La sorprendente trayectoria de Donald Trump en su exitosa carrera hacia la Casa Blanca, aparte de abrir un amplio abanico de inéditas posibilidades sobre lo que ahora pueda suceder, supone para los estudiosos de la Historia un caso de gran interés. Esto es así porque ayuda a resolver la intrigante cuestión estudiada desde mediados del siglo pasado, cuando la Alemania de Hitler fue derrotada por los aliados tras una cruenta guerra que, además de traer otras calamidades, abrió para la humanidad la Era Nuclear en la que vivimos.
Esta cuestión se ha solido plantear desde varios ángulos: ¿Como pudo Hitler alcanzar el poder mediante procedimientos básicamente democráticos? ¿Cómo llegó a convertirse en poco tiempo en el ídolo adorado por un pueblo culto y educado, de envidiables cualidades, que había dado al mundo eminentes figuras del pensamiento y las artes? ¿Cómo llegó el pueblo alemán a cerrar los ojos ante un régimen criminal que llevó el genocidio hasta los más inconcebibles extremos?
Muchas respuestas se han dado a las preguntas anteriores desde que Hitler y sus criminales matones desaparecieron de la faz de la Tierra, basadas en razonamientos de tipo psicológico, sociopolítico, económico, militar e incluso mitológico.
Sin embargo, durante los últimos meses el mundo ha tenido ocasión de contemplar un ejemplo vivo de algunos de los factores que ayudaron a Hitler a alcanzar el poder entre los años veinte y treinta del pasado siglo. Ese ejemplo es Donald Trump, el presidente electo de EE.UU.
Salta a la vista el paralelismo entre las ideas básicas sobre las que Hitler y Trump construyeron sus respectivos entramados ideológicos. Make America great again es la llamada de Trump al corazón de un amplio sector de la sociedad estadounidense, convencido de que su nación está en manos de una corrompida clase política, vendida a intereses extranjeros y que ha propiciado la continuada decadencia del que fue país elegido por Dios para iluminar a la humanidad.
La ideología de Hitler, por su parte, trató de avivar en el pueblo alemán el recuerdo de un pasado glorioso, en doloroso contraste con la humillante situación en que quedó Alemania tras la derrota en la 1ª G.M. Atribuyó la debilidad del Estado a los traidores y cobardes que dominaban la patria y la habían puesto al servicio de intereses ajenos, como los judíos, lo que acarreaba la corrupción, la miseria y el colapso espiritual.
Tanto el Trump del siglo XXI como el Hitler del XX proclamaban enfáticamente lo que una parte de su pueblo deseaba escuchar, con razonamientos confusos, mal utilizados y a menudo falsos, pero con una brillante oratoria que penetraba profundamente en las masas. Ambos fueron despreciados al principio por los sectores más cultivados: en Alemania se hacía mofa del "cabo Hitler" mientras que en EE.UU. muchos tomaron a broma las payasadas del "payaso multimillonario". Pero ambos, con frases sencillas y cortas, llenas de desprecio y odio por el adversario, trufadas de eslóganes emotivos, sintonizaron bien con el despecho de los que se sentían injustamente tratados, tanto por sus políticos como por ajenos poderes hostiles.
Las masas alemanas atraídas por Hitler, como los votantes de Trump, lo que básicamente deseaban era una vida mejor, económica y socialmente. Eran un campo fértil donde las mentiras arraigarían con facilidad: a los alemanes se les engañó distorsionando la historia de su derrota en la 1ª G.M. como si fuera el resultado de un contubernio ajeno al auténtico espíritu alemán; y los votantes de Trump han aceptado ciegamente la supuesta perversidad de los políticos "profesionales" de Washington y han creído ciegamente en las indemostrables fórmulas de regeneración propuestas por el atrabiliario magnate neoyorquino.
En ambos casos, las aspiraciones populares estaban sólidamente basadas en el deterioro económico y en las intensas transformaciones sociales que afectaron, por razones distintas pero con análogos resultados, a los alemanes de los años 30 del pasado siglo y a una considerable parte del pueblo estadounidense de hoy, por lo que pudieron ser manipuladas por unos líderes advenedizos, surgidos de la nada política. Los judíos en Alemania y los inmigrantes en EE.UU. han sido instrumentos semejantes, hábilmente utilizados para excitar los sentimientos xenófobos de unos pueblos insatisfechos por razones que nada tenían que ver con aquéllos.
Que la realidad actual nos ayude a entender el pasado no es consuelo para los que estamos preocupados por el éxito de Trump. Es justo además sentir inquietud por el previsible curso de los acontecimientos cuando en la Casa Blanca un individuo de reprobables antecedentes tome los mandos del Imperio americano.
Acudiendo también a las lecciones de la Historia, se pueden concebir estas posibles situaciones: 1) Trump se topa con los poderes fácticos de siempre y gobierna al estilo de otros presidentes que le precedieron; 2) Trump remeda los intrigantes tejemanejes de Nixon y es forzado a dimitir; 3) El destino de Kennedy le está esperando y es asesinado cuando sus decisiones políticas chocan con intereses opuestos; 4) Trump inaugura un estilo sui géneris, sin precedente alguno, del que todo cabe esperar.
Sea cual sea la evolución de los acontecimientos en EE.UU. y en el mundo, como resultado del nuevo inquilino de la Casa Blanca, se ha encendido una señal roja de alarma para toda la humanidad: el sistema internacional de base capitalista que libremente nos gobierna necesitará una profunda revisión o nos veremos abocados a más intrincadas y peligrosas situaciones.
Publicado en República de las ideas el 10 de noviembre de 20164
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