Durante el desarrollo de la conferencia COP25 sobre la emergencia climática, celebrada recientemente en Madrid, se ha observado la interacción entre tres amplios grupos participantes: científicos, políticos y activistas. A su vez, estos grupos se repartían entre casi dos centenares de países, cuyos intereses podían coincidir o diferir abiertamente: países desarrollados o emergentes, contaminantes o respetuosos con el medio ambiente, democracias o dictaduras... Lograr un acuerdo entre tan vasta dispersión de sujetos activos era una tarea de gigantes.
Los científicos exponen sus conclusiones objetivas; los políticos se mueven a impulsos de sus propias expectativas en cada país (sobre todo, electorales) y los activistas se empeñan en que los políticos atiendan a los científicos y sigan sus recomendaciones.
La gran mayoría de la comunidad científica está de acuerdo en los parámetros que hay que modificar y en el plazo estimado para hacerlo. Sus exigencias requieren rapidez; si para 2030 no se han reducido las emisiones de gases de efecto invernadero en un 55%, el cambio climático no podrá frenarse y la catástrofe será imparable. Estamos cerca del punto de no retorno.
Pero las grandes corporaciones que más contribuyen a agravar la emergencia climática y los países en los que éstas determinan la política estatal no desean reducir hoy sus beneficios económicos en aras de un futuro mejor para la humanidad. Para ello disponen de sus propios "científicos", cuya misión principal es sembrar la duda: no hay certeza absoluta... se esperan innovaciones tecnológicas revolucionarias que cambiarán la situación... etc. y con eso tranquilizan la conciencia de los "negacionistas" (Es el modo como actúa Trump, por ejemplo).
Por otro lado, no son pocos los gobernantes que anteponen los próximos resultados electorales al mejoramiento de unas condiciones ambientales que, en todo caso, perciben a largo plazo. Y aunque la presidenta chilena de la cumbre derramase algunas lágrimas por la evidente incapacidad negociadora, y aunque algunos políticos mostraron su preocupación por los peligros que la ciencia exponía, la voluntad general de dejarlo todo para la próxima COP26 (en Glasgow en 2020) es muestra de que la angustiosa preocupación de los científicos no caló en los políticos hasta el punto de lograr acuerdos de ejecución inmediata. Todo quedó en "presentar declaraciones nacionales en 2020 más ambiciosas que las actuales". Un simple deseo benevolente.
Ante esta situación, intervinieron intensamente los activistas desplegando todos sus medios para hacerse oír. Desde Ecologistas en Acción se tachó el resultado de "declaración simbólica que no se materializará al no fijar tiempos comunes", es decir, los calendarios para presentar esas medidas reforzadas que frenen el calentamiento.
El organizador de la conferencia, el Secretario General de la ONU, se mostró "decepcionado con los resultados" de la cumbre y la consideró una "oportunidad perdida" para afrontar la emergencia climática.
El activismo se apoderó de los medios de comunicación, que sirvieron de altavoz para las indignadas protestas juveniles y las reclamaciones de los pueblos indígenas, y que se hicieron eco de la voz de los científicos. Desde Greenpeace se denunció a los "bloqueadores climáticos que se han llevado por delante las advertencias científicas y los gritos de la sociedad". Desde España, la voz de la ministra Ribera tampoco calló: "El clamor social pide más acción, más rápida y más profunda".
La decepción invadió el ambiente. También quedó en el aire la peligrosa realidad de que la emergencia climática está agravando ya la conflictividad en los países que sufren grandes desigualdades socioeconómicas, deteriorando la confianza de los ciudadanos en sus dirigentes y exacerbando las tendencias autoritarias y dictatoriales: es decir, socavando la democracia. Habrá que esperar a la COP26 en 2020 para seguir alimentando la tenue esperanza que aún conservamos.
Publicado en República de las ideas el 19 de diciembre de 2019
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