntó el tanto, declarando que fue EE.UU. quien "había triunfado" en la Guerra Fría.
Este malentendido fue el comienzo de lo que habría de venir después. Al desaparecer el muro, el miedo que había atenazado a tres generaciones occidentales pareció disolverse, dando la razón al militarismo: "Son nuestras armas y nuestra disposición a utilizarlas las que han derrotado al enemigo", era la doctrina obligada en Occidente. Y reforzando también una falsa razón moral: "EE.UU. es la nación necesaria e indispensable para que sobreviva la democracia en el mundo".
Desde el benevolente mundo del pacifismo se creyó entonces en el inminente "dividendo de la paz", es decir, en los enormes recursos que, no absorbidos ya por los ejércitos, podrían revertir en beneficio de la humanidad. ¡Nada más equivocado! Ignorando que la URSS desapareció poco después (en la Navidad de 1991 se arrió en el Kremlin la bandera roja), pero no por razones militares sino por su impotencia económica para sostener la carrera de armamentos impulsada por EE.UU., en Washington se pensó que la misma fórmula serviría para establecer firmemente la hegemonía americana en el mundo.
Y así, pocos días después del derribo del muro, recomenzó la imposición de la voluntad de EE.UU. en todo el planeta con la invasión de Panamá en diciembre del mismo año. Esto sería el comienzo de una larga y desafortunada serie de intervenciones militares (Irak, Afganistán, etc.) que, lejos de traer el "dividendo de la paz", sembraron el mundo de sangre y violencia y establecieron las bases para la fatídica "era Trump".
En esta nueva era ya no queda rastro de la esperanza que nació con el fin de la Guerra Fría. Otra nueva guerra fría está en marcha tras el abandono de los acuerdos firmados por Reagan y Gorbachov y con la reemprendida carrera de armamentos que coincide con un crítico e impredecible reposicionamiento de las grandes potencias (que ya son tres).
¿Habrá otro movimiento popular que rompa el peligroso camino por el que ahora avanza la humanidad? ¿Dónde está y cuál será el muro que ahora habrá que destruir para que renazca la esperanza?
Publicado en República de las ideas el 31 de octubre de 2019
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